SOCIEDAD › LA NOCHE DE MAR DEL PLATA, DEL CASINO A CONSTITUCION, PASANDO POR ALEM
En la Casa de Piedra, cada uno tiene su fórmula, y pocas veces resulta. Los boliches de Constitución, meca para los adolescentes. En la Rambla o la peatonal siempre hay espectáculos callejeros.
› Por Soledad Vallejos
Desde Mar del Plata
No pueden esperarse noches somnolientas de una ciudad que durante el día bulle en las playas, pero también en las calles del centro. Como si las olas, la arena, el sol nunca terminaran de cansar, o como si la cena, y tal vez algún espectáculo teatral tempranero, alcanzara para paliar cualquier cansancio, las noches de Mar del Plata tienen, en ciertas cuadras, bajo ciertos techos, el correlato nocturno digno de los días largos. Vale decir, un murmullo que no se agota al salir de la peatonal San Martín, o dejando atrás los espectáculo callejeros de la Rambla. Mayores y un poco más, adolescentes en sus primeras vacaciones con amigos, y otros casi adolescentes que empiezan a soñar con escaparse un enero, familias jóvenes con niños: las horas que siguen a la caída del sol pueden ser tan agitadas, tan extensas como las primeras de la mañana. Pero el ruido, claro, depende del lugar en que se lo escuche.
“Conviene venir todos los días, pero antes de jugar hay que mirar, tener cuidado y dar dos pases. No más”, aconseja en el camino el taxista. Sin llegar a tener una martingala, cuenta que supo ser experto en la ruleta. Recuerda que esa técnica le funcionó tan bien que terminaron sancionándolo. Le impidieron la entrada al casino durante seis meses, “porque todos los días me llevaba, supóngase, 50 pesos de hace seis años” y así, de a poquito, con la disciplina de no volver a apostar lo ganado, iba haciéndose un pequeño sueldo extra al mes. “Todos los días me llevaba las fichas a mi casa, y después las cambiaba a fin de mes”, para mantener el control. Pero el casino tolera mal a “uno que no pierde”, y al cabo de unos cuantos meses llamaron a este hombre magro, canoso y de bigotes a una oficina. Le dijeron “¿qué es lo que está haciendo?”; ante su respuesta ofuscada lo sancionaron. ¿Volvió? “No, después de eso ya no quise entrar. Pero usted haga eso: semblantee la mesa antes de apostar.”
Los taxis, como reflejos mecánicos del mar que hace ruido a unos metros, arrojan sobre la vereda de la Rambla Bristol decenas de personas por minuto, en una oleada rítmica que no respeta ni al perro negro que duerme enroscado entre los pies. Acaba de pasar la medianoche y la función callejera está en auge: uno tras otro, el señor del acordeón arremete exitazos universales que cualquiera puede tararear sin necesidad de conocer de dónde sale, cómo se llama, quién lo ha escrito. Por las tres puertas del Casino Central transita el mundo, que incluye a un señor de elegante sport silbando bajito fragmentos de las danzas húngaras mientras traspasa el umbral con el brazo sobre los hombros de su esposa. Las mesas están escaleras arriba.
Apenas entrar se nota que aquí todavía está permitido fumar. Atravesando la nube de humo que flota, como un manto de niebla (casi sólido), en la enormidad del salón, llegan los murmullos de fichas cuadradas, redondas, rectangulares, rosadas, combinadas, anaranjadas, hexagonales. Afuera es de noche, pero aun cuando no lo fuera adentro lo parecería, porque los ventanales están minuciosamente ocultos, las luces caen blanquísimas desde el techo y destellan de neón en el reino –pobladísimo por señoras coquetas– de las tragamonedas. Sean de black jack, punto y banca o ruleta, todas las mesas están bordeadas por jugadores y observadores que, se va viendo según los casos, simplemente curiosean o esperan al cambio de croupier para intervenir.
