Dom 11.05.2003

SOCIEDAD  › LAS TREMENDAS ESCENASDE LA VUELTA A CASA EN LAS ZONAS MAS POBRES DE SANTA FE

Barrio Santa Rosa, donde empezó el desastre

Por esta barriada pobre al oeste de la ciudad, entraron las aguas del Salado, llevándose por delante las defensas. Página/12 acompañó a los pobladores en la vuelta a casa, vadeando o en bote, y en el recuento de lo perdido. Entre otras cosas, el mayor hospital del lugar, el de Niños, totalmente destruido por las aguas.

› Por Carlos Rodríguez

Desde Santa Fe

Por el barrio Santa Rosa de Lima primero pasó Atila, después se dieron una vuelta los marines de Bush y al final llamó Hitler preguntando si había judíos. La metáfora está lejos de ser broma. “¿Vio el Hospital de Niños? Hasta arriba llegaba el agua”, repiten los vecinos, que citan como mojón a su edificio de mayor envergadura. El relato coincidente de los voluntarios, de periodistas y de pobladores que huyeron como si los persiguieran King Kong, Drácula y el Hombre Lobo, confirma que en esta zona de la capital santafesina estuvo el pico de la crecida. El agua vino del oeste, donde está el Salado, y empezó a subir por la calle Mendoza. Después de avanzar sobre el caserío desparejo y superar las vías del Ferrocarril Belgrano, la ola llegó al Hospital de Niños. Tres, cuatro, cinco metros. La altura de las aguas varía según la zona a la que llegaron, desde los bajos de Santa Rosa hasta los “altos” del hospital, del que sólo quedó a la vista –en el momento de mayor tensión– el perfil del techo y la punta del cartel de entrada. De éste apenas se veía una mano multicolor que imita el saludo de un niño y que en ese momento parecía el pedido de auxilio de alguien que se ahoga.
“Había como 600 personas que corrían para todos lados. Eran los médicos, las enfermeras, los voluntarios que llegaban para ayudar a sacar a los chicos (había 120 internados y un número impreciso de ambulatorios). Lo más conmovedor fue ver cómo sacaban a los chicos de terapia intensiva, en las incubadoras. Yo de esto no me olvido más en mi vida. Vi correr a los médicos con el agua por encima de la cintura.” La periodista santafesina Luciana Trincheri, de LT-10, abre grandes los ojos poniéndole énfasis a un recuerdo que le contará a sus nietos, cuando los tenga. El crecimiento de las aguas comenzó a las 10 de la mañana y alcanzó su pico a las 20. Desde las 14.30 la situación fue caótica, por lo inesperado de la situación y por el descontrol general.
“Nadie pensaba que el agua podía superar la línea de las vías, pero siguió avanzando en forma incontenible. En la entrada del hospital se pusieron bolsas llenas de arena, como antes se habían puesto sobre las vías, pero fue inútil y al final llegaron los anfibios del Ejército para sacar a las últimas personas que quedaban adentro”, recuerda Trincheri en diálogo con este diario. Ayer por la tarde, una cuadrilla seguía haciendo limpieza dentro del hospital, que volvió a emerger sobre la faz de la tierra. Hacia el Salado, las aguas todavía siguen ocupando miles de casas en Santa Rosa de Lima.
“Algo del instrumental pudo ser sacado antes de que entraran las aguas y otros aparatos quedaron atrapados y es posible que no sirvan más, entre ellos el tomógrafo. Del edificio propiamente dicho quedó poco en pie, más allá de la estructura de hormigón. Las puertas interiores fueron arrancadas de cuajo, las paredes quedaron con los ladrillos a la vista, las computadoras salieron nadando y en general, toda la parte de la administración quedó a la miseria, no sirve más.” Dos empleados de Defensa Civil de Santa Fe seguían ayer trabajando para limpiar y desinfectar todo el interior del hospital.
