SOCIEDAD › TESTIMONIOS DE UNA RECORRIDA POR PUERTO PRINCIPE, DESDE EL ASEDIADO AEROPUERTO AL IRRESPIRABLE CEMENTERIO
Las calles ya no están cortadas por las pilas de cadáveres, pero los rescatistas siguen su trabajo sacando cuerpos de abajo de las ruinas. El olor a muerte persigue a los testigos mientras los chicos juegan, ajenos a las súplicas por agua y alimento de sus padres.
› Por Emilio Ruchansky
Desde Puerto Príncipe
Los vidrios de la torre de control del aeropuerto Toussaint Louverture están rotos. No hay luz en la terminal ni en el resto de Puerto Príncipe. Sin embargo los vuelos siguen operando bajo control del ejército norteamericano y luego de descargar deben partir de inmediato a Santo Domingo para despejar el lugar. Alguna gente, la más pudiente de Haití, hace cola sobre la pista para abordar un vuelo que los llevará a Chicago. En esa fila, Angelique Armand, una señora con dos niñas amarradas, dice que la ciudad es un caos: “¡Allá te matan, te violan, te roban!”. Ella perdió familiares, amigos y también su casa. En Estados Unidos la esperan unos parientes lejanos.
Bajo la sombra de una de las alas del Hércules argentino que trajo una máquina potabilizadora de agua, alimentos, cascos blancos, médicos y algunos cronistas, tres rescatistas mexicanos completan el panorama que da la señora Armand. “No hay agua ni gasolina y se está acabando el alimento, la gente les roba a los muertos y cuando nos ven se acercan para ver si les damos algo, en el mejor de los casos... Hay mucho olor a muerto”, comenta el rescatista Oscar Olivar. Junto a sus compañeros, agrega, vino hasta el aeropuerto a buscar perros de rastreo. “Hasta ahora no hemos sacado personas con vida y llegamos un día después del terremoto, es difícil el trabajo. Las calles son un laberinto y no tenemos seguridad para trabajar. No hay mucha policía ni militares patrullando.”
Cuando estos tres mexicanos llegaron al aeropuerto no había controles aduaneros (tampoco parece haberlos ahora) y la gente todavía dormía a la intemperie por miedo a una réplica del terremoto que en poco menos de 40 segundos destruyó a la ya en ruinas capital de Haití. ¿Qué hacen con los cuerpos que sacan de los escombros? “Los dejamos ahí, en la calle, no hay dónde enterrarlos y a la gente tampoco parece molestarle mucho”, asegura Olivar. Uno de sus compañeros, Jaime Gaitán, dice que en cada cuadra hay al menos quince edificios destruidos y que la gente merodea las ruinas buscando objetos valiosos: “Por la noche se escuchan tiros, esto es puro corazón y huevos, compadre”.
Entre idas y vueltas, en medio de la pista aparece un tal Osvaldo Fernández, entrerriano, que se ofrece de guía para los periodistas presentes. El hombre, un ex gendarme que vive hace ocho años aquí, tiene un orfanato donde cobija a 74 chicos. “Está intacto”, dice antes de que le pregunten. No bien traspasamos el aeropuerto, Fernández se toma su tiempo para conseguir un tap-tap, esas camionetas con acoplado que ofician de colectivos en esta ciudad. El conductor se llama Elifaite y, hay que decirlo, maneja entre los escombros como si estuviera en el Dakar. No se ven muertos en las calles, sino cientos de personas que llevan su casa a cuestas, en una mochila, y se tapan la nariz con un barbijo, con un pañuelo o con una remera.
“A los muertos los recogieron anoche, creo que fueron los de la ONU”, informa Fernández. ¿Y qué hicieron con los cuerpos? “Los amontonaron y los quemaron, ahora vamos a pasar por el cementerio”, dice Fernández. Y apenas cinco minutos después aparece un humo blanco que viene del cementerio de Freres. El tap-tap frena y hay que taparse la nariz para ver la imagen más horrorosa: una montaña de cuerpos carbonizados donde se distingue un tórax con cabeza quemándose. Más adelante, un acoplado se detiene para tirar más cuerpos. “No hay espacio para enterrarlos a todos”, dice el guía. Luego de cuatro días, la gente ya no anda por la calle tratando de reconocer a sus muertos, que se fueron hinchando por el calor y desfigurando por el tiempo.
Rumbo al orfanato, se ven las inmensas colas. Colas para conseguir agua, nafta, asilo en Estados Unidos. La gente caga y mea en cualquier lado y la basura se quema al lado de los puestos donde se venden tallarines, huevos, arroz, pollo, frutas, verduras, legumbres, tarjetas para hablar por teléfono, choclos y paquetes de pan lactal. En la plaza de la Primatura, que antecede al palacio donde trabaja el primer ministro, hay un inmenso acampe. Allí, la gente cocina, lava la ropa, los platos y los niños se divierten, por momentos, parecen ajenos al desastre: a diferencia de los adultos, no piden dinero ni comida a los forasteros.
Luego de un breve descanso en el orfanato, sigue el recorrido por las ruinas del supermercado Piramade Mark, el más grande de la ciudad. El olor hediondo, a pelo quemado, que emana de allí impregna a quien se acerque. La gente lo rodea, lo admira y algunos, cuando los grupos de rescate se distraen, intentan meterse. La situación es parecida en el lujoso hotel Montana. En el camino, de refilón, se ven sobre las laderas los derrumbes en los barrios más pobres de la ciudad; más cerca, hay una casa cuyo primer piso está intacto, enteramente derrumbado sobre la planta baja. También se ven autos aplastados en algunas de las estaciones de servicio que se cayeron.
El último tramo, en los alrededores del Hotel Cristopher, una de las sedes de la ONU. Allí los rescatistas siguen haciendo de forenses, sacando los cuerpos de abajo de las ruinas. Cada vez que el tap-tap para, algunos se acercan para escudriñar al grupo de periodistas. Son miradas que transmiten resentimiento, cuando no intriga. Fernández, cuando puede, explica que se trata de argentinos, que ese país tiene un hospital montado en la ciudad y ha enviado alimentos y medicinas. Con eso basta para que se alejen.
El tráfico es complejo y por momentos Elifaite, el conductor, respira hondo, da marcha atrás y vuelve sobre sus pasos buscando un camino alternativo. Cuando se acerca el fin del recorrido, el Hospital Militar Reubicable Argentino donde se escriben a toda prisa estas líneas, el conductor se despide con una sonrisa. Pese a la miseria que lo rodea dice que ésta le parece una señal, como si se tratara de un nuevo comienzo.
Su parsimonia hace recordar a Ti Noel, el personaje de una novela de Alejo Carpentier, situada en esta ciudad en ruinas. El mismo esclavo que ya viejo comprendía en medio de una sociedad que hallaba, como ahora, consuelo en la religión y en sus mitos vudú que la grandeza del hombre está precisamente “en querer mejorar lo que es, en imponerse en Tareas”. Por eso, agregaba el autor, en el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar porque “el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo”.
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