SOCIEDAD
› DESVENTURAS DE LOS NOBLES QUE VIVEN EN LA ARGENTINA
Los que tiene coronita
El mayordomo de un conde polaco demandó a una productora de TV por ponerlo en ridículo. No es el único que se queja. Los dueños de los títulos nobiliarios en el país suelen buscar un perfil bajo ante la resistencia o la sorna que pueden despertar. Aquí, se quejan, tienen mayor prestigio las familias de origen patricio. Página/12 habló con condes y hasta con princesas.
› Por Alejandra Dandan
La Justicia le dio recientemente la razón al mayordomo de un conde polaco, cuya dignidad había sido afectada. Lo notable es que esto no sucedió en Varsovia ni en París, sino en Buenos Aires. El caso comenzó con una querella presentada por el mayordomo de los Orlowski, una familia de condes polacos emigrados a la Argentina. El mayordomo denunció a una productora de televisión por ficcionalizar burlonamente parte de su historia. La Cámara E del fuero civil aceptó sus argumentos y obligó a la productora a pagar una indemnización de 40 mil pesos por daños morales. Pero el mayordomo no es el único ofendido ni los Orlowski los únicos nobles de Buenos Aires. Página/12 habló con varios representantes de esta nobleza sobre su vida en el país donde, dicen, sus títulos compiten con los patricios, aquellos sectores privilegiados que aquí le dieron vida a otro estilo de nobleza. Esa nobleza que algunos historiados definen como “nobleza inventada” ha mirado con suspicacia a los condes, príncipes y caballeros emigrados cuyos títulos aún suelen ser hasta blancos de bromas pesadas.
Los nobles titulados fueron llegando al país con cierta regularidad hasta mediados del siglo XX. El conde Orlowski llegó en aquel momento, escapando de Polonia para instalarse en Buenos Aires donde vivió hasta hace diez años. Entre su herencia han quedado dos hijos, su título y la historia de Juan Bonavento, su mayordomo. Esta historia se conoció hace cinco años cuando uno de los personajes de “Milady”, una telenovela de Sonotex trasmitida por Telefé, tomó su nombre. El Bonavento de la ficción también era mayordomo de la nobleza, pero no era un hombre respetable sino una persona bastante grotesca, con problemas psíquicos serios. Todo esto molestó al verdadero mayordomo. Durante la emisión de la novela habló varias veces con la productora pidiendo cambios, correcciones, rectificaciones porque consideraba que la tira echaba por la borda su buen nombre.
En ese contexto, Bonavento inició la querella contra la productora y después de varios años el tribunal terminó dándole la razón. Osvaldo Mirás, uno de los camaristas, explicó en el fallo su posición. Para la Cámara, Bonavento –dijo– “había sido tratado como un típico bufón de circo”. Desde ese día, el mayordomo no habló más. Dijo todo lo que tenía que decir en los tribunales y se propuso no tocar más el tema frente a los medios. El juicio dejó al descubierto parte de su vida, esa vida que transcurrió entre salones protegidos por el silencio.
Pero los Orlowski no son los únicos nobles titulados en Argentina. Algunos genealogistas cuentan a unas setenta familias. Los hay marqueses, vizcondes o princesas. Mercedes Von Dietrichstein alguna vez ha dicho que los privilegios generan obligaciones. Y ella los tiene. Es la presidenta de la Fundación del Hospital de Clínicas, pero además es una mujer nacida como princesa austríaca y nacionalizada argentina. Es psicoanalista aquí, ex esposa de Alejandro Leloir Anchorena y ahora nuevamente casada. En su historia existe el reclamo por los derechos sobre el castillo de Mikulov, su primera casa, un lugar que comenzó a construirse en el siglo XIII en un pueblo medieval ubicado en la frontera de Austria y Checoslovaquia. “No es una cosa tan extraña pero para mi gusto, te voy a decir –explica Mercedes Von Dietrichstein–, eso fue muy importante en un momento dado, es lindo, como tener un determinado color de pelo pero ya está, ya pasó”.
Para acercarse a los círculos sociales más prestigiosos, estos nobles titulados tuvieron que hacer esfuerzos. Ese plus de sangre real con el que llegaban creaba ciertos resquemores entre los aristócratas criollos. Esa suerte de confrontación de poderes solía equilibrarse de distintos modos, pero sobre todo con los casamientos. Aun así muchos todavía no los reconocen: “Porque estos marqueses de los que hablamos –dice ahora FélixMartín y Herrera, nombrado trece veces caballero– no tienen nada que hacer frente a un patricio de sangre, porque siempre el conocimiento de las personas está dado por la vecindad. Si viene un príncipe de lo que sea, la gente lo ve con desconfianza. En cambio si es un criollo, un González del Solar por dar un ejemplo, uno está seguro de quién tiene enfrente”.
La idea del noble construida por la aristocracia porteña siempre aparece en términos relativos. Determinado marqués o condesa será prestigioso o no de acuerdo con el contexto político, social y económico; será más o menos cercano de acuerdo con la época, será más o menos legítimo –tal como decía Martín y Herrera– de acuerdo con el tipo de inserción que generaba en la red de relaciones sociales donde la calificación la ponían los vecinos. De hecho, esto funcionaba así desde los primeros años de la historia de Buenos Aires. Por entonces, los censos calificaban a cada poblador de acuerdo con la opinión que tenían sus vecinos. En aquel momento, explica el investigador Ricardo Rodríguez Molas, ése fue uno de los mecanismos mejor aprovechados por los colonos más ricos de estas tierras: “En una sociedad que estaba integrada por un 50 por ciento de negros, donde todos tenían sangre indígena en sus venas, los únicos símbolos de distinción aceptados eran justamente el poder económico y la posibilidad de ser considerado blanco aunque la piel haya sido cetrina”.