Tal es el estado de destrucción en toda la zona, que el ministro de Cooperación de Italia, Arturo Olivieri, después de visitar el Hospital de Niños “Orlando Alassia”, afirmó que la situación general “es más grave que la de Irak”. El ejemplo es sin duda exagerado, pero no tanto si se toma en cuenta el daño proporcional reunido en una ciudad de menos de medio millón de habitantes. En la emergencia del hospital fue cuando el gobernador Carlos Reutemann recibió los primeros insultos de su gestión. Después, los pobladores de Santa Rosa le reconocieron que “al menos fue el único que se hizo presente”. El que no apareció, como en tantas otras partes, fue el intendente Marcelo Alvarez. Ayer, el hospital era una gran mole dormida. Cuando se llega a Mendoza y Lamadrid, el olor comienza a lastimar. Dentro del terreno que rodea al establecimiento, cuyos cuatro portones permanecen cerrados y con guardia de la Gendarmería, el panorama es el mismo que sigue a un hipotético picnic al que concurren todos los hinchas de Colón y de Unión, juntos y con pelea incluida. En las cuatro esquinas de la manzana hay un montón de muebles, botas, zapatos, tizas, borradores, cuadernos, tubos de oxígeno, elementos arrancados de los respiradores de terapia intensiva, cintas de papel para los electrocardiogramas y hasta un long-play de Joan Manuel Serrat. La reliquia había salido ilesa, pero pasó un camión del Ejército y el Nano fue censurado definitivamente.
El paisaje es todavía duro cuando se empieza a caminar por Mendoza rumbo a la zona más baja de Santa Rosa, uno de los barrios más pobres de la capital provincial. “Acá muchos se salvaron porque son cartoneros y todos tienen su carro con tracción a sangre. Fue un espectáculo increíble ver cómo salían en fila india, cargados de algunos pocos muebles, por lo general televisores y equipos de audio, y atestados de gente que gritaba. Yo vi salir a un hombre en una silla de ruedas, llevando en las rodillas a su mujer. Después no pudieron avanzar más por la presión del agua. No sé que habrá pasado con los dos. Nadie sabe qué pasó con tanta gente que está todavía desaparecida.” Nicolás Llanos, 62, salió disparado con su taxi, de la puerta del hospital, con el agua pisándole las cubiertas del auto.
Como el agua bajó en los últimos días, las canoas esperan dos cuadras hacia adentro, donde pueden navegar. Hasta allí hay que entrar chapaleando el agua o en carro. Página/12 entró al barrio Santa Rosa “en un carro doble tracción”, según el alarde de su dueño, “El Negro” Pedro. Después el viaje sigue en la lancha de Eduardo, uno de los mejores baqueanos de la zona. El tránsito por Zapata es poco convencional: en un momento se juntan siete carros, tres canoas, dos lanchas con motor fuera de borda, una piragüa y un enorme anfibio del Ejército Argentino que se abre paso salpicando a los presentes. También pasan algunos autos, empujados por sus respectivos dueños. Todos vienen del museo: pasa un Opel, dos Dodge 1500, un par de Ford Falcon y tres Fiat 600. Los coches habían quedado atrapados por la inundación y todos iban engalanados con barro y coquetos arreglos florales colgando del paragolpes. José Ricardo Díaz (61) arrastra su Opel 1980. “Se lo había comprado hace un mes”, cuenta su hijo, Mario, que se vino de San Javier, en el norte santafesino, para ayudar al padre, que vive solo. “Pensé que se lo había llevado el agua”, dice aludiendo a su papá. Cuando la lancha pasa junto al mercadito Super Mendoza, del interior sale un olor que hace temblar las embarcaciones. “Allí siempre vendían pescado y frutos del río”, ilustra con obviedad el guía Eduardo.
Luis López, Teté, es un piquetero ligado al Movimiento Territorial de Liberación, cuyo local sigue copado por las aguas. “Acá se refugiaron muchos compañeros, pero el agua los obligó a salir. Yo me quedé cuidando por las dudas. ¿Si hay tiros por las noches? Acá siempre hay tiros, forman parte del folklore, pero no pasó nada, aunque por ahí andan diciendo que hay un montón de muertos. Es mentira, acá, al menos, no pasó nada más que lo normal.”
