Vie 23.07.2010

SOCIEDAD  › COMO PARTE DEL BICENTENARIO, SE INAUGURO UNA MUESTRA ARGENTINA EN EL MUSEO JUDIO DE BERLIN

Un tributo en libros para que nadie queme más libros ni personas

Organizada por la Cancillería, la AMIA y el Museo Judío de Berlín, desde anoche funciona la muestra Vida judía en la Argentina. Un enviado de Página/12 recorrió los libros de homenaje, las placas y las columnas sobre la memoria. Aquí está su relato.

› Por Martín Granovsky

Desde Berlín

Una placa en la vereda recuerda a los tres hijos de René Epelbaum, Claudio, Lila y Luis. El texto dice: “Detenidos desaparecidos, 1976, por el terrorismo de Estado”. Y la firma: “Barrios por la memoria y la justicia”. La placa no está en Once o Barrio Norte, sino dentro del Museo Judío de Berlín. Lo que junta a la historia de los Epelbaum con Berlín comenzó anoche, cuando se inauguró la muestra “Vida judía en la Argentina, aportes para el Bicentenario”, una iniciativa del Gobierno y la AMIA en el centro de lo que fue la máquina asesina más poderosa y eficaz del siglo XX.

“Quisimos darles valor al libro y a la memoria”, dijo Guillermo Borger, presidente de la mutual judía argentina. “Y estos ejes se resignifican al exhibir esta muestra en Alemania”, dijo.

Magdalena Faillace, encargada de Asuntos culturales de la Cancillería, explicó que “aspiramos a brindar una imagen profunda y real de la Argentina de 2010, en la rica diversidad de su cultura, y por eso nos pareció imprescindible rendir un homenaje a la inmigración que con sus aportes, en un nuevo mestizaje, permite comprender con todos sus matices nuestra cultura en su identidad y en su universalidad”.

Cilly Kugelman, directora adjunta del Museo Judío de Berlín, piensa incluso más allá y relaciona el tango con los judíos en un sentido doble. Por un lado, el tango como melancolía de la inmigración. Por otro, el aporte de tantos músicos judíos emigrados de Europa al tango argentino.

Ese contrapunto es el que puede vivirse desde anoche, con la inauguración de la muestra en un Berlín de 30 grados, en la cajita de cristal donde funciona el salón de actos. Está junto al jardín donde abundan los tilos. Es el árbol de Berlín. Su fragancia, en estos días, le da uno de los pocos toques de aire verdaderamente libre a la recorrida por el museo. Es que la construcción fue diseñada con una arquitectura que se acerca a la claustrofobia, con largos pasillos relativamente estrechos y pocas chances de encontrar un espacio abierto. Una forma de reflejar el destino de los seis millones de judíos masacrados desde 1933, año de ascenso de Adolf Hitler al poder, y matados a escala industrial sobre todo desde la implementación de la política de solución final, es decir, de aniquilamiento.

Libros y personas

La muestra argentina tiene tres partes. Una desparrama libros con tapa correspondiente a judíos argentinos en un espacio que parece igual al de cualquier librería.

La otra consiste en columnas que juntan piso y techo de una sala del museo. En cada libro que se apila en las columnas dice en inglés, alemán y castellano: sin memoria todo se derrumba.

La tercera parte es una imaginaria biblioteca de subsuelo visible desde la superficie, a ras del piso.

En la sala está inscripta una frase del poeta romántico alemán Heinrich Heine: “Donde se queman libros, se acaba quemando personas”. Asombrosamente, no es de 1933, sino de 1820.

En la parte de la muestra con las tapas, valen éstas y las figuras que aparecen como autores, lo sean o no. En el desparramo de una librería de saldos aparecen los nombres del jurista Leopoldo Schiffrin, uno de los teóricos más importantes de la justicia internacional de los derechos humanos, y de su pariente Lalo Schiffrin, el pianista y compositor. También René Epelbaum, madre de Plaza de Mayo que murió en 1998 y fue clave en el trabajo internacional de las Madres desde el primer momento. René o Yoyi, como la llamaban sus amigos, usó su condición de profesora de inglés para facilitar los contactos. Y están Alejandro Romay, el filósofo Alejandro Barylko, el musicólogo Ernesto Epstein, el editor Jacobo Timerman (con una tapa de La Opinión sobre lo que después fue conocida como La masacre de Trelew), el escritor Noé Jitrik, el biólogo y genetista Alberto Kornblihtt o el economista Bernardo Kliksberg, el mayor experto latinoamericano en pobreza.

