SOCIEDAD
› MARGRIT SCHILLER, DEL GRUPO BAADER-MEINHOF
Una historia alemana
Hace treinta años fue presentada al mundo como una peligrosa guerrillera, aunque nunca había participado de un acto de violencia. Después de siete años de prisión y tortura psicológica, se fue a Cuba. Ocho años después, “por no poder contar lo que me pasó, nadie me entendía”, recaló en Uruguay, donde acaba de publicar un libro con sus experiencias y de donde acaba de volver, al fin, a su país. La historia de un grupo combatiente que en realidad no quería tomar el poder.
Por María Esther Gilio
–Creo que lo primero que cualquiera se puede preguntar es cómo una alemana vinculada con el grupo Baader-Meinhof vino a dar a Montevideo.
–En un momento salí de Alemania hacia Cuba, donde viví ocho años. Allí nacieron mis mellizos que hoy tienen 14 años. Un tiempo después de llegar empecé a escribir el libro que se acaba de publicar, Una batalla por los recuerdos, donde relato mi experiencia en la lucha armada y la cárcel.
–En Cuba la animaron mucho para que escribiera esa experiencia.
–Sí, insistían pero, luego de que empecé a hablar y a escribir, me di cuenta de que en Cuba nadie entendía bien cómo había sido esa experiencia que yo quería contar.
–¿Cómo que nadie entendía, si ellos mismos habían tenido una experiencia en parte, similar?
–No, no. Ellos piensan que en Europa está todo bien. Son ricos y no tan malos como los norteamericanos, ¿por qué la guerrilla?
–Claro, ustedes ya tenían las cosas por las que ellos habían peleado. Independencia, trabajo, vivienda, salud, educación.
–Claro, pero además les costaba entender cómo se podía luchar en medio de las ciudades.
–Usted hablaba y ellos...
–Nada. No recibía respuesta. Ellos no podían imaginar una lucha así ni tampoco las condiciones de la tortura tal como yo la había vivido. Te doy un ejemplo. Yo tenía en Cuba una muchacha muy amiga a la que empecé a contar sobre mi vida en la cárcel. Yo necesitaba hablar de eso. Pero al poco tiempo ella empezó a llorar y me dijo “No puedo imaginar lo que tú me cuentas”. Ella nunca había salido de Cuba. Esa experiencia se repite a veces acá. A la gente que nunca salió de Uruguay le cuesta entender mi manera de ver el mundo.
–No sé, pero no por las torturas. Aquí hubo torturas, murió gente en la tortura. La tortura psicológica a la que usted llama “tortura blanca” es terrible. Pero una picana en la vagina o en las encías no es menos terrible.
–Sí, claro. Ahora, lo que yo necesitaba, cuando hablaba era sacar eso de adentro. Y no recibía respuesta. Apenas asombro.
–Sintetizando, no le entendían.
–Por eso yo digo que viví ocho años muda en Cuba. Aprendí muchísimas cosas en Cuba pero nunca encontré un intercambio de verdad.
–Después de ocho años decide irse. ¿Por qué a Uruguay? ¿Qué sabía de Uruguay?
–Primeramente yo quería volver a Alemania. Pero tuve una serie de problemas con los papeles. Terminé por cancelar el viaje a Alemania, por el momento. Poco después me enteré de que la Inteligencia alemana había ido a casa de amigos míos a preguntar por qué yo no había embarcado y les habían hecho propuestas. “¿Usted no querría ir a Cuba? Nosotros le pagamos el pasaje para que usted vaya y le haga unas preguntas a la señora Schiller?”, le dijeron a una amiga. Esto fue en el ‘92. Al mismo tiempo me entero de que en la ciudad de Rostock la gente reunida en torno de una vivienda de extranjeros la había incendiado con todos sus habitantes adentro. Y que cuando las ambulancias pretendían abrirse paso las detuvieron al grito de “que se quemen”, “que se quemen”.
–Algunas veces mataron así a familias turcas.
–Sí, muchas veces. Ahí decidí no volver a Alemania.
–Empezó a pensar a dónde ir.
–Sí, primero surgió México. Más cerca de Cuba. Pero no era fácil México. Otra cultura. Es una cultura indígena.
–¿Y Cuba no?