Otros que volvieron a su casa, en un carro, son María Vega y Ricardo Gómez, una pareja que anda por los 60 y que se dedicaba a hacer comidas para llevar. Su negocio y casa, en Mendoza 4549, está hecho una verdadera ruina. La que baja a ver “cómo anda todo” es María. “Yo no puedo caminar muy bien porque estoy recuperándome de una hemiplejia.” Ricardo viste pantalón y suéter verde oscuro, un gorrito de lana color verde esmeralda y se cubre la nariz –”por el olor y los microbios”– con un buzo de color gris. “Cuando nos fuimos de casa el agua me llegaba a la cintura y estuve a punto de no contar el cuento.” María vuelve, después de entrar –mojándose hasta la cintura– a su vivienda. Ella hace la primera pregunta: “¿Saben algo de los suicidios?”. Al observar la cara de sorpresa de todos, se rectifica: “Subsidios, subsidios”. De su relato surge con claridad el resultado de su inspección submarina: “La jirafa (se refiere a uno de los freezer, el más grande y “cogotudo”) está caído sobre la puerta de la cocina y por eso no pude entrar. El colchón nuevo está flotando. El otro freezer está cabeza abajo y la heladera anda nadando junto con el televisor”.
Lo único que pudo sacar María fueron dos bicicletas, porque Ricardo “tiene que hacer ejercicios para recuperarse”. De su incursión, María trajo una grata noticia: “Apareció vivo el Rojo”. Su marido primero le pide que no grite. “La sorda sos vos, nosotros escuchamos bien.” Y después explica que el “Rojo” es un perro de la calle a los que ellos le dan siempre de comer. Al animal “le falta una oreja porque se peleó con un animal más grande”. A Ricardo le cuesta moverse, pero habla a la perfección. Y mucho.
–Hola, Negro, como andás, tuve miedo de que te hubieras ahogado –le grita Ricardo a un morocho que pasa en un carro llevando arriba una lancha, dos camas y una heladera.
–Estoy lo más bien, andábamos preguntando por vos allá en el fondo. Yo sigo bien, las minas me siguen queriendo, todo en orden.
–Pero sos de Unión –discrepa Ricardo.
–Tatengazo soy –responde el Negro aludiendo al apelativo de “tatengues” que reciben los del equipo albirrojo.
–¿Hola, mami, la familia como está? –se interesa otra vez Ricardo cuando pasa una chica jovencita, en canoa, con su marido y su hija.
–Todos vivos, por suerte –responde la joven, que se llama Marta, y que no está haciendo ninguna broma, apenas brinda el parte de situación.
En una esquina, al 4900 de Mendoza, se produce un pequeño embotellamiento. El problema lo crea un bote enorme que está haciendo una mudanza sobre el agua. “Recién ahora pude sacar todas las cosas, por suerte las subí al techo y el agua apenas si las salpicó. Me voy a parar cerca de la vía para ver si puede acomodarme en alguna casa.” El Mencho saluda y es una maravilla verlo doblar la esquina manejando la canoa con un solo remo, apoyándolo en el fondo de la calle, mientras con el otro cuida que la embarcación tome para el lado correcto.
Una chica joven, morocha, muy linda, acaba de llegar hasta el frente de su casa, todavía sumergida en el agua. Se fue apenas se produjo la crecida y es la primera vez que la ve después del desastre. Se baja de la canoa con los pantalones arremangados hasta más arriba de la rodilla, pero igual se moja. No dice una palabra, solo llora en silencio. En el regreso hacia el lado del hospital, cuando las aguas van bajando, otras dos mujeres sacan, a fuerza de agua, el barro que vivió una semana dentro de su casa de material, de ladrillos a la vista. La labor avanza porque ya se advierte que el piso alguna vez fue blanco.
A la salida está la Escuela 809. En una de las paredes, hay una pintada de los estudiantes que hablan de épocas pasadas o de labores para el futuro: “Conservemos el medio ambiente”. A su lado, maltrecha como el radicalismo, hay una bandera que dice “Moreau-Losada”. Que se ahogue, pero que no se doble.

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