Lun 30.01.2012

SOCIEDAD  › CASAS DE Té, CHOCOLATES Y MASAS ALEMANAS A METROS DEL GRAN MéDANO

Mejor, si hace frío comer rico

En Villa Gesell, la costumbre del té, el chocolate y las masas alemanas pierde a muchos. Con clara ascendencia teutónica, la tradición es sostenida de este lado del Atlántico. Lea esta crónica de strudel y chucrut y piérdase en la tentación.

› Por Soledad Vallejos

Desde Villa Gesell

Una regla no escrita de las temporadas: el frío activa en el cerebro vacacionista el reflejo de comer. Claro que no se trata de comer cualquier cosa, y tampoco de comer con cualquier frío. Tiene que ser frío con sol, al menos un poquito tibio para animar a adentrarse algo más allá de la peatonal y pisar alguna cuadra enfrentada a una plaza que parece un bosque, o que inaugura un barrio conocido por tener las casas más antiguas, los árboles más añosos. Vale decir que el frío, a esta ciudad donde en el principio fueron los pinos, los álamos, y los inmigrantes alemanes, remite al mundo de imaginación centroeuropea más dulce posible: el de las casas de té.

Es una de esas tardes de otoño en pleno verano que sorprenden al día siguiente de la tormenta. Hay viento fresco que al caer la noche será frío; sol que a duras penas entibia. El clima es demasiado benigno para pasear por el asfalto de la avenida 3, pero el viento demasiado enfático como para permanecer a la orilla del mar sin que la mantita se vuele, el pelo sea una maraña y todo intento de descanso se vuelva infernal.

Por eso, dice Marianne (que no se pronuncia como en francés sino con todas las vocales, con todas las consonantes), a esta hora hay gente en el salón de la Casa Austríaca (en 129 y 4, hacia el sur de Gesell), un lugar donde, en cualquier momento, podría irrumpir (y sin desentonar) un señor vestido de tirolés. Las ventanas que dan a la calle podrían traer el perfume a bosque de la plaza El Maestro, pero están tan cerradas que entre las mesas campean aromas de manzanas al horno, cremas, stroessel (la mezcla de harina, manteca y azúcar que el mundo angloparlante popularizó como crumble), chocolates en todas sus formas posibles, blends de té. En rigor de verdad, hay que decir que llegaron hace un rato, cuando Marianne, las manos enguantadas, iba sacando una a una las tortas de la cocina. “Ayer, que hacía más frío, se terminó todo. Hoy nos pasamos la mañana en la cocina. Es siempre así: cuando está feo, la gente no cena, porque se pasa el día comiendo cosas.” En ese caso, posiblemente esta noche tampoco se llene el salón.

“Konditor und Küchen chef Marianne Hübert und Fernando Holotiuk” (“confitero y jefe de cocina”, y los nombres de quienes empezaron este negocio como novios y lo continúan como esposos y padres de dos jóvenes adultos), reza una de las vigas del techo en las que, con cada año que pasa, cuesta cada vez más encontrar un espacio vacío. Hay florcitas, corazones, firuletitos, pajaritos de colores y otra vez corazones. Hay parejitas vestidas con trajes tradicionales austríacos en las cortinas, las tazas, algunos individuales; también escoltan la entrada. Es de él, un gordito petiso que invita a pasar chopp en mano, que se cuelga Marianne, alta, rubia, de vestido cool a-go-gó, muerta de risa, para aclarar que ése es su marido. Inmerso en la cocina, Fernando, el marido real y altísimo, se salva de escuchar la usurpación.

“Algunas cosas nos regalan, otras las traemos cuando viajamos a Europa para visitar familiares”; otras más, lo dirá Marianne en un rato, las pinta ella misma, como los patitos servilleteros. Así de artesanal resulta este lugar que empezó hace cerca de 20 años como un pequeñísimo salón para no más de diez comensales. Muchos platos con cosas ricas pasaron por las bachas entre ese inicio cocinado sólo por ellos dos y Ramona, “una señora correntina que nos ayudaba en casa”, y ahora, en que se necesitan quince personas para sostener el día a día del verano. “Y cada año vamos agregando a alguien más.”

