A contramano de la invasión turística, los pescadores nocturnos tienen su espacio entre la playa La Perla y Punta Iglesias. Allí, entre las piedras, aprovechan la marea alta y disfrutan esa isla de paz hasta que sale el sol.
› Por Emilio Ruchansky
Desde Mar del Plata
A diez minutos a pie del Casino Central, en el Paseo Dávila, donde los turistas van a ver el mar chocar contra las rocas, se posiciona el pescador nocturno. Estaciona el auto, si lo tiene, saca su reposera, planta sobre el resguardo de la rambla el tacho de pintura donde junta la pesca y prepara la carnada antes de sacar la caña. De fibra, siempre; porque las cañas de madera que se arman de a tramos ya son obsoletas. “Si no, lanzás y te quedas con media vara en la mano”, dice Marcelo, un comerciante de 40 años, marplatense, como la mayoría de los que vienen a este rincón a tirar la caña cuando baja el sol.
¿Y por qué de noche? “No lo sé, no me preguntes. Es así y listo”, responde, luego de lanzar el anzuelo al mar. Aunque suele venir solo, como el resto, está vez llegó en familia. En verano, dice, saca pescadilla, corvina, raya, congrio, brótola y pez elefante. Los dos primeros van directo a la parrilla, si el peso es bueno; la raya se devuelve y la brótola se puede preparar guisada, a la cacerola. Sólo los come él: a nadie en su familia le gusta el pescado. “Lo mío es más la pesca deportiva”, dice.
Si el clima acompaña, bien, y si no, también. El pescador nocturno está comprometido y obsesionado con la oportunidad que merodea bajo el agua, por más picado que esté el mar. De hecho, acaba de llover fuerte pero pocos se han ido. Cuando la marea lo permite, varios pescadores bajan hasta las rocas, “a los balconcitos”, para tirar el anzuelo lo más lejos posible y fundirse en esa oscuridad abismal, que no permite distinguir el cielo del mar.
“Vengo para despejarme. O para pensar en las cosas que pasaron en el día. Podría quedarme en casa jugando al Tetris también, pero esto es diferente. Acá se te llenan los pulmones de aire, sentís el roce del agua, pensás en el viento, escuchás el ruido del mar, nadie te habla. Y te entretenés: preparás la plomada, los anzuelos, la carnada y a veces nos quedamos charlando entre pescadores. Somos muchos, pero nos conocemos todos. Algunos están enloquecidos con pescar y se de-silusionan si no sacan. Para mí, esto es una terapia”, dice Marcelo.
El silencio y la tranquilidad son claves en la pesca nocturna, como el preciado momento en el que sube la marea, entre las 2 y 4. Entonces, hay muy buen pique y la mayoría vuelve a lanzar el anzuelo, que ya no queda atrapado entre las rocas como suele pasar con el mar retirado. “Es la ilusión de sacar algo grande, de engañar al pez, que es un bicho inteligente, y de vencer las dificultades del mar.” Esas son las cosas que seducen a Pedro, un imprentero de 62 años que suele ir sin dormir al trabajo cuando viene a pescar. “Los peces comen más a la noche y a la madrugada”, asegura.
Pedro afirma que lo que distingue al pescador nocturno es la constancia. “Es más importante estar pescando, que pescar algo. Si sacás, mejor; pero se disfruta el hecho de estar pendiente o de ver cómo se va formando una tormenta, como ahora”, comenta sentado en su reposera, solo y con una garrafa pequeña para preparar el agua del mate. A veces, cuando saca diez peces en menos de una hora, algún desprevenido le pregunta si los vende. “Entonces, los regalo”, dice. “Pesco porque me gusta y porque es un regalo de la naturaleza y si sobra, es mi deber asegurar que el regalo sea para alguien”, explica.
El rinconcito de pesca, que parte del Paseo Dávila y llega hasta una escollera corta, frente al club de los pescadores, se convirtió en el punto de encuentro por el tendido de luz y el fácil acceso. Antes los pescadores nocturnos iban a la escollera sur o la norte. Ahora no van por lo distante y aislado del lugar. “Y sobre todo por el choreo”, dice Marcelo, parado al lado de Pedro. Si van a esas escolleras, van en barra y con linternas. “Igual, acá también hay buen pique, solo hay que saber tirar lejos”, dice Pedro.
Otro buen motivo para los pescadores nocturnos es evitar “la marea humana del verano”, dice Daniel, un jubilado marplatense. “No es que nos sintamos invadidos, como dicen, pasa que el turista viene acá y se libera. Hace lo que nunca haría en su casa. Manejan mal y rápido, dejan todo sucio y gritan, eso es lo que más me molesta”, comenta, y al rato revuelve nervioso una cajita con distintas carnadas: anchoas, langostinos y camarones. Para él, volver cada noche y posar su caña acá es comprobar que “hay lugares intactos” en su ciudad.
La subida de la marea los encuentra bien concentrados. Hay más pique, pero nadie mira lo que saca el otro. Son unos cincuenta pescadores, cada uno en su mundo. Las olas golpean cada vez más fuerte este sector de la rambla donde la Municipalidad construyó unos asientos de hormigón, con un anillo de metal, hueco, para posar la caña. Nadie se va. Las estrellas indican que la tormenta ya se disipó y al retroceder la marea se reestablece el horizonte. Ya está empezando a clarear el nuevo día.
Con la petaca de whisky por la mitad y un congrio gigante en el tacho, Alberto, un plomero que pesca de noche desde hace veinte años, enciende su último cigarrillo. Da una calada profunda y filosofa: “El amanecer es el mejor momento, cuando el Lucero refleja sobre el mar, es toda la tranquilidad del mundo”, dice. Alberto prefiere pararse en la escollera cercana al Paseo Dávila, sobre las piedras que se traen de la cantera de su pago, Batán.
“Yo vengo a olvidarme de los problemas, a no pensar en nada. Tengo una hora de viaje hasta acá y disfruto de todo, hasta de volverme al amanecer con las manos vacías”, dice. Alrededor sólo queda un puñado de pescadores y un linyera que duerme con sus dos perros resguardado por el descanso de la rambla. Las playas que están entre el Casino y el muelle de pescadores no están vacías. Son las 8 y van llegando los marplatenses, otro ritual compartido para evitar la saturación propia del verano. Se quedan hasta las 11 y se van cuando llegan los turistas.
Alberto camina despacio hacia la parada de colectivo, llevando el tacho y la caña, mientras dos señoras pasean con sus reposeras, los diarios locales y una sombrilla. “Es el recambio”, bromea.
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