Dom 22.12.2002

SOCIEDAD  › UNA PERIODISTA DE PAGINA/12 HIZO EL RECORRIDO DE LA BASURA

Cartonera por un día

Hay que aprender qué cartones sirven, hay que meter la mano en la bolsa y toparse con comida y con líquidos inciertos. Hay que caminar horas y pedir a los porteros. Una periodista de este diario pasó un día con los cartoneros y muestra el otro lado de ese mundo.

› Por Alejandra Dandan

¿Cómo definir los olores del vapor caliente en la basura? ¿Cómo explicar que ahora las manos de Julio se enredan entre filamentos del huevo pegados a un cartón? Cómo seguir adelante después de eso. “Vos no mirés –dicen aquí–: meté la mano.” Hace no mucho más de un mes, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires lanzó una campaña de corte solidario con quienes recorren las calles revisando basura. La campaña apunta, entre otras cosas, a modificar la relación de los porteños con aquello que desechan como basura. A partir de entonces, los supermercados entregan bolsas verdes para separar papeles y cartones del resto de las cosas. De ese modo, supuestamente debe comenzar, puertas adentro, la clasificación que los cartoneros hacen en las calles. Ahora, a más de un mes de aquella campaña y cuando el trabajo de los cartoneros ha sido legalizado, la cara de Julio vuelve a encontrarse con las bolsas verdes y chocarse, adentro, con los restos de huevo, todavía tibios por la combustión de gases.
“¿Viste qué asco, no? ¿Y el dolor? ¿A vos te duele la espalda, no?, pero después de un tiempo es como que te acostumbras. Viste ¿no?.” Vimos. Para eso Página/12 tomó la decisión de pasar un día cartoneando con uno de los grupos de Palermo.
La recorrida comenzó en un depósito, el lugar que buena parte de los cartoneros de Buenos Aires usan como sitio de reunión antes y después del trabajo. El galpón está en el fondo de una antigua fábrica de vidrios abandonada, en el corazón de Palermo business. Ahí, a unas cuadras de los locales de diseño más vigorosos, viven unas veinte familias apiñadas entre módulos de cartones, maderas y ladrillos prefabricados. Atrás, al fondo, están las balanzas donde pasan cientos de toneladas de papeles todos los días. Claudio es el administrador de este negocio. Compra la carga recolectada por los grupos de cartoneros que van recorriendo la zona. Una parte de ellos aprovecha la estructura del local para guardar su carro, la bicicleta o el chango que usan para recoger y trasladar las cosas que van juntando. Ahora mismo entre las balanzas y las montañas de papeles, hay varios carros estacionados en un sector del galpón de uso exclusivo para ellos. Claudio separa uno, elige uno de mercado, lo prepara y se dispone a prestarlo:
–Vos hacelo caminar –propone–: igual que si estuvieses en el supermercado, pero en la calle.
A media cuadra del galpón, en la calle, no pasan autos sino carros. El tránsito de pronto ya no importa, los semáforos ahora sirven para detener las carretas que intentan cruzar cualquiera de las esquinas de este barrio. Son las cinco de la tarde, la hora en la que –se sabe– la fisonomía del resto de los barrios también cambia. Hay unos 25 mil cartoneros lanzándose al mismo tiempo sobre la ciudad, o mejor dicho, sobre esa otra ciudad donde en el horizonte ya no hay casas sino zanjas.
Palermo city
La larga marcha con el carro durará cinco horas.
Al lado, sobre la calle, anda un carrito distinto, armado con ruedas de bicicleta y más parecido a los que circulan tirados por caballos. Pero el carro no tiene caballos, Julio tira de la punta destinada al animal. Detrás suyo está Edgardo. Tienen 16 y 15 años. Se conocieron hace poco, arriba de uno de los trenes cartoneros que sale todos los días a las cuatro de la tarde de José C. Paz y llega a la estación de Once. Desde ese momento trabajan juntos. Con ellos también está Marta, la mamá de Julio y de César, ese otro chiquilín de cinco años que ahora cuando recién empieza el recorrido está en algún otro lugar de Buenos Aires, a unas treinta cuadras de aquí, frente a la puerta de un Disco, esperando unas monedas. Marta, Julio, Edgardo y el carrito con ruedas de bicicleta empezaron el trabajo en el galpón de Claudio. Antes de marcharse, escucharon al dueño del galpón y aceptaron la compañía de las visitas.
