SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Marcela V. Rodríguez* y Silvia Chejter**
Una cuestión recurrente en el debate público, desde la sanción de la Ley Palacios en 1913 hasta el presente, es el desplazamiento del eje de la explotación sexual a la trata de personas con este fin. La explotación sexual y la trata son fenómenos que no pueden considerarse en forma aislada. Su disociación presenta un juego de falsas dicotomías tendiente a desvincular situaciones que están intrínsecamente unidas. Ambas se asientan en la estructura de dominación masculina, un sistema de jerarquías de género y sexuales del que se sirve un grupo de personas en la sociedad –mayoritariamente hombres– para usar sexualmente a otro sector –mayoritariamente mujeres o personas feminizadas, especialmente vulnerables por la discriminación, la violencia y la pobreza–, y que genera ganancias a otras personas, también mayoritariamente hombres. Las víctimas son las mismas. Las condiciones materiales que las han constituido en mujeres explotadas son las mismas. Los lugares de explotación son los mismos: prostíbulos, privados, whiskerías, cabarets, pubs, etcétera. La “demanda” de mujeres, objeto de trata o reclutadas de otras formas, es una y la misma. Los mismos “clientes” usan a las mujeres de modo intercambiable, con idéntico propósito. Las dinámicas son las mismas. Las redes de trata y las redes proxenetas, si fuera posible diferenciarlas, convergen en la generación de ganancias millonarias mientras provocan los mismos daños a sus víctimas: distintas formas de violencia, lesiones, abusos de toda índole, violaciones, enfermedades de transmisión sexual, trastornos de estrés postraumático, adicciones y dolorosos procesos de descorporización. Muchas de las mujeres apenas logran escapar con vida, con una tasa de mortalidad más alta que la de cualquier grupo de mujeres.
Las mujeres prostituidas en su mayoría están insertas en circuitos prostibularios institucionalizados en los cuales no pueden “elegir” quiénes, cuántos, dónde y cómo utilizarán sus cuerpos enajenados. La explotación sexual no es un mero acto entre dos personas. No estamos hablando de un hecho particular, aislado, singular. Entender la prostitución como un acto individual, de una mujer individual, esconde los alcances del carácter sistemático, organizado e institucionalizado de la prostitución. Se intenta distinguir una “prostitución mala, intolerable” de una “prostitución natural, tolerable, no tan mala, admisible”, imposible de erradicar, pero que no produce daños por sí misma. El propósito de realizar esta clase de distinciones apunta a normalizar prácticas de explotación sexual, declamando como excepción todos aquellos casos que involucren a niños y niñas y el sometimiento mediante el uso de la fuerza física. Ello conduce a una pretendida diferenciación entre “víctimas que merecen” tutela jurídica y otras mujeres para quienes no se requiere amparo alguno. La forma excluyente de nombrar la trata refleja los esfuerzos por dejar a la explotación sexual fuera del debate público y de la obligación de implementar respuestas efectivas tanto contra las redes proxenetas como contra quienes pagan por sexo, los prostituyentes. A la vez, para eliminar cualquier tipo de sanción contra las mujeres prostituidas y para implementar políticas que garanticen su salida de la prostitución. La falta de cuestionamientos a la prostitución como institución social asegura su perpetuación. Separar la explotación sexual de la trata es una estrategia política dirigida a legitimar el sistema de explotación y proteger su desarrollo y rentabilidad.
* Diputada nacional. Grupo Justicia y Género-Ciepp.
** Socióloga. Docente e investigadora. Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
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