SOCIEDAD › OPINION
› Por Miguel Angel Molfino *
Uno puede imaginar que está caminando por el desierto de Sonora, bajo un sombrero de alas anchas, levantando polvito en cada taconeo de las botas tejanas de cuero de víbora, mientras bordonea perezoza una guitarra española, como en Paris-Texas, de Wim Wenders.
Uno puede imaginar el quieto relámpago blanco del sol frente a nosotros, en tanto avanzamos para que nos abrace como a ese matorral seco que está a punto de echar humo a dos pasos de la puntera derecha de la bota.
Más allá, el auto es una chapa plateada que quema los ojos. Está debajo de un chañar, pero el chañar también está siendo acribillado por el fuego volcánico de la siesta. Entonces, la luz incandescente llega al auto y lo azuza y lo retuerce de brillos como a una cobra.
La siesta chaqueña, a 51°C, es un paraje desolado y sediento, aunque nos hallemos a unos veinte metros del río Negro, aunque pájaros emboscados en sus nidos disparen –cada tanto– chillidos. El río Negro serpentea y recorre toda la ciudad de Resistencia, el torrente –entonces– es una lava negra que corre hacia el Paraná, bordea las orillas, llevándose jangadas de camalotes, peces muertos y alguno que otro zapato.
Uno se quita la camisa y seca el sudor imparable que, desde la frente, se desbarranca hasta las pestañas. Una iguana de veinte centímetros alza su cresta orgullosa y se hace humo.
Prendo un cigarrillo y mi saliva parece de ácido muriático. Lo tiro. Es imposible fumar en el infierno. Vine a pescar, estoy buscando un sitio adecuado, un sitio hecho de sombra y me importa ya muy poco si por allí viajan peces.
Reencamino mis pasos hacia un sauce que boquea sobre el agua. Sombra. Cuando otra vez imagino la guitarra española pasa una camioneta del otro lado del río y de los árboles, el aire es poroso, de acetileno, un caballo se baña en la costa, un gallo canta antes de morir.
La barba de dos días me raspa, me irrita. Mis alpargatas –las botas tejanas de piel de víbora– pisan pastitos albinos, duros y quebrados, se acercan al barro cuarteado de la costa, cruzo unas ramas que crecen por delante del sauce. Sudo. Las axilas al subir y bajar los brazos producen un curioso efecto sopapa. No estoy llorando a mares, las pestañas me pesan de gotas de sudor. Me siento sobre una raíz huérfana que pasa debajo del sauce. Me recuesto, dejo la caña de pescar y la lata de morenas y lombrices a un lado. Resoplo. Falta el aire, no es un infarto, sólo es calor, puro unánime calor.
Miro el río. Mi bota izquierda –mi alpargata– se apoya en un montículo de rémoras viejas de río. Ahora tengo la caña de pescar cruzada sobre el pecho, como si fuera un rifle. Me miro el pecho: parece aceitado, como el de Yul Brynner en Los 10 mandamientos. Pero el calor no está para chistes. No es humano este calor, me digo.
El Chaco no es provincia para débiles, pienso.
* Escritor.
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