–¿Si podés venir con nosotros? –preguntó Marta–. Bueno, pero mirá que vamos a Palermo.
–¿Palermo? Pero ahora estamos en Palermo. ¿O no?
Palermo para los cartoneros son tantos barrios como la cantidad de esquinas o bolsas de basura que puedan encontrarse en este tramo de ciudad. El Palermo donde está el depósito de Claudio es distinto a este otro, donde andan los carritos en este momento. En el medio, ya han pasado diez cuadras, unos cinco o seis diarios viejos recogidos y media bolsa de papeles de segunda calidad, tal como se llama aquí a los papeles de colores, volantes, folletos, facturas rotas, sobres, publicidades o, incluso, a los rollos de papel de diario o a los bollitos de servilletas medias húmedas o manchadas de rouge, en el mejor de los casos.
–Paciencia –dice la mujer–, eso es lo que hay que tener en este trabajo. Mucha paciencia.
–Paciencia, ¿por qué?
De momento Marta no lo explica.
Se pone en la puerta de un local de flores exóticas. No entra, pregunta por una mujer. La conocen, pasa todos los días por ahí, a la misma hora con el mismo carro y con los mismos hijos. Los encargados del lugar todavía no aparecen. Marta sigue en la puerta. Julio también detiene su carro. Marta espera. El local está vacío, no hay gente, sólo flores naranjas, violetas y negras suspendidas en estantes muy altos. De pronto, sale una mujer, escucha. Marta repite la misma pregunta de todos los días: “¿Tiene papel?”. La encargada afirma con la cabeza, da media vuelta y le pide que espere. Marta entonces se ríe. “Paciencia”, dice y se pone a esperar.
Palermo, la recorrida
Ahora falta poco para llegar a Palermo aunque, demás está decirlo, las carretas nunca dejaron Palermo. Pero la historia es así. Para la familia faltan exactamente unas veinte cuadras para llegar a ese otro Palermo, la esquina donde tienen su destino. Las zanjas avanzan, los negocios que se visitan se multiplican, pero la carga no varía demasiado. En los carros hay papeles de segunda, algunos diarios y una caja de cartón de la florería. La encargada le dio a Marta una caja grande sin tapa, y eso es un problema: con tapa las cajas valen doble sólo porque el peso se multiplica.
A dos locales de ahí, en uno de diseño, los dos carros vuelven a pararse. Marta camina hasta la puerta y vuelve. Esta vez, no le dieron nada.
–Nosotros venimos desde José C. Paz –cuenta ella en el camino–, sesenta cuadras caminamos. Con mi abuela me crié, igual que mi hermana. Soy sin mamá. Teníamos dos años cuando se fue. La conocí el año pasado. No, después no quise verla. ¿Si me da asco? No, no me gustan los guantes. Estoy acostumbrada.
Desde chica tiene las manos llenas de manchas blancas. No se pone cremas, no se pinta las uñas, sólo se lava con agua y jabón cuando llega a la casa. Tampoco, es cierto, usa los guantes aunque se los ofrecieron varias veces quienes hacen encuestas arriba del tren. “Para qué –dice Marta–: si con guantes no se puede tocar nada.” La mano trabaja sola, descubierta, desnuda, entrando y moviéndose entre cáscaras casi invisibles, entre restos de café, sobres de té usados, fluidos oscuros de todos los tonos y de más olores todavía. Ahora los dedos avanzan entre los nudos de un cesto. Y una bolsa se abre, y vuelve el olor, otra vez, y nada anestesia las fosas nasales. Aquella bolsa es parecida a otras tantas que van apareciendo en el borde de las calles. Son las bolsas cartoneras, al menos así dicen los envases. Pero adentro pocos ponen papeles o cartones. A Marta no le importa, sigue reconcentrada, escarba pedazos más mojados, ahora resecos, ahora pegados sobre un hule blanco arrojado desde algún baño más blanco todavía.
–¿Esta caja sirve?
–Sí, como segunda, lo de adentro no.
La caja son las sobras de un botiquín, tiene restos de pastillas y hay otras con pomos de marcas distintas. Como cualquier otro papel chico o de color es material de segunda calidad, uno de los productos más habituales entre la basura pero menos útil al final del día. Por cada kilo se gana cinco centavos, es decir, nada. O casi. “Para juntar unas moneditas más, siempre viene bien”, corrige la especialista. Esas moneditas más sumarán un peso neto de ganancia al final del día. Sólo por ese peso, la familia abrirá cientos de pequeñas bolsas desde donde irán juntando papel tras papel, rollo tras rollo, harán piruetas entre restos de algodones y servilleta tras servilleta hasta que en la bolsas se reunirán veinte kilos completos.