“Algunos nombres son muy conocidos y otros redescubrimientos o revelaciones”, explican Elio Kapszuk y Ana Weinstein, curadores de la exposición.

La referencia de Borger al libro en su presentación es una tradición judía que el presidente de la AMIA ya recordó el viernes 16 en el homenaje a las víctimas del atentado de 1994. “Los judíos son el pueblo del libro”, dijo en el mismo mensaje en que contó que su madre tiene grabado en un brazo el número del campo de concentración.

En rigor, el libro por antonomasia de esa frase es la Torá, las Sagradas Escrituras. Pero, ¿solamente la Torá? Para el ensayista George Steiner, “El pueblo del Libro” es una designación “al mismo tiempo gloriosa y ambigua”. Según Steiner, el nombre habla tanto de la inmersión judía en la textualidad como en los judíos constantemente errantes que fueron eligiendo, en distintos momentos de la historia, aferrarse a lo único que tenían cuando cambiaban de país e incluso cuando eran llevados a los campos de concentración, un caso en que la Torá era repetida una y otra vez, a falta de texto físico, por quien la supiera. Steiner recuerda que la palabra rabbi quiere decir maestro, y subraya que ninguna otra tradición religiosa contiene una liturgia con “una bendición para aquellos que tienen un sabio en la familia”. Pero más allá de la ortodoxia que alude literal o textualmente a la Torá, Steiner sostiene en su maravilloso libro Los logócratas que es “esta gran locura, esta adicción al saber y al juego del intelecto, lo único que puede al mismo tiempo justificar y asegurar el extraño prodigio de nuestra supervivencia milenaria”.

De 1933 a 2010

La primera gran quema de libros del nazismo es del mismo año en que Hitler ganó las elecciones, 1933. La escena es conocida, porque los nazis hacían un culto de sus propias atrocidades y –producto moderno al fin– se deleitaban filmándolas oficialmente. Donde comienza la avenida Unter der Linden (Bajos los tilos), en la ex Berlín oriental, el escultor israelí Micha Ulman diseñó un cubículo cuadrado debajo de la superficie. Se ven anaqueles desde la vereda, pero están vacíos. Ese vacío alude a la gran quema de 1933.

La muestra argentina se propuso, según sus organizadores, “llenar con libros esa biblioteca”.

Por eso diseñaron en la sala del Museo Judío su propia biblioteca subterránea. Desde la superficie se la ve llena de libros de lomos multicolores. Es más pequeña que la de Ulman en la August-Bebel Platz cercana a los tilos.

A pocos metros se ubican las columnas con sus leyendas sobre la memoria.

El conjunto tiene varios focos de atención. O los libros desparramados o la biblioteca subterránea o las columnas. Y en la única pared cubierta de objetos, porque la mayoría de las paredes del Museo Judío de Berlín están libres y se debe mirar constantemente hacia arriba o hacia abajo, varias pantallas proyectan películas como El abrazo partido, aquella donde hay tanto derecho a recordar a los actores como a la torta de miel que aparece como la estrella de varias escenas.

La larga vereda con placas, que también deben leerse de manera obligatoria de arriba hacia abajo, desde la posición de parados de los visitantes hacia el suelo, combina la reproducción de los homenajes a los desaparecidos en varios barrios de Buenos Aires con otras de muertos en campos de concentración y con las víctimas de la AMIA. Están los hijos de René Epelbaum y está Cristian Begtiar, el hermano de Marina Begtiar, la mujer que habló junto a Borger y el juez Baltasar Garzón en el último acto por la AMIA y llevaba puesta una remera con el número 25, una de las 85 víctimas de la bomba que hizo pedazos la mutual judía.

Años

En la otra pared donde el vacío no es lo único que llama la atención, un friso muestra en paralelo lo que ocurría en el mundo, qué pasaba en la Argentina y cuáles eran los hechos salientes de la vida judía en ese momento.

Un año, tomado al azar, es 1891.

