Mar 07.01.2003

SOCIEDAD  › LOS EXTRANJEROS QUE VERANEAN EN LAS PLAYAS ARGENTINAS

Ese país tan extraño y tan barato

Los turistas del exterior eran una rareza en Pinamar. Ahora ingresan seis o siete por día, tentados por el cambio. Vienen de Europa y EE.UU., pero también de Israel y Nueva Zelandia.

› Por Alejandra Dandan

Desde Pinamar

Ellos son algo así como los bichos raros. Llegan por unos días, se alojan en los hoteles más baratos, andan con euros o dólares y, en general, prefieren el perfil bajo. A primera vista tienen el estilo de los cultores del turismo militante o de los empecinados con el descanso antropológico. Pero no. Son ingenieros, gerentes del mundo de las finanzas, ambientalistas o simplemente estudiantes. La matriz en común son los lugares de procedencia: ingleses, israelitas, alemanes, franceses, suecos, neocelandeses y, los más excéntricos, norteamericanos. Hay tres razones de su presencia: “Las mujeres, la carne y, lógico, el tipo de cambio”, sugiere uno de ellos. Hasta hace unos años, Pinamar contaba a tres o cuatro turistas extranjeros por semana; ahora, en medio de un país devaluado, la proporción está quintuplicada. Aunque no hay estadísticas oficiales ni bases de datos capaces de contarlos, en las oficinas de la Secretaría de Turismo hablan de una afluencia de entre seis y siete al día.
Gabriel Gubimelli es uno de los italianos semiperdidos en esta parte del globo. No habla español, hace colas de dos horas para conseguir algo de cambio confiable y pasa varias horas así, monitoreando los alrededores de las playas como las jirafas. “Te lo dije –repite–: carne buonísima, mujeres bellísimas, todo costa poco y esisten tanti italiani come en casa.” Gabriel está alojado en el Sardegna, uno de los hoteles de dos estrellas de la zona poco acostumbrado a tanto extranjero instalado en casa. Angel Deias, uno de sus dueños, intentó resolverle varias cuestiones, desde el idioma, las traducciones, la selección de lugares cada día más baratos y hasta la búsqueda de un auto. Llamó a las agencias de alquiler de Pinamar, después a las de Gesell, probó en Madariaga y hasta en Mar del Plata: “Nada”, le dijo por fin, antes de reiniciar llamados y pedirle que por favor, esta vez aceptara, por unos días, una lindísima bicicleta. “Ma per che –pregunta ahora Gabriel, que no es Gabriel sino Gabrielle–. ¿Hay tante casa lujosas en estos lugares? ¿Ma per che estos precios?”
Aquellos que durante la temporada están ubicados detrás de los mostradores sabían que el verano iba a explotar, literalmente, de gente. Consideraban al segmento de los porteños acorralados por el dólar, a los turistas del interior del país, a los de siempre y tal vez a los chilenos o brasileños entusiasmados con el dólar. Hacia noviembre organizaron reuniones con operadores turísticos de Chile para ofrecerles propuestas con promociones alternativas, pero aquella afluencia de público aún no ha llegado. “El mes de feria en Chile no está concentrado en enero sino en febrero”, dice una de las voceras de turismo, especulando con una próxima llegada. En tanto, quienes aparecieron son otros, los de los lugares más insólitos, los que llegan con tonos más extraños, los que convierten a los bares en una suerte de Babel encantada y llegan buscando una especie de ensayo del planeta argentino, más homogéneo, más tranquilo, más brillante. Donde, dice Gustavo Betelú, uno de los ex radicados en Nueva York, “los cartoneros todavía no consiguieron pasaje”.
Para Karen Kundig, eso es “constrast”. Neoyorquina de origen, casada con un argentino radicado allí desde hace veinte años, ha aprendido a
recalar en este lado del continente al menos una vez al año. Esta vez, llegó con unos amigos ingleses directo al viejo Hotel Ostende. “¿Qué nos interesa? –dice, y enumera–: Los chocleros en la playa, los que venden... ¿cómo se dice? ¿barquillos? Esas cosas que no son de un cartoon pero se le parecen.” Lo que para los locales son faltas, para Karen y Edgar Betelú son parte de un cuento de hadas descubierto en alguna de las ediciones del Time Out para momentos de descanso: “Es como meterte en una película de principios del siglo pasado, en esas tierras que el tiempo haolvidado”. En esas tierras, la relación con Nueva York parece simétrica: “Allá no se puede hacer nada por cuestión de reglas, acá –dice Karen– todo es más anárquico, como en un desastre potencial, pero interesante”.