Palermo, estación central
La familia finalmente ha llegado. Este Palermo es una esquina bien ancha, y desocupada. Para los habitantes del barrio es el Divino Corazón, un colegio católico de una manzana. De un lado está la calle Mansilla, hacia el otro Vidt.
Marta, Julio, Edgardo y la carreta paran siempre en ese lugar, frente a una ventana de rejas ahora cerrada. Ahí mismo guardan una señal: una pequeña escoba larga y desgastada. “Hace unos meses –cuenta Marta– la gente del barrio nos felicitó, igual que la escuela.” Las felicitaciones fueron por el orden. Ellos están ahí todos los días durante unas tres horas. Usan la esquina para separar las cosas que fueron juntando en el trayecto. Ponen el papel blanco de un lado, los diarios por otro, los cartones y los papeles de segunda también ahí. Cuando terminan pasan la escoba, pero antes esperan a los porteros. Eso empezó hace cinco meses, cuando consiguieron el primer contacto con uno de los siete porteros que ahora les pasan la basura antes de sacarla. Los porteros comienzan a pasarles bolsas a las ocho de la noche, cuando se escuchan los silbidos que funcionan como aviso. En ese momento, Marta le pide a Julio que corra en dirección al sonido, Julio sale corriendo y vuelve haciendo equilibrio como un Papá Noel cargado de las bolsas. Las bolsas no pesan tanto, pero hay una que va mojándole los pantalones quizá por décima vez. No hay jabón a mano, no hay papel limpio por aquí, sólo una botella con agua que la familia trajo cargada arriba del tren.
–¡Marta! ¡Marta! –saluda una mujer–: Te dejo acá las luces para el árbol, ¿las querés?
Marta no responde.
–Mirá –dice–: tenés todo el juego, una mitad no anda, pero la otra funciona bien.
Entre tanda y tanda, en algunas bolsas aparecen cajas de Kenzo vacías, una olla Essen manchada de salsa, láminas, pruebas de matemática, cuentas de un mercado, discos de Mercano, sobres para uno de los críticos de cine que vive en el barrio y un muñeco de algodones con una sonrisa despintada. Afuera de las bolsas, sobre la calle, para otra mujer. Esta vez traen un paquete de pastas caseras y otro regalo de Navidad, ahora es un árbol.
“¿Viste, Julio –dice Marta–, no teníamos ninguno y ahora tenemos dos.” Julio le responde: “Y bueno –dice–: ¿qué problema hay? Uno lo ponemos adentro y al otro afuera”.
Palermo homeless
A las nueve y media en punto la familia se va. De regreso hay dos paradas. La primera para cenar, la otra en el depósito. La cena es a la vuelta del colegio, en una plaza. Esta vez de vuelta hay que esperar, sentados entre una fila larga de más carretas, diarios, adultos, ancianos y niños. De pronto, llegan tres mujeres, una con lentes, cargadas con dos heladeras de playa, termos con caldo, sandwiches y pizza caliente. “¿Estás seguro que vos no comiste?”, le desconfía una a uno de los chicos. “A ver –insiste– mostrame los bolsillos.”
En tanto uno de los hijos de Marta busca algún bar para conseguir un sobre de sal para ponerle al caldo. De vuelta, trae una caja de rabas. “¿De qué?”, pregunta Matías, pregunta Marta, pregunta César, pregunta Julio y al final Edgardo. Una caja de pescado.
Finalmente ahora sí, las carretas vuelven a la casa de Claudio. En las treinta cuadras de regreso, Marta para en una estación de servicio para usar un baño y Julio propone jugar un metegol, pero esta noche nadie lo deja. Falta apenas una cuadra para el galpón. En un rato, la familia irá poniendo las bolsas sobre la balanza. Pasan de a una por vez. Claudio las pesa. Ellos esperan. En los últimos dos días ganaron nueve pesos cada vez en las cinco horas de trabajo. Hoy la carga parece más grande. Claudio sigue midiendo. Marta controla.
u Papel de segunda, dice por fin, total 20 kilos.
u Papel blanco, total 9 kilos.
u Cartón, total 18 kilos.
u Diario, total 31 kilos.
u Cinco horas netas de trabajo, cuatro personas, total: 14,91.
Precio final.

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