SOCIEDAD › CRONICA DE UN VUELO EN PLANEADOR
El piloto avisa que el vuelo es sin paracaídas. Y una vez arriba, habla de los accidentes: que las posibilidades son mínimas, dice. Igual, el vuelo se puede disfrutar. Aquí, una experiencia en el Club Planeadores de Zárate, a 80 kilómetros de Buenos Aires.
› Por Facundo Martínez
Sobre el final de la Segunda Guerra Mundial llegaron a la Argentina los primeros planeadores, aquellos que encendieron la llama. Ahora, es un deporte que cuenta en el país con más de 40 clubes que ofrecen a sus socios y visitantes una experiencia inolvidable: la posibilidad de volar a vela, de ascender en las corrientes de aire térmicas (o dinámicas, para las zonas montañosas) y disfrutar de unas maravillosas vistas panorámicas y del silencio en las alturas.
“Siempre hay que lavar el planeador antes de salir. Una de las razones es que la capa de tierra que se le acumula le hace perder rendimiento. El otro es que la lavada es una buena práctica de inspección”, le explica a Página/12 el ingeniero y piloto Luciano Davolio, esponja y balde en la mano, mientras acaricia el planeador como si fuera una mascota.
Está preparando el planeador biplaza de instrucción, de origen polaco, llamado Puchacz (Lechuza), que mide unos 16 metros de envergadura y otros 8 metros de fuselaje, y que con carga completa de despegue pesa alrededor de 500 kilos. Será un vuelo de bautismo bajo un enorme cielo azul en el Club Planeadores de Zárate (CPZ), a 80 kilómetros de Buenos Aires.
Aunque a primera vista el vuelo a vela pareciera ser un deporte individual, el mito se desarma rápidamente. Otros pilotos se acercan y comienzan el ritual de cada fin de semana. Se necesitan muchas manos para sacar el avión de remolque y los planeadores del hangar y trasladarlos pacientemente hacia las cabeceras de las pistas que el CPZ comparte con otro club de la zona, El Cóndor.
El espacio es ajustado y cuesta acomodarse en la posición del piloto: piernas juntas y estiradas sobre la trompa del planeador. La movilidad se reduce con el ajuste de los cinturones de seguridad y cuando el acrílico transparente se cierra sobre las cabezas, no queda espacio ni para una mosca. Para este tipo de vuelo, dentro del denominado cono de seguridad –-el espacio aéreo dentro del cual, controlando la pérdida de altura, se puede regresar a la pista para aterrizar–, no hace falta llevar paracaídas, algo que toma por sorpresa al cronista y lo obliga a juntar un poco más de coraje. A fin de cuentas, todo se reduce a una cuestión de confianza. Habrá que animarse.
Cada piloto debe proveerse de una batería recargable (cuesta unos 100 pesos) para colocarle al planeador y darle vida a la radio y al instrumental eléctrico, ya que el resto de los instrumentos básicos –el altímetro y el variómetro, que marca la velocidad vertical e indica si se está subiendo y cuántos metros por segundo–, son neumático-mecánicos y funcionan por presión de aire. La única limitación para volar es el peso de los tripulantes: un mínimo de 50 kilos (en cuyo caso se debe agregar un lastre de 15 kilos para llegar a los 65) y un máximo de 110.
Delante, en la pista, espera el remolque, un biplaza con un motor de 180 HP (caballos de fuerza). La soga que une ambos aviones se tensa lentamente. El piloto del planeador da el OK por radio y el remolque comienza el carreteo. No hay tiempo para arrepentimientos. El planeador se endereza apenas comienza el recorrido y se levanta de la pista muy suavemente. A tiro, comienza a tomar altura hasta alcanzar los 500 metros, donde el piloto soltará la soga para que comience la verdadera aventura.