Cada ruleta, como si de una isla autónoma enfundada en paños verdes se tratara, es un mundo. Cada mundo está gobernado por dos personas y supervisado por una tercera, un señor con cara de años viendo pasar fortunas en un suspiro. Ahora mismo, por caso, en la mesa 58 un sesentañero pelado, de camisa digna pero no despampanante, jean, y bolsillos generosos, colecciona pilas de fichitas. No las redondas de dos colores, que aunque hagan número apenas valen cinco pesos cada una; el señor colecciona de las otras: cuadradas, naranjas; rosadas en su defecto. Mucha plata. Apuesta fuerte, en forma de cruz, en pilas de fichas que se derraman como miel sobre otras fichas, sobre la mesa. Juega una, dos, tres veces; gana; juega cuatro, sigue ganando. Entonces se suma su socia, que le roba alguna pilita y desafía la ruleta desde el otro lado de la mesa. Tiene la misma suerte que él, lo que es decir mucho; también como él, cada vez que gana aporta parte de la ganancia a la caja de empleados. Desde algún lugar, se materializa un hombre canoso, pegado eternamente a un cigarrillo, empieza a merodear las mesas con una técnica de apuesta fugitiva: deja caer unas fichas casi sin mirar y huye hacia otra mesa antes del “no va más” de rigor. No le resulta. En dos tiradas consecutivas, de improviso, el 33 sentencia que cambió la racha: sesentañero y su socia tenían fichas prácticamente en todos los números menos en ése. Abandonan. La técnica del taxista tampoco funciona.
“Yo nunca entré, soy más negro cumbianchero, pero es un clásico: fue el primer boliche de Mar del Plata”, ameniza otro taxista la distancia, extensa, entre el centro y la meca del baile nocturno de La Feliz: la calle Constitución. Es la una de la mañana y cuesta creer que la pista pueda tener algún tipo de actividad en una hora, vale decir, al tocar la hora límite para el ingreso establecida en la flamante ley sobre nocturnidad. En Sobremonte, que en realidad es sólo uno de los múltiples espacios habilitados de un complejo que suma otras dos pistas y tres restaurantes (un parrilla, un cinco tenedores y uno de cocina mexicana), sólo hay familias comiendo. Eventualmente, algún grupo de parejas jóvenes, pero nada parecido a un público clubber. La calle, de más está decirlo, brilla por el silencio apenas interrumpido por el entusiasmo de los comensales de uno de los restaurantes, que acompañan a los gritos interpretaciones de Sabina, Pimpinela, Sergio Denis, Sandro.
“Todavía no hay movimiento porque es temprano”, dice Mauricio Kennis, uno de los socios del lugar y presidente de la Cámara Marplatense de Discotecas Bailables y Afines, pero en temporada, y especialmente los fines de semana, la concurrencia no anda lejos de las dos mil personas establecidas como capacidad máxima. Y sin embargo cerca de la una y media el patio empieza a poblarse de minivestidos, maxitacos, maquillajes premeditados y flashes de cámaras fotográficas, porque la espera, como las propias fiestas, se aderezan con instantáneas: en el patio, al amparo de un inflable gigante que remeda una lata de cerveza, mientras se dejan pasar los minutos y se evalúa a la –todavía escasa– concurrencia, tres chicas posan como starlets de tapa de Gente y se acomodan el pelo antes de dar el OK a una cuarta, que obedece cámara en mano. En el umbral de la pista más generosa, donde el DJ se esmera en un warm up algo acelerado para la hora, se instalan dos parejas amigas, todavía no del todo convencidas de bailar. Las barras apenas albergan amigos con algún vaso, algún porrón de cerveza. Desde una bola de espejos, una luz azul intermitente cae, imitando la lluvia, por los lados de una pirámide de vidrio, y cobija el rincón en el que ocho, diez chicas, pasean por Facebook en sendas computadoras. De varones sueltos por el lugar ni hablar.
El efecto cenicienta existe y llega de repente: en los quince minutos previos a las dos de la mañana, con la puntualidad de quien asiste a un casamiento, un río de chicas y chicos (y algunos que hacen como que no se resisten a dejar de serlo, hasta que terminan huyendo aturdidos de la pista) fluyen desde todas las puertas, pasan por todas las pistas, husmean con disimulo todas las caras a tiro. El cotillón de la megafiesta electrónica está también aquí, en las manos de los veinteañeros que acaban de entrar y usan las pelotitas con luces de colores como señuelo, se las pasan de mano en mano, saludan de prepo al pasar. Presidiendo la pista desde los parlantes, con minitrajes de baño flúo, botas al tono y pelo larguísimo atado en una colita, las bailarinas se contorsionan para quebrar la timidez tempranera. El entusiasmo danzarín tal vez no sea instantáneo, pero no podría decirse lo mismo del de algunos señores de seguridad del lugar y algunos de los muchachos que finalmente han comenzado a llegar. En la puerta, como por arte de magia, hay cola. El boliche comenzó.
En la otra punta de la ciudad, Alem está despierta hace rato pero aún remolonea. Sólo algunas puertas de algunos bares tienen gente, pero en los locales la clientela ralea. “Hay que esperar unos días –asegura el encargado de un restaurante que al pasar las 12 se convierte en bar–. Cuando empiece la segunda quincena por acá no se va a poder pasar.” La hora de la verdad ha llegado.
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