SOCIEDAD
› LOS LAMENTOS DE LOS ARGENTINOS QUE VERANEAN EN BRASIL PESE A LA CRISIS
La ilusión del uno a uno
Algunos ya tenían todo pagado antes de la devaluación. Otros se largaron igual. Pero ahora, todos cuidan la plata, tienen culpas y sacan cuentas de la fortuna que se están gastando.
Es raro para estos argentinos dejar de nadar con el cardumen. Es extraño para ellos reposar “na praia”, jugar a la pelota paleta, sumergirse en la pileta del hotel, caminar por el centro mirando vidrieras y no andar chocándose con otros argentinos en similar situación como ocurría hasta este maldito verano incendiado de restricciones. Es mucho más excepcional, tanto más triste, lo delgadas que están sus billeteras. Aunque resulta insólito también el descenso hasta en el 50 por ciento de los precios que pagan por la estadía, en los casos en que no fueron presas de una reserva tomada antes de los últimos y trágicos sucesos económicos. Es poco común, desde todo punto de vista, este verano florinapolitano, para unos y para otros. Para los turistas argentinos que moran estos días aquí, culposos por el buen pasar que les toca mientras la CNN muestra el desastre nacional, o negados, en el más psicoanalítico sentido, a recordar cacerolas, represión, subida del dólar, para poder disfrutar sus vacaciones sin llorar sobre la arena. Y para los brasileños que viven como una catástrofe, como si el huracán “Mitch” hubiera arrasado con estas playas y las hubiera dejado vacías y sin cocoteros.
Pero por suerte lo del “Mitch” es una metáfora, recurrente en los entrevistados, pero una metáfora. El Carnaval este fin de semana despejó las angustias por tres días, ya que si Brasil sigue teniendo algo después del encarecimiento del real o el abaratamiento del peso, es ese dionisíaco sentido de la fiesta. Y el viernes, después de una tormenta prolongada, salió el sol y no se llenó –lo del fin del cardumen es cierto–, pero se pobló la playa.
Allí deben haber estado firmes, mientras esta crónica se escribía, los Simón, los Ino, los Faristoco. A comienzos de la semana iniciaban sus 15 días de vacaciones típicas a pesar de la crisis. Jugaban, absortos en el placer de la competencia sin intereses monetarios, al tejo. Eran reconocibles desde metros en la playa de Barra da Lagoa, en el centro este de la isla: la familia argentina, con abuelos, padres, nietos adolescentes y mate. “Primero entramos en el 13 por ciento y ahora me dejaron encerrado”, fue de los primeros datos que ofreció Pedro Ino, el mayor, en edad, en rigor un ex suboficial del Ejército que se quedó con algunos miles en el corralito. Apenas dijo su oficio, los familiares, solidarios, salieron a aclarar que era militar, pero de los buenos, que no todos fueron iguales, que no mataba una mosca.
Y pasaron, formando una ronda alrededor de la cancha de tejo dibujada en la arena, a relatar su gesta florianopólica. Durante cada domingo del año estos tres, o cuatro matrimonios, se juntaron a comer. En cada encuentro la pareja debía dejar como un depósito obligatorio cuarenta pesos, de cuando eran dólares, y entonces Carlos Faristoco los guardaba en una monona cajita de madera. Así llegaron al diciembre negro con sus ahorros para Brasil como había sucedido casi toda la última década. “Es que los pusimos en el mejor de todos los bancos, el propio, ahí donde nadie nos robó ni nos pudo joder la vida”, dicen contentos de su básico sistema, tan efectivo. “Acá somos turistas de esos que el país echó porque nos salía mucho menos rentable pagar los precios de la costa que venir a una playa diferente –dice Isabel, una psicoanalista rubia y con la piel roja por el primer día de sol, reconociendo su preferencia internacional–. No volvimos a cambiar el agua calentita, el paisaje, la atención y el humor de la gente que te trata como en ningún otro sitio”, casi promociona, como intentando reafirmar su decisión en estos tiempos.
Y los demás se largan a contar los precios; esta vez paran en dos casas, que antes podía salirles a 30 o 40 dolores por día, pero que hanconseguido en 14. Claro que lo que sí se ha terminado es el tour de compras. Ahora, ni melones en la playa.
Uno a uno
Marina Moro es una rubia señora de cuarenta años acostumbrada a salir de vacaciones cada verano a un sitio diferente con sus cuatro niños y su marido, gerente de una multinacional de perfumes. Marina, que suele tomarse unos cinco días en Cariló durante los inviernos, tenía planes desde el último para pasar este febrero junto a dos parejas amigas y sus hijos. Fueron sólo ellos los que pagaron la estadía en un hotel cuatro estrellas de Porto Ingleses por anticipado. Con el mismo dinero es probable que la familia entera se hubiera podido ir a un destino más glamoroso si no hubieran gastado esos dólares tan temprano, pero ellos, dice Marina, no van a ponerse a pensar en eso ahora. “Yo los compré a uno por uno y pienso que es así, que sigue siendo así, para no calcular la pérdida y arruinarme el descanso”.