En el aire, sin motor, con el solo impulso de las fuerzas de la naturaleza, el vuelo se presenta silencioso y placentero. El piloto explica cuál va a ser el siguiente paso: buscar la térmica que le permita ganar altura. “La relación de caída de un avión a motor es, por dar un ejemplo, de 5 a 1, por cada cinco metros que avanza, cae uno; en un planeador esa relación es de 30 a 1. Y ahí está la clave”. A esa relación se la llama “relación de planeo” y es la clave del vuelo a vela.
Si se pudieran graficar las corrientes de aire térmicas, serían como unas grandes columnas de aire (pueden tener entre 30 y 100 metros o más de ancho) que atraviesan el cielo y que pueden advertirse con varios indicadores, entre ellos el vuelo de los pájaros, que también las utilizan. Desde abajo se pueden ver varios planeadores dando vueltas en círculos sobre esas columnas de aire, también llamadas “pajareras”.
“El riesgo en un planeador se resume a dos aspectos: lo que llamamos entrada en pérdida y la caída en tirabuzón, y después alguna colisión aérea, pero la probabilidad de accidente es prácticamente nula”, comenta Davolio. El solo hecho de imaginar la situación obliga al cronista a mirar hacia la tierra. Allá abajo todo se ve muy pequeño. Existe, sin embargo, un riesgo potencial, “como en toda actividad mecánica, pero ese riesgo depende principalmente de uno. La mayoría de los accidentes son por error humano”, agrega el piloto.
Fuera de las térmicas, el planeador va gastando su energía y pierde altura. El altímetro marca el ritmo del descenso e indica el límite (de 200 metros) para buscar la pista. “Aun en los aterrizajes más fuertes la sensación en la cola no es mayor a la de agarrar un pozo con el auto”, informa Davolio, poco tiempo antes de que las pequeñísimas ruedas del planeador toquen el pasto de la pista de 1000 metros de largo por 70 de ancho. Tras un breve recorrido, el Puchacz se detiene y el cronista respira aliviado. Con los pies sobre pasto, dan ganas de dar otra vuelta.
La otra mitad del viaje comienza en tierra. Otros pilotos se acercan para intercambiar información y sensaciones del vuelo. También para contar sus experiencias y para compartir unos mates con bizcochitos. “Esta es una disciplina rigurosa. Utiliza los mismos principios que la aviación comercial. Pero es también una actividad hermosa por todo lo que compartimos los pilotos y sus familias, que nos podemos pasar acá el fin de semana entero”, explica Carlos Estévez, otro piloto del club. “Este un deporte que en el resto del mundo es de ricos y en la Argentina es accesible a gente de otros recursos”, agrega.
Un vuelo de bautismo cuesta 150 pesos. Y si el iniciado quiere aprender a volar y obtener su licencia, deberá pegar unos 1500 pesos por el curso y completar un promedio de entre 40 y 60 vuelos –la mayoría de los cuales serán junto al instructor–, que tendrán un costo de 130 pesos cada uno.
La edad mínima es de 15 años y 9 meses –con autorización de los padres certificada– y no hay tope para la máxima. Un buen ejemplo es el experimentado piloto argentino y precursor del vuelo a vela Manuel “Lito” Fentanes, quien comenzó a volar a los 17 años y hoy con 84, y un vasto reconocimiento internacional, que incluye la Medalla de Plata de la Federación Aeronáutica Internacional (FAI), y un C de oro con tres Diamantes, continúa disfrutando del arte de volar.
Quienes conocen la actividad aseguran que de octubre a marzo es la mejor época para volar, habiendo picos de rendimiento entre los meses de diciembre y enero. Precisamente, en enero de 2013 tendrá lugar por segunda vez en la Argentina –la primera fue en Junín, en 1963– el campeonato mundial de la especialidad, que contará con pilotos de unos 50 países. El aeroclub elegido es el Otto Ballod, en la localidad bonaerense de González Chávez, considerada la capital nacional del vuelo a vela.
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