Los vecinos
¿Pero qué pasa cuando ya no hay vecinos capaces de deleitarse con estos nobles? María Eugenia Werckheim es otra de las herederas de los títulos de la nobleza austriaca. “A mí me lo contó mamá, un día me dijo: tu papá era conde y nosotras somos condesas, pero nosotras somos de perfil bajo, preferimos escaparles a todas estas cosas.” Estos descendientes de la casa Werckheim viven en el Conurbano sur, provincia de Buenos Aires. Allí no hay grandes residencias, ni jardines, ni galerías: “Nada que ver –dice María Eugenia–; la gente acá es muy distinta, porque tenés eso te miran, por ahí te cargan, te humillan o tal vez te llegan a respetar, pero no porque tenga un título, ¿cómo te lo puedo explicar?”.
El padre de María Eugenia, María Ana y Ema Werckheim llegó al país hace cincuenta años, era un terrateniente de Hungría descendiente de quien había sido reconocido como conde por el emperador Francisco José. Cientos de años después, cuando se desataba la Segunda Guerra Mundial en Europa, las tierras de los Werckheim fueron expropiadas. El conde se marchó hacia Europa y después hacia este costado sur de las Américas. De Buenos Aires siguió camino al interior de la provincia para emplearse como dependiente en las tierras de otros, menos nobles y más patricios. Poco después compró tres campos en La Pampa, donde además de los cultivos, crían hacienda. Eugenia se casó con un profesional sin rango, administrador de empresas, pero, aclara, empresas de su padre. Entre sus actividades sociales no hay grandes funciones, aunque, sabe, en Europa aún ahora las cosas serían distintas. “Mi hermana tuvo la oportunidad de viajar a Hungría y ahí sí la recibieron con ceremonias, pero acá no sirve: sirve donde hay plata, donde hay gente sin plata –dice al final– te pasan malas ondas.”
Los nobles inventados
Los sectores privilegiados del país también crearon su propia nobleza. Sin títulos entregados por monarcas, sin antepasados emperadores y sin castillos fueron construyendo también desde la década del ‘80 del siglo pasado, una suerte de nobleza sin títulos o la “nobleza inventada”. Solían hacerlo con cierto ingenio, buscando fundamentos jurídicos e históricos para fortalecer los buenos apellidos. Ricardo Rodríguez Molas es uno de los hombres que estudió con más profundidad este campo y las lógicas de distinción que fueron apareciendo frente a los cambios en las relacionesde poder. “Lo fundamental para un patricio de buen apellido era contar con algún antecedente familiar de más de 500 años en tierra americana, con un pariente que haya formado parte de las embarcaciones de los conquistadores.” Aquellas costumbres aún ahora no han cambiado. Quienes hablan de abolengos en sus presentaciones sociales inmediatamente asocian el linaje con los años en los que un apellido lleva en las tierras Indias. Para demostrar tal antigüedad en el territorio americano, se hacen estudios genealógicos, se cruzan datos y documentos donde, casualmente, nadie menciona los orígenes no tan nobles de las embarcaciones donde llegaban los conquistadores. “La gran parte de las familias patricias o de lo que yo llamo nobleza inventada no viene de nobles, sino que descienden de plebeyos, prostitutas o de la gente que era desplazada de España y levantada por los conquistadores a la hora del embarque”, vuelve a decir Rodríguez Molas. Los barcos llegaban con las gentes de categorías más bajas, miserables, hombres sin tierra o perseguidos. Según la historia, entre 1509 y 1550 quienes desembarcaron en las Indias fueron unos 13 mil pasajeros, entre ellos sólo 36 eran hidalgos y unos pocos eran nobles.
Las patas de la mentira
Los especialistas sospechan de los buscadores de estirpes. “Las genealogías muchas veces fueron trucadas, hubo quienes cambiaban el apellido y hacían señalar que los antepasados eran de familias de clases altas cuando no lo eran”, vuelve a decir Rodríguez Molas que no hace muchos años, cuando se metía en uno de los gabinetes del Archivo General de la Nación para estudiar la suerte que corrieron los esclavos en el país, encontró de cuerpo entero a uno de los descendientes de los Alzaga. El joven estaba ahí, escritorio mediante, investigando la historia de don Martín, el primero de los Alzaga llegado a las Indias. En aquella ocasión, mientras rastreaba sus cosas, Rodríguez Molas se detuvo sobre uno de los expedientes judiciales que relataba uno de los crímenes ocurridos en una de las tabernas de Buenos Aires a mediados del siglo XVIII. Martín de Alzaga aparecía como testigo de aquel caso y peor aún, como fondero. “Dormía en el mostrador, sobre unas lonas en unas tarimas para atender el negocio al otro día”, dice Rodríguez Molas. Después de encontrarse con aquella historia, levantó la vista buscando al Alzaga que tenía de vecino. Se lo comentó, pero nadie dijo más nada. Rodríguez Molas tiempo después, en uno de sus libros, publicó esta parte de la historia. En la biografía de los Alzaga –dice–, nunca la ha encontrado.
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