Dom 25.07.2010

SOCIEDAD  › COMO FUNCIONA LA CAPTACION DE MENORES PARA DELINQUIR, LA COBERTURA POLICIAL Y LOS CASOS

Reclutadores de mano de obra cautiva

Aparecen como victimarios pero primero son víctimas. Los casos Urbani, Arruga, Capristo, Barrenechea. Cómo presiona la policía, cómo actúa el reclutador. El destino fatal si se quieren abrir.

› Por Horacio Cecchi

El caso Urbani, donde dos adolescentes menores de edad están condenados, puso en evidencia el accionar de los reclutadores.
Imagen: Télam.

“(...) Respecto del “P.” sabe que vino un señor pelado y le dijo a D. si querían ir a robar y a los otros pibes, ellos no querían ir y les dijo que los acompañe, se pusieron a tomar cerveza y no volvieron más.” La cita es un textual del fallo del tribunal 3 de Responsabilidad Penal Juvenil que el domingo pasado condenó a dos adolescentes por el crimen de Santiago Urbani. Corresponde a un testigo del caso, vecino del barrio de Garín donde viven los dos chicos condenados. El “señor pelado” al que hace referencia es, según la investigación, Oscar Alberto Pérez Graham, de 43 años y el único prófugo del caso. Los que “se pusieron a tomar cerveza y no volvieron más” son los dos adolescentes condenados y un tercero, Emiliano Herrera, de 20 años, que tendrá su juicio ante un tribunal de adultos. No fue la única vez que el Pelado fue mencionado. A lo largo de las 150 carillas del fallo, los diferentes testimonios hicieron blanco en su presencia en el robo, en otros robos, en la lógica del reclutamiento, en la zona liberada por la policía de Tigre y en el conocimiento que tenía la policía de Garín sobre sus actividades.

No es el único caso de reclutamiento de menores de 18 años. Las páginas policiales (no las periodísticas) están tapizadas de historias que jamás saldrán a la luz porque forman parte del accionar cotidiano, enmascarado debajo de los reclamos de mayor seguridad en los que curiosamente están comprometidos los responsables de esas policías. El caso Capristo, el caso del ingeniero Barrenechea, el de Luciano Arruga, casos en Mar del Plata, otros en La Matanza, algunas versiones que apuntan a Bariloche, el caso Piki, en Balvanera, probablemente los casos de Demonty en el Bajo Flores y los más recientes de Kiki y Jonathan en Mataderos. Según los expertos, todos los casos tienen al menos cuatro denominadores comunes:

1

El adolescente reclutado de sectores marginales es fácil mano de obra barata y literalmente cautiva porque una vez que acepta le resultará imposible abrirse. Si no acepta (Demonty) o se abre (Kiki y Jonathan), sobrevendrá la muerte o desaparecerá (Arruga).

2

El reclutador, un adulto con ascendencia sobre los adolescentes, que puede ser particular, un policía o dado el caso una comisaría.

3

El paraguas policial, zona liberada o como quiera llamarse a la inactividad de la fuerza de seguridad encargada de dar seguridad en la zona donde se cometerá el asalto.

4

Producido el hecho, los mecanismos policiales rápidamente pliegan la mirada sobre los adolescentes, los únicos responsables visibles al público que reclama mayor seguridad fogoneado por los sectores manoduristas. En todos los casos, el Estado está ausente en su faz social y aparece brutalmente en su faz mediáticopunitiva. Mientras las autoridades no atraviesen transversalmente la lógica del funcionamiento, el sistema continuará.

“La relación se va generando naturalmente en el barrio. Los chicos están muchas veces en el delito –sostiene el secretario de una fiscalía–. Están en el robo mínimo, los vecinos los denuncian, viene la policía, lo identifica, pero tiene una actitud condescendiente. ‘Te perdono la vida y hacé lo que yo te digo’, es el pacto. A veces consiste en sacarle una parte de lo robado, otras en el pago con paco, con pastillas o drogas. Si no quieren, empieza el hostigamiento. Los levantan una vez, en averiguación de antecedentes, muchas veces, sin que eso signifique delito alguno, pero en la mente del chico ya está en manos ajenas.”

Como sostuvo Claudia Cesaroni en una entrevista de este diario el domingo pasado, nadie los ve como víctimas sino como victimarios. Salvo que no aparezcan con vinculación delictiva sino como Ezequiel Demonty, Kiki Lezcano o Luciano Arruga, muertos o desaparecidos. La lista de sus nombres exceden el espacio de esta nota. Son muchos y la responsabilidad estatal y de los adultos es mayor aún.