En la parte mundial aparece destacado el nacimiento de Antonio Gramsci, el italiano que terminaría escribiendo en las cárceles de Benito Mussolini algunos de los textos más refinados del marxismo, todo eso, claro, antes de ser demonizado por el integrismo argentino como la encarnación de las desgracias nacionales.

La historia argentina revela la fundación del Banco Nación.

En el sector de vida judía se destaca la actividad de la Asociación de Colonos Judíos, que con el barón Hirsch a la cabeza organizó las primeras oleadas de la inmigración judía organizada por la que campesinos con hambre del centro de Europa se convirtieron en argentinos nuevos con suerte diversa, en algunos casos, oi oi oi, incluso buena.

Y aparece también mencionado el nacimiento de Alberto Gerchunoff, el autor de Los gauchos judíos.

El piso que rechina

El verano berlinés empujó a varios nativos fuera de la ciudad. Andan por Irlanda, o Italia, o el Cusco, o alguna esquina de San Telmo. Pero el verano europeo convierte a esta ciudad alemana que quiere competir otra vez con París, como sucedía antes de la crisis, la hiperinflación y el nazismo, en una meca turística que incluye en muchos casos el Museo Judío.

Es probable que muchos pasen por la sala argentina o por interés propio o porque está en camino a una instalación famosa: la que permite pisar pedazos de hierro y escuchar los sonidos.

El diseño de esta sala hace que quien entre pise hierros con forma de cara con expresiones. Serán emoticones herrumbrados, y colocados en desorden como tirados a la marchanta. Caminar por encima de las caras produce un sonido particular: el sonido típico de las ruedas de vagón cuando golpetean contra los rieles. La explicación del museo es que el sonido imita el ruido de los vagones que llevaban los prisioneros a los campos de concentración. Parece una alegoría similar a la que utilizó Claude Lanzmann, cineasta y discípulo de Jean-Paul Sartre, en su película Shoá. En una escena sólo se ve a Lanzmann y a un viejo maquinista sobre un tren desvencijado. El viejo habla y cuenta como en una letanía, y Lanzmann pregunta con neutralidad, dejando hablar a la fuerza de los datos y las sensaciones: es el mismo tren que llevaba a los prisioneros al campo de Auschwitz y el viejo es el mismo maquinista que cuenta cómo era el camino y cómo funcionaba el tren.

Berlín no puede –y el museo Judío por otra parte no quiere– escapar de estas alegorías. Pero si uno se interna en otros sectores del museo puede descubrir elementos complementarios a la muerte y su industrialización como condición de eficacia masiva. Además de la sala argentina inaugurada ayer, funciona otra sala extranjera, dedicada a la participación de los judíos en los comics.

Naturalmente aparecen Mad y Maus, y los textos aclaran que el humor gráfico es un fenómeno típico de los Estados Unidos entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en medio de la competencia entre los gigantes Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst. Los textos dicen, también, que el humor se expandió junto con la inmigración, no sólo judía, sino irlandesa, italiana y alemana.

Y cuando avanzan en el tiempo, las explicaciones subrayan la importancia de un año: 1961. Es el año del juicio a Adolf Eichmann, luego de que un comando israelí lo secuestrase de su escondite argentino. La hipótesis es que ese juicio liberó entre los judíos de todo el mundo la expansión de novelas, autobiografías y relatos históricos. No lo dice, pero así se lee: es como si hubiera sacado una tapa. Como si una liberación de sentimientos se hubiese producido después de ese juicio, que marcó la segunda oleada de juzgamientos luego de los juicios de Nuremberg en 1945 y 1946.

Con perdón

Y ahora, al final de esta crónica, con todo respeto y cierta duda por las reglas del oficio, el periodista que escribió deja la tercera persona y pasa a la primera para preguntarse lo siguiente: ¿cómo hago? Eso: después de la muestra, ¿cómo hago para volver a la Argentina? Soy judío y no figuro entre los 200 judíos argentinos elegidos. Mi mamá no parece muy ydishe mame, pero ustedes saben que toda madre judía en el fondo lo es. Me puede preguntar: “Y vos, nene, ¿qué hiciste mal para no estar entre los 200?”. O también me puede decir: “Querido, qué mal esos que organizaron la muestra. No te pusieron”. Ojalá que diga lo último. Porque si me pregunta qué hice mal, adiós varenikes.

martingranovsky.blogspot.com

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