Dom 22.08.2010

SOCIEDAD

Patovicas derechos y humanos

Los “controladores” de boliches toman un curso obligatorio sobre derechos, impulsado por el padre del chico muerto en 2006.

› Por Horacio Cecchi

A Petete no le va a resultar fácil entrar en el aula. Es poco el espacio que hay porque el aula es chica y los ocupantes, grandes. Las sillas se apretujan una contra otra, no dejan resquicio entre sí, no hay hendijas entre tanta desmesura de brazos y hombros expandidos, regalos de la naturaleza tan ostentosa y desigual en el reparto. Petete, barba candado, humanidad de crecimiento pistoneado en el gimnasio, un alambre de púas tatuado intentando rodear su brazo derecho, que de tan grueso se confunde con el izquierdo (que es igual de grueso). Corte de pelo prolijo, corto en las sienes, las puntas engominadas hacia arriba cepillan el cielo, a la moda según parece porque es un calco del resto, los otros 24 que asisten al curso. Son todos patovicas, patovas, controladores en su decir correcto. El curso es pura sorpresa. Porque entre los patos hay una pata; porque lo lleva una docente; porque el curso fue impulsado por Oscar Castellucci (padre de un chico muerto por un patovica); porque los grandotes parecen buenos. Vamos, seamos sinceros, ver semejantes humanidades impulsa al estigma. Y una de las prioridades del curso es que los patovicas aprendan a dejar de serlo.

Petete ya se ubicó, chancea, es simpático, entrador, y pese a su volumen que empequeñece la silla, opina y hace reír al resto. Pese a su volumen... la caricatura ya es estigma. La barba candado, el volumen de Petete o cualquiera de ellos, su función laboral, y cualquier escándalo en la puerta de un boliche (si hay víctimas, mejor), los deja en la mirada de la sociedad a través de la lupa de todos, los hace carne para las fieras, tengan o no tengan que ver con el concierto. Su volumen, como el del resto de los presentes (menos el de la docente, el de la fotógrafa y el de este cronista), hace a su función pero no al carácter ni a las creencias de quien la aplica. En otras palabras, el patovica es grandote porque en caso contrario nadie lo contrataría. De allí, de la faz preventiva del volumen, a que anden repartiendo golpes hay un trecho. El curso busca estirar distancias en ese aspecto.

La crónica se desarrolla en Quilmes, a pocas cuadras de la estación. “Es un lugar prestado”, justifica Juan José Tagliaferro, tesorero del gremio cuya denominación, Sutcapra, es un párrafo aparte. Primero hay que decir que el aula es un sitio en el que se imparte provisoriamente un curso público y gratuito, impartido por docentes bonaerenses y con programa oficial. Lo de provisorio no es por la duración del curso, sino porque nadie imagina una escuela o universidad pública con título oficial que se dicte en lo de un amigo.

Es cierto también que las humanidades de los alumnos ayudan a ver todo en dimensiones pequeñas, por aquello de la comparación. Así, la puertita de entrada desde la calle, la escalerita que sube hasta el pasillito que lleva al aulita. De todos modos, y aunque a caballo prestado tampoco se le miran los dientes, el aulita prestada es pequeñita por características propias y anteriores a lo descomunal de sus actuales ocupantes, lo que hace todo más apretado y difícil si se tiene en cuenta que el curso logró en su día inicial un sorprendente éxito entre las filas del gremio y la clase se da a salón, perdón, salita llena.

Pueden existir muchas motivaciones, pero que el curso por ley sea obligatorio y que Sutcapra lo dicte en forma gratuita son dos razones creíbles para tan alta (y no gran sino grande) concurrencia. Aunque el cupo estaba pensado para 25, este jueves eran 30, y para el caso no es que cinco más no se noten. Sin lugar, algunos se asomaban por la puertita. Adentro, la licenciada en Trabajo Social Mariela Diloretto, docente de la UNLP y de la Universidad de las Madres, desarrolla el primer módulo, “Comunicación y resolución de conflictos” según revela el programa y anticipa que tiene una carga horaria de 40 horas. La idea del módulo es amplia, pero se sintetiza en “prevenir un posible conflicto, de manera reservada, expeditiva y no violenta (en lo gestual y/o verbal) –añade entre paréntesis– sin incurrir en discriminación alguna y priorizando el bienestar del público concurrente, sin generar o responder con violencia verbal y/o física”.

