SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Mariana Carbajal
En estos días se conoció una conmovedora historia de una periodista española, de 31 años, Bárbara Castro García, que decidió rechazar el tratamiento para luchar contra un cáncer de lengua, para permitir que siguiera adelante su embarazo. La gestación tenía apenas cuatro meses cuando supo de la enfermedad. La terapia oncológica que necesitaba su cuadro, le advirtieron los médicos, pondría en riesgo la vida del feto. Ella eligió darle prioridad a la criatura. Continuó con el embarazo y dio a luz. Disfrutó algún tiempo de su hija, pero finalmente murió hace pocos días: previamente le habían extirpado la lengua y una parte de la mandíbula. Bárbara pudo elegir sacrificar su vida para salvar otra, la de su hija. El mensaje es fuerte: emociona. Pero no debería confundir. Ese acto heroico no puede ser una imposición. A Bárbara la dejaron decidir sobre su cuerpo. Otras mujeres, como Ana María Acevedo, y tantísimas más que quisieron preservar su vida, frente a las consecuencias de seguir con un embarazo inconveniente, muchas veces forzado, producto de una violación, no pudieron elegir. El Estado, con distintas caras, médicos de hospitales públicos, jueces, funcionarios públicos, pisotearon su autonomía y limitaron su libertad.
La Corte Suprema de Justicia, en su histórico fallo del 13 de marzo sobre aborto no punible, despejó dudas y estableció con claridad que el derecho no puede imponer actos heroicos a las personas. Ese pronunciamiento, sobre un pedido de aborto de una adolescente de Comodoro Rivadavia, Chubut, que había sido violada, cristaliza una interpretación constitucional y de derechos humanos de los permisos para interrumpir voluntariamente un embarazo contemplado en el artículo 86 del Código Penal. El máximo tribunal del país indicó en el punto 16º de la sentencia: “... de la dignidad de las personas, reconocida en varias normas convencionales (artículo 11 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; artículo 1º, Declaración Universal de los Derechos Humanos; y Preámbulos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre), se desprende el principio que las consagra como un fin en sí mismas y proscribe que sean tratadas utilitariamente. Este principio de inviolabilidad de las personas impone rechazar la exégesis restrictiva de la norma según la cual ésta sólo contempla, como un supuesto de aborto no punible, al practicado respecto de un embarazo que es la consecuencia de una violación a una incapaz mental. En efecto, la pretensión de exigir, a toda otra víctima de un delito sexual, llevar a término un embarazo, que es la consecuencia de un ataque contra sus derechos más fundamentales, resulta, a todas luces, desproporcionada y contraria al postulado, derivado del mencionado principio, que impide exigirles a las personas que realicen, en beneficio de otras o de un bien colectivo, sacrificios de envergadura imposible de conmensurar”.
A Ana María Acevedo, la joven santafesina muy pobre y madre de tres hijas, que falleció el 17 de mayo de 2007, los médicos del Hospital Iturraspe de Santa Fe le impusieron que se sacrificara: rechazaron su pedido de un aborto no punible –era un aborto terapéutico contemplado en el artículo 86 del Código Penal– y no quisieron aplicarle los tratamientos oncológicos que requería el cáncer de mandíbula que padecía, para preservar la gestación incipiente que la muchacha de 19 años no había buscado. No la dejaron decidir. No respetaron su autonomía ni su libertad. Ana María Acevedo pretendió defender su vida: tenía tres hijos pequeños para cuidar. Los médicos alegaron “convicciones y cuestiones religiosas” para negarle el aborto no punible. Cuando estaba ya en estado “pre mortem”, Ana María fue sometida a una cesárea. La criatura que dio a luz, de 22 o 23 semanas de gestación, sobrevivió 24 horas. Tres semanas después, murió Ana María, dolorida y deformada. Su historia es un emblema de cómo se puede violar la autonomía de una mujer para decidir sobre su vida.
“El punto, al igual que en la decisión de llevar adelante o no un embarazo incompatible con la vida (como en la anencefalia), es el grado de libertad que el derecho debe proteger para permitir el ejercicio de la autonomía en las decisiones tomadas con libertad”, dice la abogada y directora ejecutiva del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), Natalia Gherardi, a Página/12. “La periodista española tuvo la libertad de elegir morir en beneficio de su embarazo, pero otra mujer debe tener la libertad de elegir vivir (en el caso de Ana María Acevedo, no sólo por ella sino también por la valoración que ella seguramente hacía de sus hijos vivos). Y la obligación del Estado es asegurar en ambos casos la libertad necesaria para poder tomar esas decisiones”, enfatiza Gherardi.
Obligar a las mujeres a ser incubadoras, impidiéndoles elegir sobre sus cuerpos y sus vidas, es violatorio de sus derechos humanos. No se les puede imponer el sacrificio de inmolarse. Debe ser una elección.
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