–Nooo. Es verdad que Cuba es otro planeta si la comparás con Alemania. Pero México es todavía más diferente. Sus costumbres. Son tan distintos a nosotros, que me costaba, incluso, distinguir las caras. Sí, no se asombre, a los cubanos les pasó lo mismo con los alemanes. Yo hacía cincoaños que vivía en el mismo apartamento y un día una vecina me dice: “¿Cuándo va a venir tu hermana otra vez?” Yo le digo: “¿Mi hermana?” “Sí, la muchacha que siempre viene.” Para ella todas mis amigas alemanas que me visitaban eran una sola, y tan parecidas a mí, que eran mi hermana. No podía distinguir entre las distintas caras. Porque además están los gestos y la manera de decir las cosas. Tanto en Cuba como aquí, yo digo: “¿Querés un café?” Me contestan: “Bueno”. No “sí” o “no”, “bueno”. Y ahí no sirve el diccionario. Es inútil. Finalmente una pareja alemana que vive acá se comunicó con nosotros a través de amigos de Alemania. Nos dijeron “Ven, te puede gustar”. Yo agarré el mapa y miré. “Aquí está Brasil, aquí la Argentina, y chiquito, en el medio, Uruguay.”
–No lo conocía para nada.
–Un poco por los tupamaros. Bueno, tomé el avión y vine, sola, a ver cómo era. Me encantó.
–¿En qué mes vino?
–En diciembre.
–En diciembre. Era difícil que no le encantara.
–Es correcto. Por otra parte Uruguay no era otro planeta. Había habido cárcel, exilio. Experiencias semejantes. Esto también fue importante para mí. Mucha gente del país había estado exiliada en Europa. No era otro planeta.
–¿Y?
–Fue un aprendizaje brutal.
–Un duro aprendizaje.
–Claro. Si tú vienes con dos niños chiquitos, el padre es negro y los niños una mezcla.
–Sus hijos son lindísimos.
–Sí, son, pero no son blancos. Llegar acá fue muy difícil. Las personas que nos ayudarían no tenían nada que ver con nosotros. No conocíamos a nadie.
–Pero venían con algo de dinero.
–Yo había recibido la herencia de mis padres. Después de pagar los pasajes me quedaban unos 12 mil dólares. Me habían dicho: “No vengas sin tener resuelto el problema de vivienda”. Pensé que con eso podía comprar. Pero vi que no. Mis amigos de Alemania me prestaron algo. Y luego de caminar durante tres meses, me compré la casa que tengo hoy, muy vieja por Millán. Quedamos sin un centavo. Ahí empezó un tiempo terrible. No teníamos trabajo ni dinero y, a menudo, por la mañana, yo no sabía qué dar de comer a mis hijos. Fue un período muy difícil que duró un año. Mis hijos en ese primer tiempo lloraron mucho, extrañaron Cuba. Cuba es todavía más cálida que Uruguay con los niños. El padre, músico...
–¿Saxofonista?
–Sí, extrañaba mucho su ambiente. Vivimos con la enorme presión de empezar desde punto cero sin tener un centavo, ni amigos ni nada.
–¿No buscó algún acercamiento por el lado político?
–No, yo no quería hacer vínculos políticos, yo quería empezar a vivir como la gente normal de acá. Porque nos entendemos o porque nos queremos, pero no porque yo fui guerrillera y represento “algo”. Yo no quería representar nada. Por otro lado, en cualquier parte resultábamos raros. Yo era una mezcla que nadie entendía. Una alemana que había vivido ocho años en Cuba, que hablaba español con acento cubano.
–El acento cubano lo perdió.
–Sí, pero durante un tiempo fui la alemana que hablaba con acento cubano. Y fuera a donde fuera siempre era la alemana. La gente decía “Ah, alemana, ¡qué bien!” Pero atrás aparecía mi marido negro y de inmediato el respeto social se iba al piso. El racismo aquí, existe.
–Sí, existe, sin violencia física, pero existe.
–Y mis hijos sufren eso mucho.
–No son muy oscuros.
–No, pero tampoco son blancos. Y como los niños, a diferencia de los adultos, expresan lo que sienten, mis hijos sintieron que, para los otros niños, ellos no valían mucho. Es decir, sintieron el racismo que aquí sus padres no muestran. Yo lo sentí también. Cuando aquella vecina que me trataba con simpatía, veía a mi marido, su relación cambiaba.
–En definitiva, no se sentía integrada, cómoda.
–A pesar de esto me sentí bien, tengo amigos. Pero igual debo salir de aquí ya que no consigo más que trabajos temporales. En ese sentido no me siento bien.
–No se puede pensar que consiguiera algo en la embajada, el Goethe, el Colegio Alemán.
–No, ahí no me quieren.
–Volviendo a los comienzos de su historia, ¿dónde tomó el avión cuando se fue a Cuba?
–En la República Democrática de Alemania. Había un camino, de tránsito oficial, solamente para gente que debía tomar aviones que no bajaban en Alemania Federal.
