SOCIEDAD
› LA COOPERATIVA VECINAL QUE HACE VIANDAS PARA ESCUELAS PORTEÑAS
Una panadería armada en asamblea
El emprendimiento productivo de la asamblea de Plaza Almagro se convirtió en proveedor del Estado: el gobierno porteño le compra a la panadería los sandwiches para alumnos secundarios.
Antes era un nido de ratas. Ahora se fabrica pan para 24 escuelas. Antes eran desocupados. Ahora trabajan e integran una cooperativa. Se juntaron por primera vez ese 19 y 20 de diciembre por el que se vayan todos. Nadie se fue y ellos siguieron juntos en el país del olvido. Y construyeron. Hoy, la cooperativa La Cacerola es una panadería que produce más de 1000 sandwiches diarios para escuelas del gobierno porteño, vende sus facturas a vecinos y estudiantes y organiza ollas populares en Plaza Almagro. Una ex candidata a vicepresidenta, un uruguayo que vivió en Suecia, un estudiante de psicología y un pastelero que cerró su confitería por la crisis son algunos de los diez vecinos que, junto al movimiento de fábricas recuperadas y el programa de Unidades Productivas Solidarias de la Secretaría de Educación, amasaron un proyecto solidario y lograron desde la nada, el pan de cada día.
En Franklin 26, en la misma cuadra donde está la sede Parque Centenario de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, funciona desde setiembre del año pasado la panadería La Cacerola, una cooperativa de diez trabajadores que nació de una asamblea barrial. “El 19 y 20 de diciembre, varios vecinos nos encontramos en la calle y de ahí surgió la asamblea de Plaza Almagro. En febrero se formó una comisión de desocupados para concebir un proyecto que generara trabajo”, cuenta Silvia Díaz, una de las trabajadoras de La Cacerola.
Mariano es pastelero y en febrero cerró su panadería de Bustamante al 200: “Me terminé hundiendo y en el barrio se formó una agrupación para sostener la panadería. Quedaron las máquinas y éramos muchos los que no teníamos trabajo, por eso en la Asamblea empezamos a generar un microemprendimiento y así surgió la idea de reabrir la panadería”. Silvia lo escucha y agrega: “Lo que le pasaba a Mariano, le estaba pasando a la ciudad, al país y a todos nosotros”.
“Buscábamos un programa que nos permitiera ponernos de pie pero no sabíamos cómo hacer un proyecto viable”, cuenta Silvia y explica que a través de la cooperativa IMPA (del Movimiento de Empresas Recuperadas) se enteraron del Programa de Unidades Productivas Solidarias de la Secretaria de Educación del Gobierno de la Ciudad. En junio del año pasado, el gobierno porteño, por intermedio del CGP 6, otorgó en comodato a La Cacerola un espacio que estaba abandonado y lleno de ratas, según las quejas de vecinos del barrio. Donde había basura para los ratas, ahora hay hornos, bandejas con medialunas, una bandera de la cooperativa y pan para estudiantes de 24 escuelas secundarias de la Capital, que el año pasado fueron incorporados a los programas de becas alimentarias.
“Todos somos dueños de lo poco que hay y de lo mucho que debemos”, cuenta Walter Blanco, un uruguayo que estuvo exiliado en Suecia (donde fue diariero y agente de viajes) y que en 1989 volvió al país para que su hijo argentino “no viviera un exilio más”. Walter trabajó en una AFJP y en un banco, quedó desempleado y con el surgimiento de la asamblea fue uno de los encargados de las compras comunitarias que se repartían en la Plaza Almagro durante el año pasado. Ahora viste orgulloso su uniforme de maestro panadero: “Todos trabajamos 12 horas por día durante más de dos meses para reacondicionar el espacio que nos dio el Estado; el papá de uno de los chicos hizo los trabajos de herrería los fines de semana, otro se encargaba de la electricidad y siempre había alguien cebando mate para los demás; cada uno aportaba el dinero que podía”.
Ezequiel tiene 21 años, estudia psicología, trabajaba en una estación de servicio y quiso entrar en La Cacerola pero le dijeron que era un proyecto de desocupados; volvió al día siguiente y les dijo que había renunciado a su trabajo y que estaba desocupado: “Dejé el laburo porque esto implicaba un proyecto para ayudar, algo mucho más solidario”, señala.
“Decidimos organizarnos en cooperativa para así garantizar normas igualitarias entre los trabajadores. No tenemos una posición política unificada, pero lo importante es que más allá de cada visión, estamos afirmando en común la posibilidad de desarrollar la cooperativa, de incorporar más compañeros para dar trabajo a otros y de establecer lazos solidarios con el conjunto de las organizaciones sociales”, cuenta Silvia, que hasta el año pasado trabajaba en la caja de un restaurante luego de haber sido diputada bonaerense por el MAS en 1991 y candidata a vicepresidenta en 1989 en la fórmula Zamora-Díaz. Mariano, el pastelero que debió cerrar su panadería y ahora ve las máquinas en funcionamiento, interrumpe a Silvia y dice: “Con el esfuerzo que nos ha costado esto, yo puedo tener todas las diferencias con mis compañeros, pero hay una diferencia que jamás voy a tener: las 18 horas que nos matamos día a día para reabrir la panadería. Así hay una unidad mucho más fuerte que las diferencias individuales”.
Además de venderle 1000 sandwiches al gobierno porteño (que para junio esperan que sean 3000), La Cacerola hace facturas y pan para la Barbarie, el comedor de los estudiantes de la Facultad de Ciencias Sociales con el que comparten la enorme cacerola de las ollas populares que se organizan en el barrio cada dos semanas.
“La cooperativa no es el paraíso, con suerte llegamos a los 400 pesos mensuales, pero tenemos la posibilidad de trabajar en un proyecto propio”, agrega Edgardo Zacaríaz, que tiene cuatro hijos y hace un año y medio fue despedido de Molinos.
“No pudimos lograr una solución para unirnos a un movimiento social mucho más amplio que el de las asambleas pero, sin dejar de pelear por una solución de fondo, el hecho de que hayamos instalado la panadería generando trabajo y construyendo lazos con otros emprendimientos del mismo tipo es algo que nos da mucha satisfacción”, concluye Silvia, mientras el mate pasa de mano en mano y se acaban las medialunas hasta la madrugada siguiente.
Producción: Gabriel Entin.