SOCIEDAD › UN RECORRIDO POR LOS BARRIOS DE LA CIUDAD, DONDE GENDARMES Y PREFECTOS REEMPLAZARON A LA POLICIA FEDERAL
El patrullaje verde de Gendarmería y el marrón de Prefectura cambiaron la fisonomía de esos barrios. Los vecinos muestran apoyo. Y los de uniforme dicen que son bien recibidos.
› Por Emilio Ruchansky
A media tarde, apostados cerca de un extenso y solitario paredón del estadio de San Lorenzo, sobre la avenida Perito Moreno, cuatro gendarmes conversan con el conductor de un coche. No es un retén, aclaran. El civil paró para preguntar algo y se le quedó el coche. Enfrente está la Villa 1-11-14. Detrás de la pechera amarilla, los cuatro llevan chalecos antibalas. Subieron la camioneta de Gendarmería a la vereda de tierra y aunque escasea el combustible, ellos dicen que dejaron de patrullar sólo para hacer “una pausa”. Dos llevan sus grandes escopetas Valtor 270, con cargador de 7 proyectiles, cruzadas sobre el pecho. “Es para mirar”, bromea uno. El otro explica que “hasta 10 metros el disparo es efectivo, después se expanden los perdigones”.
El más experimentado dice que el Operativo Cinturón Sur fue bien recibido en el barrio y con pose humilde argumenta: “La mayoría de los gendarmes son del campo, no te agarran una moneda y la gente de la villa lo sabe. Ni agua caliente pedimos, vamos a la estación de servicio y usamos las máquinas”. Al rato pasa una patrulla de Gendarmería que al ver al fotógrafo sigue sin saludar. “¿Qué función cumplía antes?”, pregunta este cronista. “Vigilaba juzgados federales y Campo de Mayo... pero me gusta, la gente nos pide que no nos vayamos.”
Salvo uno, que vive en el barrio porteño de Mataderos, los demás se vienen a diario desde el conurbano bonaerense, de ciudades como Cañuelas o Luján. No dicen cuánto ganan, pero el más joven ya mira los clasificados para mudarse a un dos ambientes en la Capital. El turno es de 12 horas de vigilancia y 24 de descanso. “Los de otras provincias vienen por tres meses y se vuelven, rotamos”, dice el gendarme de Mataderos, que participó de algún operativo antidrogas en esta villa por requerimiento de jueces que sospechan que la Policía Federal encubre a los traficantes.
La relación con los azules se limita al saludo de camaradería. “Pasaron el primer día y nos dijeron: ‘Cuídense que este lugar es muy jodido. No entren a la villa’. Pero ellos se mandan... ¿cómo es el tema?”, pregunta el más experimentado y enseguida le salta la ficha: “Dicen eso para asustarnos”. De noche se escuchan disparos de calibres gruesos, “de 22 para arriba”, comenta el que vive en Mataderos. Los gendarmes entran a la 1-11-14 en grupos de 15, en total; de los 1250 afectados al operativo, 150 están destinados a patrullar el perímetro de esta villa.
A pocas cuadras, en abril de 2009, los vecinos tomaron cuatro torres de departamentos. Para evitar que entrara la policía hicieron barricadas en todos los accesos a la villa y hubo una batalla campal. A los azules nadie los extraña, dice José Luis Jorge, un chico de 12 años que pelotea con dos amigos a 20 metros de los efectivos. “Yo vi a los gendarmes revisando a unos pibes, pero bien, sin joderlos, y después los dejaron ir”, dice el pibe. Los gendarmes están listos para seguir patrullando pero los retiene el conductor del coche averiado. “No me dejen en banda acá”, ruega.
Hace más de 30 años que Luciano López vive en la Villa 20, o “el embudo”, como la describe, porque el lugar creció al margen del cementerio de autos de Villa Lugano y las vías del ferrocarril Belgrano. Como su herrería está en el extremo más angosto del embudo, una escalera que baja del puente de la avenida Escalada, él ve muchas cosas. Asegura, por ejemplo, que la Policía Metropolitana fue la que disparó desde el puente, después del primer desalojo en el Indoamericano en diciembre del año pasado, y asesinó a dos personas.
“Tengo un buen concepto de la Federal, pero venían patrullando muy espaciadamente. A veces entraban a buscar a los que venden paco pero no siempre los detenían”, dice López. Por eso cree que el reciente arribo de los gendarmes es una buena medida: “Ellos no se alquilan ni se venden”, asegura, mientras suelda una silla en la vereda. “Yo conocí a muchos gendarmes cuando vivía en el norte y allá doblegaban a los guapos. Si te tienen que respetar, te respetan; si te tienen que cagar a palos, lo hacen. No son perfectos pero donde están son drásticos”, agrega el herrero.