–Cuéntenos entonces sobre esos diez años, los setenta, que son la materia de su libro. Para empezar, ¿qué significa RAF? Usted llama así al grupo que en el mundo se conoció como Banda Baader-Meinhof.
–RAF quiere decir, en alemán, Fracción del Ejército Rojo.
–A mí me sorprende la cantidad de años de cárcel que se comió en Alemania, porque usted no estaba vinculada con ningún acto de violencia directa. No había muertes en su currícula. Sin embargo la policía, la Justicia y la prensa la convirtieron en algo así como la estrella del grupo, y le dieron siete duros años de cárcel. ¿Por qué?
–No es fácil de explicar. Cuando me detuvieron era un momento especial porque por primera vez el grupo había matado a un policía. Y, unos días antes de detenerme hubo un tiroteo donde yo participé. Cuando me prenden me presentan en vivo en la televisión a fin de encontrar más rápidamente mi domicilio. Ahí yo reacciono de una manera que ellos no esperaban.
–¿Qué hizo?
–Me dejé caer delante de las cámaras. Entonces los cuatro policías que me custodiaban me tomaron de piernas y brazos y me levantaron la cabeza para mostrar mi cara. Esto produjo un gran rechazo ¿cómo se podía mostrar algo así mientras la gente estaba cenando? Era escandaloso. Pero, además, añadía pimienta el hecho de que mi padre fuera militar y mi madre militante de la democracia cristiana. Resultaba doloroso –eso decían– el hecho de que yo, perteneciendo a una familia como se debe, pudiera salirme y decir “todo es una mierda”. Creo que ellos pensaron que yo me quebraría y terminaría arrepintiéndome y denunciando a compañeros. Mi nombre en primera plana y a varias columnas tenía por fin valorizarme como militante.
–Lo cual valorizaba su arrepentimiento si éste llegaba. Leyendo su libro es fácil ver que los objetivos de la guerrilla alemana eran bastante diferentes de los objetivos de los guerrilleros uruguayos o argentinos. Por ejemplo, en un momento ustedes hablan del psiquiatra italiano Franco Basaglia, quien tiene una importante teoría sobre los manicomios. A mí me parece imposible que a las guerrillas del Río de la Plata se les hubiera ocurrido discutir ese tema. Ustedes disfrutan ya de cosas por las que se pelea en la Argentina y Uruguay. Ya tienen vivienda, educación, salud. La pelea, ahora, se da por cosas mucho menos materiales. Esto trae a la memoria las palabras de Trotsky sobre la revolución permanente. ¿Conseguidas esas cosas, es posible parar? No es posible. No hablo de lucha armada, hablo de la forma de lucha que se elija. ¿Estás de acuerdo?
–Sí, por supuesto.
–En su libro habla de cosas tales como la “aristocracia obrera” o “el desenfrenado consumo”. La lucha de ustedes es también para cambiar situaciones como éstas.
–Claro, los objetivos dependen del momento histórico en que surge un movimiento. Las metas de la Revolución Cubana fueron distintas a las de Nicaragua. En Cuba, la cárcel, ya sea para presos comunes como políticos, tiene por fin castigar. Ellos arrastran esto desde el ‘59. En Nicaragua, la revolución, mucho más tardía, elaboró una relación distinta con la cárcel. Ellos desarrollaron el concepto de educar. Nuestros contenidos, como guerrilla, tienen que ver con la situación cultural de Alemania en esos años. Y también con el problema del hambre en el Tercer Mundo, relacionado con la explotación que sobre éste ejerce el Primer Mundo.
–Otra cosa, a la que alude en su libro, es la corrupción sindical. No sabía que eso pasara en un país con tanta historia sindical. Me sorprendió.
–Claro que no es la corrupción al estilo argentino. Pero es. Cuando terminó la guerra, los americanos se encargaron de estructurar los sindicatos en Alemania. Veo que te sorprende pero no es tan raro. Los alemanes luego hicieron lo mismo en otros países. Tanto los norteamericanos como los alemanes tienen fundaciones, escuelas, donde la gente se forma para el trabajo sindical. Son escuelas donde no entra cualquiera. Está muy bien establecido quién puede hacer la carrera de sindicalista y quién no. Por presión de Estados Unidos se prohibió en Alemania el partido comunista, por ejemplo. Lo importante en este tema es que hoy los sindicatos alemanes tienen bancos, empresas, muchísima plata y son corporativistas.
–¿Corporativistas? ¿En qué se nota?
