SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Andrés E. Carrasco
En diciembre de 2009, en Santa Fe, un fallo de la Sala II de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial respaldó la demanda de amparo de Viviana Peralta dictada por el juez de primera instancia de San Jorge, Tristán Martínez, invocando el principio precautorio por la “falta de certidumbre científica” de la inocuidad de herbicidas sobre el medio ambiente y salud humana, y estableció un plazo de seis meses para que el Ministerio de la Producción de la provincia y la Universidad Nacional del Litoral demostraran que el uso de herbicidas no constituye peligro de daño grave e irreversible a la salud y al medio ambiente.
Recientemente, la comisión encargada por la gobernación del Chaco para evaluar el efecto tóxico de agroquímicos en la localidad de La Leonesa detectó una triplicación de cáncer en menores de 15 años y una cuadruplicación de malformaciones en toda la provincia del Chaco, que incrementó el índice de 19 casos a 85,3 por cada 10 mil nacimientos. El informe de la comisión oficial, que fue acompañado por la prohibición judicial de uso de agroquímicos en La Leonesa y Las Palmas, contradice el “informe Conicet” de julio de 2009 y las reiteradas declaraciones de funcionarios y cámaras empresariales, incinerando su credibilidad y la necesaria distancia que debe existir entre lo público y lo privado para preservar el interés público.
Ambos casos son notables porque representan el triunfo de las voces que desde hace años luchan por la intervención del poder público para frenar, en cientos de pueblos, el uso de agrotóxicos en uno de los experimentos de campo más notables del mundo. Voces que avanzan multiplicando sus demandas sobre el modelo de apropiación y debatiendo la salud ambiental y la defensa del derecho de la naturaleza.
En cualquier caso, la decisión de la gobernación del Chaco comienza a romper la complicidad impuesta desde organismos nacionales científicos y de salud hasta ahora escudados detrás de un locuaz silencio. Ese es el silencio del cual partimos y que debemos desarmar, comenzando por admitir la existencia de la emergencia ambiental y, más importante aún, por reconocer su causa: el modelo de apropiación de los bienes naturales y el impacto sobre la capacidad soberana del pueblo argentino para definir los ejes de su progreso.
Pero también sirve para abrir interrogantes sobre el conocimiento y su apropiación en relación con el ideal de “progreso”. Una idea que siempre es construida por los vencedores y a partir de su hegemonía cultural colonial. La evidente y cerrada resistencia en nuestro país a discutir los sentidos del desarrollo tecnológico, que contrasta con el proceso boliviano o ecuatoriano, se ampara en la virtud de ser parte de la globalización, apelando al elogio acrítico de la ciencia, que desdibuja su contenido histórico e ideológico y desconoce su relación con el poder económico que la promueve.
Por eso, la negación a discutir el sentido del desarrollo en nuestros países está indisolublemente asociada a formas y sentidos presentes en las políticas de conocimiento, destinados a sostener un modelo dependiente a medida de la lógica del mercado. Esta situación, que se hace cada vez más difícil, se quiebra ante la hipoteca que les impone a la naturaleza y a la destrucción del hombre, prisionero de la tecnología que él mismo produce. Confundir crecimiento con desarrollo humano lleva a no asumir los desafíos de la humanidad y a continuar apelando a la demanda y consumo, en una huida irracional hacia adelante. De allí que el discurso global se legitime, apelando a la virtud inmanente y a la neutralidad del conocimiento, prometiendo que los daños colaterales que ocasione, cada vez más claros y evidentes, serán resueltos con más tecnología como plantea la llamada modernidad reflexiva o capitalismo cognitivo.
A su vez conduce a la destrucción del sujeto crítico, al reemplazo de lo público por lo privado y la subordinación de lo político a lo técnico. Esta sustitución del conflicto (política) por la ciencia (solución técnica), más allá de su sabor tecnocrático y su pretensión de consensos políticos sometidos a la verificación científica, es siempre un camino a formas autoritarias de convivencia.
Quizás es hora de pensar el para qué, para quién y hacia dónde, de un conocimiento para el buen vivir de una sociedad más feliz y justa para todos, que necesitará sin duda de una ciencia y una tecnología que ocupen un lugar distinto. Construir un nuevo sentido que permita revalorizar el conflicto como parte de lo público sin mistificar el conocimiento como epifanía salvadora sino como instrumento sometido a la política, y recuperar el proyecto emancipatorio reconociendo otras modernidades posibles, para volver a la idea de construir pueblos felices, buscando su grandeza, pero sin sacrificios y sin dolor. Ya que eso es lo humano, lo natural y también lo científico.
* Investigador principal del Conicet; profesor de la Facultad de Medicina (UBA).
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