SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Rafael Gentili *
El reciente anuncio del ministro Guillermo Montenegro de incorporar a las empresas privadas de seguridad como auxiliares de la Policía Metropolitana (tarea a la que luego se sumarían taxistas y kiosqueros) confirma que la política de seguridad pública en la Ciudad se planifica y se dirige –peligrosamente– al ritmo de la improvisación.
De hecho, no está previsto en el Plan de Seguridad Pública 2011 que el Ejecutivo envió a la Legislatura. Más allá de esto, la idea en sí misma es equivocada porque implica un recorte a los derechos de los trabajadores de vigilancia, una superposición entre controlador y controlado, y un modelo fascista de seguridad.
La incorporación de una tarea de vigilancia pública a las obligaciones de los vigiladores privados sin ningún tipo de plus o contraprestación pecuniaria devela un mecanismo por el cual son los trabajadores quienes terminan llenando un déficit de la acción estatal con más explotación. Muy Pro, sin duda.
Por otra parte, la superposición entre controlador y controlado es tan obvia como preocupante. El gobierno está tercerizando en empresas que el mismo ministro debería controlar, tareas de vigilancia que hacen al monopolio del Estado de la seguridad pública, confundiendo los roles. Un chico de ocho años cuando juega al poliladron o a la escondida entiende perfectamente este razonamiento y la perversión de un juego en el que se confundieran los perseguidos y los perseguidores. Esta política sólo puede entenderse en el marco de una Policía Metropolitana en donde la mayor parte de su plana directiva ha estado –o seguiría estando– vinculada con empresas de seguridad privada. Tal es el caso de Miguel Angel Ciancio, superintendente de Seguridad y Policía Comunitaria de la PM, quien fue director técnico de JSA Security SA, una empresa especializada en seguridad hotelera que actualmente provee de sus servicios a catorce hoteles de la ciudad; de Eduardo Martino, superintendente de Comunicaciones y Servicios Técnicos, ex director técnico de Alesa SA, cuyas propietarias son sus parientes María Florencia y Camila Martino, de Roberto Bernardino Barbosa y Esteban Adolfo Sanguinetti. Y de Héctor Barúa, virtual segundo jefe de la fuerza y ex socio de Aquiles Gorini, titular de la Cámara que agrupa a estas empresas y con quien, casualmente, Montenegro firmaría el convenio de colaboración.
Por último, la inclusión de civiles en el ejercicio del control social como definición del Estado oculta bajo un velo “comunitario” una dinámica de delación y sospecha que, lejos de resolver la conflictividad social desde una lógica de seguridad ciudadana, profundiza la paranoia social en torno del delito. Cuando Montenegro presenta la medida y dice que “este sistema está copiado de distintos lugares del mundo, donde hay sectores de la población civil que comparten este tema con la actividad pública” se refiere a la Guardia Nacional Italiana promovida por el primer ministro Berlusconi, a la que el Partido Demócrata italiano definió con razón como un golpe al corazón y a los principios de toda democracia liberal.
Una vez más, seremos las fuerzas de oposición y de la sociedad civil las que, por imperio de la cordura y la razón, debemos hacer desistir al desorientado ministro de sus ideas efectistas y disparatadas.
* Legislador porteño, Proyecto Sur.
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