En diciembre pasado, los gendarmes habían sido bien recibidos cuando acordonaron la segunda toma del Indoamericano, tras los ataques sangrientos de vecinos e infiltrados contra los ocupantes. Otras dos personas murieron entonces. Ahora, aquellas hectáreas ocupadas están enrejadas. No hubo una puesta en valor como se prometió, aunque hay unos carteles amarillos del Gobierno porteño que anuncian “un espacio verde” donde sólo hay matorrales y montículos de tierra. Todo el parque está cerrado al público.
“Tienen mejor estética y menos mala prensa que la Federal, es más respetada”, concede Dora Pucheta sobre los uniformados verde oliva. Viene de pasear al perro en una plazoleta y vuelve a su departamento, en una de las torres de Lugano sobre la avenida Escalada, a metros de la autopista. Allí algunos vecinos hicieron piquetes y lanzaron insultos discriminatorios sobre los ocupantes del Indoamericano. Pucheta desconfía de la permanencia del Operativo Cinturón Sur, le parece esporádica y electoral.
Además de Villa Soldati, el Bajo Flores y Lugano, el recorrido de los gendarmes incluye parte de Boedo y Pompeya, desde el cruce de las avenidas Garay y Boedo hasta Sáenz y 27 de Febrero, la avenida que bordea al Riachuelo. Es una zona de espacios verdes inmensos, como el Parque de la Ciudad, el Roca o el Almirante Brown, y también de campos deportivos de clubes y sindicatos. Gran parte de la población se reparte entre las villas y los monoblocks. “Es un caldo de cultivo”, define Pucheta.
Las mesas de seguridad, inauguradas desde abril por iniciativa del Ministerio que conduce Nilda Garré, y las propias denuncias de los vecinos rinden sus primeros frutos en el Bajo Flores y en Villa Lugano. Mientras los chicos pelotean en el paredón de San Lorenzo, un escuadrón de gendarmes detiene a cuatro personas y secuestra 400 dosis de paco y cocaína en la Villa 1-11-14. “En este barrio hay mucha venta al menudeo pero la orden es no perseguir a los consumidores, sino llegar a las cocinas de cocaína”, dice el cordobés Miguel Robles, que viene del allanamiento y está a cargo de todo el Operativo Cinturón Sur.
Frente a las torres de la calle José Nagera, en Lugano, cuatro móviles de Gendarmería rodean a un Peugeot 504 rojo. Lo conducían dos jóvenes, que tenían encima menos de 200 gramos de marihuana. No cayeron por el olfato de los uniformados ni la ciencia de los escáneres, simplemente los vecinos que los veían pasar seguido cerca de una escuela decidieron denunciarlos. La tarde cae sobre los monoblocks y de a poco los que llegan de trabajar se van arrimando al operativo. “No es mucha droga, es chiquitaje pero joden”, reconoce uno de los gendarmes.
Parados en un pasillo externo de los edificios, Ricardo Vanlierd, de 18 años, y su tocayo de apellido Tufilaro, de 83, contemplan el despliegue. El joven cuenta que los gendarmes se suben a los colectivos a pedir “el boleto y los documentos” y reclama mano dura contra la venta de drogas al menudeo. En cambio, Tufilaro, que se jubiló en el Correo Central, exige investigar el narcotráfico “de arriba para abajo”. Al rato, sin mirarse, ambos mencionan otra tema candente aún: los inmigrantes.
“En la toma del Indoamericano había gente que tenía casa y otra no, (Mauricio) Macri tiene que dar casas, pero también había bolivianos, paraguayos, peruanos”, dice al pasar el jubilado. El joven coincide en eso de dar casa y agrega que no hay que discriminar: “Son todos seres humanos, lamentablemente”. Mientras los gendarmes se prestan a trasladar a los detenidos a “Culpina”, la sede central del Operativo, en Villa Soldati, el joven dice: “La Gendarmería es más fuerte que la Federal, con éstos no vas a joder”.
Hace dos años, ambos dejaron de pagar en las expensas, por desacuerdos económicos, los servicios de vigilancia adicional que brindaban los agentes de la comisaría 36ª. “¿Vos podés creer que ellos estaban para vigilar y nosotros les teníamos que pagar extra?”, dice el joven Vanlierd, mientras Tufilaro menea la cabeza: “Cinco años pagamos”. Un nene, que vuelve del jardín, pasa con su hermano, mira a los gendarmes y tira las mangas de la campera de su papá: “¿Estos son los de la guerra?”.
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