Los chicos; Hernán (14), Florencia (13), Bárbara (10) y Tomás (4) bajan de sus habitaciones. Tomaron una suite y dos cuartos. Este verano, dicen, ellos también saben que no se puede pedir de más. Tienen media pensión así que se hace el desayuno y la cena en el hotel y poco hay para andar gastando afuera. La vida en Ingleses, un lugar más exclusivo que Canasvieiras, en el norte de la isla, segunda playa más visitada por el turismo argentino en Florianópolis, para los turistas de hoteles es más tranquila que nunca en ese sentido. Como se percibe también que lo es apenas se recorren las calles del centro y se ven las esforzadas ofertas de los comerciantes, sin resultado ninguno. La rutina es la de los resorts en el Caribe, desayuno “abundanchi”, playa, juegos como el barato tejo o la más saludable caminata, luego habitación, baño, TV y cena final, para levantarse temprano al día siguiente. Marina, que el año pasado para esta misma época estaba en Disneyworld con los suyos, vive estas vacaciones tranquila, y consciente, dice, de que “éstas pueden ser las últimas en mucho tiempo”.
Con el mismo criterio de fin de los tiempos se jugaron Federico y Jackeline, él de Colón, Santa Fe, y ella de Rosario, novios hace un año. Federico, un chico con padres comerciantes y camioneta cuatro por cuatro, ha pasado hace un año y medio de ser fan de Rodrigo a llevar consigo un valija de CD con música electrónica encima, con la que anima apenas vislumbra una compactera, cualquier ambiente. A principios de diciembre tomó la decisión: “Era venir acá o cambiar la chata”. Y acá está, contando los pesos para que alcance para la entrada de la rave de esta noche, en Jureré, que parece cara a quince reales, y para la macoña necesaria. Es que no hay manera, si no, de negarse esta realidad en dólares: él hubiera podido, como Mónica, hacerse un viaje más barato a algún punto de la Argentina, o suspender todo, como muchos, y guardar el dinero, especulando con que en marzo el dólar costará como el oro mexicano. “Las vacaciones es lo que todavía no tranzo, me siento con algo de culpa porque de mis amigos no hay muchos que pueden hacerlo, pero yo no tengo más responsabilidades y cuando vuelva será otro tema. Veremos.”
Los jugadores de tejo lo admiten, de a uno. Graciela Simón y su hermano Carlos, peluquero, sintieron antes de salir a Buenos Aires un principio de desazón. “Yo tuve un segundo, el sábado antes de venirme, en que pensé en mi casa, mis cosas, en cómo dejaba todo por veinte días y chau. Pero reflexioné, había esperado tanto las vacaciones”, define ella. En la peluquería de Carlos las clientas no acreditaban que él se las tomaría a Brasil, justo en estos momentos. Pero como son de ahorro sostenido y casero se dio el lujo. “Claro que ahora nos da por pensar en lo que pasa allá. Aunque no querramos, no se puede evitar la preocupación”, reconoce uno más de ese contingente de diez que alquiló dos casas. “Pero qué nosvamos a preocupar tanto si ninguno de nosotros tenemos un carajo en el banco”, tercia una de las cuñadas. “Menos después de la gran vida que nos estamos dando, disfrutémosla, capaz que es la última”, concluye otro y todos acuerdan, finalmente.
Culpa y negocio
Caminando por la playa se cruza todo tipo de vendedor ambulante, cargado de esos productos que se pedían por dos hasta la temporada anterior: lentes para sol, pañuelos, camas paraguayas, gorros, pulseras, aritos, amuletos. Apenas un turista les dedica una mirada, se abalanzan llenos de chistes, pura oferta, con anécdota, pronóstico positivo del tiempo y con una sonrisa siempre en los labios. Estela González está rodeada por dos mininos que intentan convencerla de unos lentes para sol con argumentaciones sobre protector de rayos UV incluida. Pero Estela, profesora de artes y pintora, con unos bocetos de morenos haciendo capoeira en la mano, y la billetera en la otra, saca cuentas: si compra los lentes de 15, deberá mermar el consumo de caipiriña por hoy y mañana, confiesa. Y se niega a la baratija, mientras pide con la mano en alto, desde su lona propia, una mais.
“Esto es una manera de negociar que uno tiene. O sea, si podés, si te alcanzó para el micro, y tenés quince días, para mí sigue estando claro que hay que salir lo más lejos posible”, dice. En ese sentido, la ventaja comparativa de las playas brasileñas resulta ser su extranjería. “Otro idioma, otra música y otra manera de tratarte, porque lo que ya no se soporta en Buenos Aires es la violencia que tiene la gente hasta para venderte puchos”, se queja oteando a lo lejos unos capoeristas que, notablemente, la inspiran.
A María Carey, gerente de Free Brasil, la operadora turística más grande de la isla, le queda claro, a la hora de hacer el balance de esta temporada que “el público masivo perdido es el de la típica clase media” (ver aparte). Digamos, que la pintora de estas líneas sería una auténtica especie en extinción turística, o un ejemplo de resistencia y negociación con la realidad. Los sondeos oficiales, de la Secretaría de Turismo de Santa Catarina, coinciden. Este año, ha habido una proporción mayor de vips, como los Moro. La llevan muy mal los hoteles y posadas hechas a la medida de la familia casi numerosa que pisaba Canasvieiras como si se caminara ida y vuelta la Bristol.
Pero también del otro extremo se volvió a una vieja práctica, el micro, 28 horas de paciencia por agua cálida, una costumbre en auge, por cierto, durante los primeros tiempos en que la clase media porteña se fascinaba con este Brasil. “Yo vuelvo a viajar en micro, lo del avión quedó en la historia para mí”, reconoce la pintora, que cuando todavía era una alumna de Bellas Artes se hizo sus primeros pininos como chica fatal sobre estas arenas.
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