–En que defienden sus intereses locales en Alemania y no les importa las consecuencias que pueden tener sus acciones en el Tercer Mundo.
–¿Será que conocen bien los problemas del Tercer Mundo?
–Te doy un ejemplo. Tengo un amigo que trabajó en una fábrica que después de años de hacer cosas de uso corriente, cuando se produjo la guerra del Golfo en el ‘91 empezó a fabricar armas. Los obreros sabían perfectamente para dónde iban esas armas. Mi amigo intentó hablar sobre esto, con otros obreros, en el sindicato. No tuvo respuesta. Muchos obreros en ese momento se enfermaron. Era obvio que esto tenía que ver con el hecho de fabricar armas para la guerra, pero primero estaba el trabajo y su dinero. No fue posible ni siquiera hablar sobre el tema. ¿De dónde llegan muchas frutas y cantidad de objetos de madera? De Asia o de Latinoamérica. Y en Alemania se sabe cuáles son las condiciones de trabajo de Asia. Se sabe que los niños trabajan desde muy pequeños. Se sabe que las condiciones son de esclavitud. Se sabe que las flores que vienen de Ecuador las cortan niños que trabajan diez horas por día y reciben, no sé, un dólar por semana. Se saben muchas cosas. Se saben porque grupos ecológicos suelen hacer campañas. Pero el obrero alemán cierra los ojos y amontona todo el dinero que puede.
–En su libro explica cómo en un momento empezó a ver que pertenecía a un país que había cometido un crimen terrible. ¿Leyó, le contaron, cómo fue? Porque sus padres no hablaban.
–No se hablaba en casa, ni en la escuela, ni en los libros. Pero, teniendo yo 13 años, mi padre, borracho, contó riendo cómo habían torturado hasta la muerte a un soldado soviético en Stalingrado. Yo quedé destruida y más tarde pregunté en el liceo sobre las cosas que habían pasado en esos tiempos en Alemania. La profesora respondió hablando de lo terrible que era el comunismo. No se podía hablar del fascismo, siempre contraatacaban hablando del demonio ruso.
–¿Qué le parece? ¿Los alemanes sabían o no sabían sobre los judíos?
–Estoy absolutamente convencida de que sí. Los judíos estaban completamente mezclados con los alemanes y desaparecieron. ¿Cuántos? Seis millones. ¿Dónde estaban? No podían ignorarlo. Sabían.
–Ustedes se relacionaron con grupos guerrilleros palestinos y con otros. ¿Nunca con los tupamaros o grupos de guerrilla argentinos?
–Es probable que sí, pero no lo sé. Yo, dentro del grupo no tenía acceso a determinadas cosas. Por otra parte la RAF tuvo una vida muy corta. Empezó en el ‘71 y en el ‘72 ya estaban todos presos.
–Es más o menos en ese momento que se empezó a discutir sobre la calidad de preso político. ¿Es un preso especial? ¿El trato debe ser igual o diferente al del preso común? En su libro se ve cómo hacen del aislamiento en la cárcel un instrumento de tortura. El preso a menudo era encerrado, solo, en edificios donde no había ningún otro preso. Ni político ni común. En el libro usted escribe: “Durante mi primer paso por la cárcel había permanecido incomunicada, es decir aislada de las restantes presas. Pero las veía cuando paseaban por el patio y ellas me veían a mí cuando era mi turno. Las escuchaba las 24 horas del día porque convivíamos en el mismo edificio, aun cuando las reclusas de las celdas vecinas y contiguas del piso superior e inferior habían sido desalojadas. Las escuchaba reír, gritar, discutir y llorar. Y muchas de ellas, pese a la prohibición de tomar contacto conmigo, intentaban hablarme de ventana a ventana o de pasarme algún papel por debajo de la puerta de la celda, cuando nadie las veía. Estaba sola y excluida, pero me encontraba en un edificio lleno de vida. Estar en Toter Trakt introducía una dimensión de aislamiento totalmente diferente. Estaba sola, a mi alrededor reinaba un gran vacío. No veía ni escuchaba nada. Reinaba el más absoluto silencio. Ni un sonido, ni una respuesta, ni una risa, ni un llanto. Sólo yo. En este vacío todo pierde su contorno. Desaparece la sensación del cuerpo, hasta la percepción de la propia existencia. Y los muros, el armazón de hierro de la cama, los pocos objetos y los propios movimientos adoptan la forma de una espesa papilla”.
–Bueno, eso cambió algo en el ‘75 luego de las huelgas de hambre. Ahí conseguimos que algunos presos políticos estuvieran juntos. La mayoría siguió sometida al sistema de aislamiento.