A priori, leer la propuesta e imaginarlos atormentados por intentar contener la violencia, y en resolver conflictos sin golpes, no es difícil. Y es caricaturesco. Pero entrar al aulita, sentarse y escucharlos, sorprende. ¿A quién? Al estigma. La clase es llana, en términos coloquiales. Diloretto se los lleva puestos, se acerca a ellos, les convida su paquete de pastillas que circula y vuelve vacío. Hay risas. Todos se presentan, primero ella, y uno por uno va diciendo su quién soy. Dicho ante otros iguales a veces lo hace más fácil, pero para quienes siempre aprendieron que no es hablar sino poner el cuerpo, la tarea de decirse tiene sus rincones. El curso y Diloretto van en ese otro sentido, que se puedan decir a sí mismos. Se escucha, soy Raúl o soy Pepe, o tengo cinco años de experiencia, o estoy sin trabajo, o estoy en un restobar, o el boliche está quemado de tanta clausura, o trabajo los sábados en el boliche de la costa, o es un lugar tranquilo hasta las 4 cuando “se empiezan a poner en pedo”. Ríen, comentan con certeza la hora pico nocturna, charlas de colegas. Uno, sentado en el fondo que igual es cerca, no puede hablar, no le sale, se traba, mira hacia abajo y calla. Otro, al lado, lo ayuda y habla por él. Las edades son variadas. Unos cuantos de 19. Otros, 45 a 50. Hay trabajadores municipales, albañiles, un par de masajistas, la pata, la única alumna en el curso, escucha interesada y cuenta su historia. La mayoría reparte su humanidad en varios empleos, pocos son fijos, hay mucho trabajador irregular, provisorio. Uno solo estudia para ingeniero civil y encontró el hueco laboral como controlador nocturno.

La docente lleva la clase hacia la idea de discriminación, pero la sostiene en la sociedad actual, en la separación cada vez mayor entre ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Aparecen comentarios porque son varios los que quieren participar. Está el canoso, municipal, con remera heavy, que dice que “el problema es que desapareció la clase media”, y Petete que agrega que en su lugar de trabajo “los pibes se dividen en chetos y villeros y los problemas empiezan cuando a determinada hora se ponen en pedo y se trenzan, porque cada clase tiene su manera de tomar”. Lo dijo Petete.

También hablan sobre la violencia que los trasciende porque la sociedad “está muy violenta”, y uno que siempre intervino, masajista y auxiliar de kinesiólogo además de patova, asiente. Desde la primera fila dicen que “siempre hubo ricos y pobres, lo que pasa es que ahora a esa diferencia se le agregan la violencia y la droga”. “A fuerza de a ver a su padre trabajar –dice–. Si es pobre, porque no consigue trabajo, y si es rico, porque a su padre no le hace falta. Y el que ve a su padre trabajar no lo ve nunca. La escuela ahora marca diferencias, depende del lugar donde esté, ahora es un espacio desbordado por necesidades de emergencia.”

Y lleva una anécdota, una historia real, porque trabaja además con grupos de asistencia a adolescentes. “Un pibe de 18 años, con algunas entradas, muy desamparado, le pregunté qué le gustaría, pensando que diría ‘quiero la moto de tal’ o ‘meterme con tal modelo’. Pero no, dijo, ‘quiero ser arquitecto’. La sorpresa fue impresionante.” La anécdota desató la indignación entre los patovas, murmullos y comentarios del tipo “ese pibe aunque quiera no va a poder porque el sistema no lo deja. A esos pibes hay que ayudarlos porque no pueden”. No lo dijo Petete, lo dijo cualquiera, Petete había salido trabajosamente. Al rato termina la primera clase. La salida, como la entrada, es libre, no hay patovas en la puerta.

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