Señoras turistas entran con las manos vacías y salen cargando tortas. Y también pequeñas patotas de coquetas damas vacacionistas se sientan a las mesas con el coraje para afrontar lo que el destino les presente: selva negra, Sacher, manzana con stroessel, chocolate y chocolate con más chocolate, lemon pie... Todo lo puede la cocina de la hija de Hans, el “alemán de los de antes” que llegó a Gesell en el ’48, después de huir de la Segunda Guerra, haber cocinado para Stroessner en Paraguay (“no, no era que sabía, tuvo que hacerlo y bueno, lo hizo”), recalado en Quilmes y, un día, querer ver este mar.

El mejor strudel

Tiene los ojos verde agua y la piel curtida por el sol. Le encanta reírse de esas veces en que alguien se florea diciendo a diestra y siniestra “¡pero si yo a Renata la conozco de hace años!”, pero ignora que la mentada archicocinera gesellina es ella, esa señora que en una de esas envuelve unas porciones de torta de frutos secos sin que se le caigan los anillos. “¿Pero sabés qué? No me importa”, dice, y sonríe con una sonrisa campechana que no busca más que ser eso: la sonrisa de una mujer que dice que, “sin ser vieja, viví mucho”. Esa es Renata Wolfersdorff, alma mater y matriarca de Renate’s Haus, la casa de té del Barrio Norte de Gesell (Alameda 208 casi Buenos Aires) que también es restaurante y deudora de la inspiración gastronómica alemana.

“¿Ya te dijeron que tenemos el mejor strudel del mundo?”, inquiere Renata, sin saber que exactamente un día atrás Cecilia, su hija y también socia, preguntó exactamente lo mismo en el mismo tono. “En serio te digo. Lo dice todo el mundo. Y lo digo yo también, claro, que fui, viajé y probé. Este es el mejor.” En esas veinticuatro horas, la gran placa de horno detrás de ella vio partir a la mitad del strudel que tenía cuando humeaba y Página/12 hacía su primera incursión en el lugar. Alguien más, en el barrio, entre los turistas, entre quienes pasan por ahí, debe haber creído lo mismo.

Acá el público se renueva, había contado Cecilia, que habla alemán “pero no re” aunque fue la única lengua durante los primeros seis, siete años de vida (“claro, a papá mucho no le gustaba: no hablaba alemán”), muchas veces lo hace en un sentido generacional. “Vienen muchas personas de mi edad con sus hijos, que tienen la misma edad que tenía yo, que tenían ellos” cuando la Haus iba empezando y todos correteaban entre las mesas mientras Renata hacía crecer lo que había comenzado como negocio de expendio de tortas.

Entonces el público, que es de verano porque en invierno “no pasa nada” y el lugar cierra, viene a repetir tradiciones: pedir el famoso strudel; comer con vista a un conejo blanco y negro “¡malísimo!” que roe pasto, lechuga, manzanas y todo cuanto le pongan a tiro; disfrutar de platos que, según la propia Renata, “no son estrictamente de cocina alemana porque eso ya no hay, eso lo hacían los viejos alemanes” y no ella, que todavía no pisó los 70 y “ya hice mucho, así que disfruto de hacer lo que quiero como quiero”.

Cuando hace frío, sí, también, “la gente se dedica a comer”, porque “¿qué otra cosa vas a hacer?”, cuenta Cecilia. Entonces van. “Mami les cocina” rote grütze, chucrut, goulash, scons, hogazas de pan salidas de cuentos infantiles... Y los turistas, porque ellos componen más del noventa por ciento de los cubiertos del salón que alberga un piano, un árbol “de los plantados por Carlos Gesell que, bueno, estaba en el terreno y quedó acá cuando fuimos agrandando el lugar”, acatan un menú que versiona un Gesell algo legendario para vivirlo en el presente.

Una vez al año, en diciembre, antes de Navidad y en medio del adviento, Renata y algunas de sus vecinas, “todas viejas alemanas”, chimenta Cecilia, toman el salón por asalto y recrean un mundo que sólo podría existir acá. “Hacen cada una sus galletitas, su strudel. Vienen a tomar el té. Traen un cancionero con las letras, todas en alemán, claro. Y una toca el piano y cantan. Es su modo de volver a esa Alemania que conocieron. Mirá lo que será que una hace poco viajó y volvió horrorizada: allá esto ya no se hacía.”

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