–Hay una cosa que nunca plantea en su libro y sería interesante saber. ¿Cómo pensaba la RAF conseguir apoyo popular? Para los grupos revolucionarios del Río de la Plata eso era fundamental.
–No para nosotros. Nosotros nos planteamos ese problema de una manera muy distinta. Nos planteamos, sí conseguir apoyo, pero nunca pensamos en hacer una revolución en Alemania.
–¿Cuál era el objetivo, entonces?
–Nosotros queríamos que la gente nos entendiera y nos apoyara. En una discusión que se armó entre los miembros fundadores se dijo, claramente, que no se trataba de que un nuevo partido revolucionario cuestionara el poder para luego asumirlo. Algo así no podía más que desembocar en la parálisis, tal como había ocurrido en la Unión Soviética y, por supuesto, en la RDA.
–¿Ustedes expresaban claramente su rechazo a estos regímenes?
–La RAF siempre expresó su relación solidaria con estos países aunque nunca compartió sus planteos políticos concretos. No se trataba de cuestionar el poder para luego asumirlo. La RAF sostenía que era imposible diseñar en el presente modelos más concretos de una sociedad futura nueva, más justa, porque el camino hacia allí era muy largo y sólo las experiencias de esa lucha generarían nuevas posibilidades e ideas.
–¿Cuál era entonces, concretamente, el objetivo?
–Provocar el colapso del imperialismo a través de una cooperación de los movimientos de liberación del Tercer Mundo con movimientos en las ciudades de Estados Unidos y Europa, bajo la protección de los estados socialistas. Se buscaba, concretamente, la paralización del Primer Mundo hasta desarticular su funcionamiento. La liberación del ser humano sólo sería posible después del colapso del imperialismo.
–Hay otra cosa que me sorprendió en su libro. En un momento, se refieren a la importancia de liberar a Baader y Meinhof, quienes estaban presos. Dejarlos presos significaba que el grupo quedaba sin líderes. Creoque esto es de las peores cosas que le puede ocurrir a un movimiento revolucionario, que el liderazgo esté sólo en manos de una o dos personas.
–Estoy de acuerdo en que ahí hay un error, que las cosas no pueden funcionar así.
–Habla, más de una vez, de actos violentos que, realizados por el Estado alemán se les adjudicaron a ustedes.
–Tanto fue así que terminé poniendo en duda todo lo que decían. Philips Agee, en su libro sobre la CIA, habla de la cantidad de actos que cometía la CIA y se adjudicaban a los grupos de izquierda. Por ejemplo, en Alemania se mataba a un tipo de algún grupo revolucionario y luego se decía que lo habían matado sus compañeros para tomar su lugar. Como esto hay muchísimos casos. Ponían una bomba en tal lugar y decían que habíamos sido nosotros. Yo aprendí, en este tiempo, a poner en duda todo. A partir del ‘45 la CIA mata, pero claro, no lo dice. Hoy, esto está legalizado por Bush. “Se puede matar a quien pertenezca a grupos terroristas.” Antes no se decía tan claramente pero se hacía. Luego ex agentes de la CIA publicaron sus experiencias. En los años ‘70 aparecieron muchísimos libros con este tema. Hubo muchos agentes actuando en América latina, muchos infiltrados en la prensa.
–Al comenzar esta entrevista se refirió a la incapacidad para comprenderla de su amiga cubana. Dijo: “Ella no me entendía, no podía entenderme. Nunca había salido de Cuba”.
–Yo creo que para entender el propio país hay que salir, conocer otros países. Si no, uno no sabe dónde está. Tuve real conciencia del autoritarismo alemán cuando pude hacer comparaciones.
–Pienso que en este aspecto la diferencia con Cuba debe ser grande.
–Te pongo un ejemplo. Imaginemos un borracho en una calle de La Habana. Abraza a todo el mundo. Le dice a todo el mundo que lo quiere. Pensemos en un borracho en Berlín o en Hamburgo ¡Cuidado! Alejate de él porque tiene adentro una enorme violencia reprimida.
–¿Y si fuera en Uruguay?
–Los uruguayos son más parecidos a los cubanos. Cariñosos, solidarios. Me gusta cuando entra al ómnibus un muchacho a cantar y la gente aplaude. Ah, qué bien me siento. Hace unos días subió un tipo casi andrajoso con una guitarra, pero qué voz maravillosa. Saqué diez pesos, los arrollé y se los di. Quedó mudo por un instante y luego dijo en voz muy baja, sin mirarme, “Encantado”.
–¿Y usted?
–Yo dije “Yo también encantada”.