SOCIEDAD › OPINION
› Por Mónica Pinto *
Las leyes son generales; tienen un sujeto genérico, el empleador, el trabajador, el contratista, el contribuyente. Las normas de derechos humanos siguen la misma regla; ellas enuncian derechos protegidos para “toda persona”, señalan que “nadie” debe ser objeto de tortura, maltratos. Detrás del “toda persona” y del “nadie”, hay individuos de todos los sexos y géneros. Sin embargo, para algunos sujetos como las mujeres, la igualdad plena sigue siendo sólo declamada.
Las normas sobre derechos humanos de las mujeres han adoptado el enfoque de género, esto es, una óptica que permite dar cuenta de la heterogeneidad de las condiciones culturales, sociales y económicas que afectan la vida cotidiana de hombres y mujeres en su interacción. El género expresa los papeles, la inserción que la cultura tiene reservados para unos y otras en un determinado contexto social.
Las prácticas de discriminación contra las mujeres tienen raíces culturales y se expresan en la legislación, en las instituciones, en el cotidiano vivir. Hay que hacerles frente con normas adecuadas. También con nuevas actitudes, rutinas y políticas públicas que incluyan a las mujeres en igualdad.
La discriminación genera exclusión. La discriminación incluye la violencia dirigida contra la mujer porque es mujer o la afecta en forma desproporcionada. Incluye actos que producen daños o sufrimientos de índole física, mental o sexual, amenazas de cometer esos actos, coacción y otras formas de privación de la libertad. En general, los autores de actos violentos suelen pertenecer al círculo próximo de la víctima.
Las prácticas discriminatorias sobreviven porque las violaciones a los derechos humanos de las mujeres suelen tener impunidad. El derecho solo no alcanza para modificar la realidad.
La violación y el abuso deshonesto son delito en casi toda América. Sin embargo, su denuncia es muchas veces una mera formalidad y conseguir una dignificación es un imposible. Todo esto pasa en la Argentina actual. Los periódicos cuentan de mujeres asesinadas, violadas, torturadas, quemadas por sus compañeros de vida. También dan cuenta de claros casos de trata de mujeres, delito complejo que sólo se favorece con la ineficiencia de la Justicia que calla y la corrupción de funcionarios públicos y de las fuerzas seguridad.
La violencia es un comportamiento aprendido que por ello puede modificarse. La violencia contra la mujer la trasciende y llega a la familia, a la sociedad y tiene efectos intergeneracionales.
Las políticas de erradicación de la violencia contra la mujer requieren la participación del poder público, que tiene la obligación de protegernos, de actores privados y del colectivo de mujeres.
Hay formas de tratar la violencia. Es necesario adoptar estrategias para su supresión, de modo de seguir cristalizando ciudadanía plena para las mujeres. Las normas son necesarias, pero para ser útiles deben ser aplicadas. Se requieren también cambios culturales.
Sin perjuicio del discurso democrático favorable a la igualdad, las declaraciones no alcanzan. Son imprescindibles políticas públicas, estrategias que las implementen.
En este hacer, la universidad tiene un papel que jugar. Debe ayudar a desprejuiciar, a vencer los estereotipos que obstaculizan la igualdad. La tarea radica en demostrar en los hechos que la igualdad no consiste en uniformar de manera autoritaria, en forzarnos a hacer todo de la misma manera, sino todo lo contrario; que seamos iguales no impide sino que alienta la diversidad.
La universidad debe plantearse el enfoque de género como un ejercicio de militancia a su interior, pero también como parte de su tarea de enseñanza, investigación y extensión. La sociedad en que vivimos nos lo exige.
Nosotras se lo debemos a las que nos precedieron y a las que nos siguen.
* Decana de la Facultad de Derecho de la UBA.
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