La Argentina, especialmente estos parajes de la costa, funciona como una alternativa excepcional en varios sentidos. El esencial es el dinero. “¿Por qué no Brasil?”, pregunta una de los holandesas antes de disparar aquello de que si bien lo pensó, abandonó el proyecto cuando descubrió las diferencias: “Pero es que esto es increíble, increíble”, dice el holandés, de nombre Joep van Gorp, ejecutivo de una de las organizaciones de Trabajadores de Recicladores medioambientales. “Es que no puede ser –se desespera en un español resbaloso–, todo aquí es la media de la media.” La media de la media es la métrica con la que mide el tipo de cambio: un agua mineral en Amsterdam, dice, cuesta cinco veces más y cuando tomo un taxi, cualquier recorrido me sale diez euros. En algo de eso piensa también Edgar Betelú, el argentino que regresa cada tanto a estas pampas: “Los precios son tan baratos que son absurdos: te impresiona, sí, pero -aclara–, te impresiona mal todo esto”. Edgar se sorprende cuando entra a alguna de las tiendas, observa precios, revisa y se lleva cinco camisas: “Claro –dice–, al rato, cuando volvemos, el vendedor sale a la puerta feliz sólo para saludarnos”.
Joep, el holandés defensor del medioambiente, está ahora en la playa, con una cámara y una tarjeta en la mano: Joep & Anita, dice allí donde aparece señalado el nombre de su mujer, Anita Breedijk, más morena, más aplacada y en este mismo momento tomando sol en la playa.
–Che, che –se preguntan los vecinos de carpa–, ¿hablan en inglés?
Y siguen cada vez más intrigados:
–Che –se codean–, ¿quiénes son?
Y vuelven:
–¿¿¿Son turistas??? ¿Turistas? ¿Les podés preguntar qué hacen en la Argentina?
Los Perea y los Selasco son las dos familias que juegan de locales. Ellos mismos no están en Pinamar a desgano, pero son parte de los acorralados que han terminado este verano fronteras adentro: “Somos el caso típico”, dice Teresa Perea, abogada, porteña, con diez años de vacaciones fuera del país, especialmente en el Caribe y algunas veces, aclara, Punta del Este. “Porque, pensando en términos objetivos –dice ahora Roberto–, la verdad, acá hace frío, se nubla, el agua no es como en Brasil. ¿O me equivoco?” La holandesa, en tanto, trata de comprender el idioma. Les habla en inglés, alguno de los locales interpreta, comenta y traduce: “Mmmmm –dice–, claro...” “Y sí –dice por fin–, esto es very barato.” En la síntesis, el intérprete ha descartado varios datos. Además de los precios, los holandeses llegaron para visitar la tierra de una de sus nietas, en el camino optaron por algunos viajes, entre ellos una temporada en la playa. Pensaron en Mar del Plata y la abandonaron por “very grande ciudad”, se decidieron por la geselliana Mar de las Pampas, pero la descartaron por “very pequeño pueblo” y terminaron en Pinamar, donde todo, dicen, es “típicamente argentino”.
Stefanie Ganger, en cambio, es una de las alemanas típicamente alemanas. Turista rutilante, diario personal en mano, literatura de ficción en español, de paso por Pinamar y camino hacia Bolivia en los próximos días. Llegó guiada por quienes en Buenos Aires le hablaron de los lugares habituales de los jóvenes. Preguntó por alojamientos en la Secretaría de Turismo, consultó y recaló en el albergue de estudiantes, lo más barato, dice, 18 pesos la noche: “¿Precios? Caro, muy caro –dice–, pero, claro yo estoy viniendo de Bolivia”. Lleva cuatro meses trabajando en un estudio sobre los pobres más pobres de la tierra. En Pinamar no le interesan los chicos, los ruidos ni esa extraña “forma de chequearte –dice– que tienen los argentinos”. Stefanie no sabe muy bien qué pasa alrededor, ve pasarlas 4 x 4, las mansiones arboladas, los niños con lentes oscuros, la temporada: “Porque es extraño –piensa repasando imágenes mentales–, ¿esto no es parte de Latinoamérica? ¿O me equivoco?”
Tal vez esta ciudad está en otro mapa.

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