En octubre de 2008, el juez platense Luis Arias, ante un hábeas corpus presentado por el defensor del fuero Juvenil Julián Axat, prohibió a la Bonaerense detener a menores de 18 para averiguación de antecedentes. Pocos días antes, Piki asaltaba con un cuchillo una farmacia porteña y llamaba la atención de un ejército de policías armados y cámaras que buscaban noticias. El susurro policial a los medios, que repetían esa información, era que se trataba de un peligroso delincuente con una docena de entradas. No decían que esas “entradas” se trataban de búsquedas de paradero, entrega en domicilio (como denominan a la devolución a los padres) y persecuciones por un porro.

El fallo de Arias reveló el soporte de la lógica que apunta a los adolescentes: el ministro de Seguridad Carlos Stornelli apeló la medida y la Cámara la revocó. Un año después, el tira y afloje con el juez seguía. De hecho, Arias denunció públicamente que la Bonaerense reclutaba menores para robar. Casal, todavía uniministerial, lo conminó a que presentara casos. Arias presentó 23 casos investigados en los cuales las fiscalías no avanzaban o archivaban pese a que las denuncias eran concretas, presentadas por familiares o vecinos, o los propios chicos perseguidos. La polémica siguió con Stornelli, por entonces responsable del área policial. Pero la sorpresa llegó de la propia fila. En diciembre pasado, dos meses después del crimen de Urbani, Stornelli denunció ante la Justicia que los asesinatos de Renata Toscano, Claudia Almirón, Ana Castro, y las heridas a Claudia Pitti, todos en la zona sur del conurbano, eran cometidos por adolescentes reclutados por policías, lo mismo que había denunciado el juez Arias pero que fue discutido por Casal, Stornelli y el fiscal Marcelo Romero.

El caso Urbani es una radiografía excelente de la lógica de reclutar menores, válido para cualquier jurisdicción policial. Es al menos curioso que ninguno de los más altos responsables de la Bonaerense no hagan la menor mención a semejante despliegue de testimonios durante el juicio, y que desde los medios sólo se consulte la empañada versión oficial.

Los testimonios lo demuestran. Desde la casa de Urbani llamaron al 911. Sus familiares reconocieron la demora policial. Sostuvieron que primero llegó un motociclista de Prosegur, luego una ambulancia, a la media hora un policía y luego varios patrulleros. No fueron los únicos. Los vecinos en cuyo garaje Santiago guardaba el auto también llamaron, pidieron urgencia y coincidieron en la demora. Y una vecina llegó a asegurar que “el barrio es tranquilo, nunca pasa nada”, pero que en pocos días sucedieron varios hechos, incluyendo un breve secuestro. “Que la zona es segura –sostuvo la testigo, que para ella venían preparando la zona y la policía la dejó liberada, la seccional de Tigre la dejó liberada, que está todo custodiado y ese día no había absolutamente nada (...). Hubo cosas que pasaron muy seguido y eso fue raro. Que la policía tardó unos 15 o 20 minutos, tiempo para que se fueran. Que cuando pasaron los otros hechos el personal policial tampoco estaba.”

Para colmo, la inoperancia aportó su duna de arena: el Renault 18 en el que llegó la banda del Pelado Pérez y que quedó abandonado frente a la puerta, había sido robado esa misma noche en Garín. Extrañamente, los Bonaerenses declararon que el auto no tenía pedido de secuestro. La esposa del dueño del Renault 18 dijo que había concurrido a la comisaría de Garín pasada la medianoche, dos horas antes del crimen de Urbani, pero no le tomaron la denuncia y le pidieron que regresara “a la mañana temprano”. De todos modos, antes de ir a la comisaría, la mujer llamó a la policía y un oficial que llegó en un patrullero le tomó los datos y delante de ella los transmitió por la radio, tal como consta en su declaración. Si efectivamente estaba registrada, la negligencia bordea la complicidad. Si no, al menos es inoperancia y complicidad por omisión.

Peor aún, de los testimonios policiales surge que la actividad del Pelado Oscar Pérez Graham era conocida, “un levantador de autos con yuga”, lo describieron por la particularidad de que abría los autos con una ganzúa y sin romper los vidrios. A tal punto era conocido (ya había sido detenido por otros robos y había tenido persecuciones hasta la puerta de su propia casa, sin que pasara a mayores) que en la investigación posterior, las hipótesis lo apuntaban a él o a dos hermanos en la actividad porque no usaban el método de la yuga.

El Pelado, tal como relataron los vecinos del barrio de los dos adolescentes, los convocaba con pastillas, cerveza y drogas. El día del crimen fueron varios los testimonios que lo describieron tocando la bocina y llamando a los tres que participaron. Sin embargo, de ningún discurso oficial surgió que la responsabilidad principal recayera sobre el reclutador ni mucho menos sobre sus socios uniformados. Massa atinó el primer día a pedir el desplazamiento de dos policías del 911. Casal cargó contra los jueces: “Los magistrados tendrían que dar explicaciones de sus fallos”, dijo en una entrevista dos días después del fallo.

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