SOCIEDAD › HISTORIAS DE AFRICANOS QUE LLEGARON COMO POLIZONES A LA ARGENTINA
Al presentar el libro La noche del polizón, de la escritora Andrea Ferrari, dos refugiados llegados clandestinamente al país en épocas muy distintas contaron sus experiencias: el viaje, los barcos, el peligro. Y la nueva vida en un lugar desconocido, de idioma incomprensible.
“A veces, la única solución que hay es salir. Irte a otro lugar, a otro país.” El testimonio es parte de la reflexión de dos refugiados africanos que llegaron escondidos en barcos a la Argentina en épocas muy distintas: Augusto José Días, de 88 años, vino en 1947, y Daniel Chbtamo, de 32, llegó hace sólo cinco años. Ambos contaron sus historias en el Auditorio Guillermo Díaz Lestrem, del Ministerio Público de la Defensa, en el marco de la presentación del libro La noche del polizón, de la escritora Andrea Ferrari. Estos relatos con final feliz son sólo parte de una realidad en la que miles de personas que huyen cada año ponen en riesgo sus vidas con la esperanza de encontrar un país que los acepte.
El libro es el punto de encuentro para comenzar a contar. No es casual, ya que la escritora se basó en historias reales que conoció a través de su trabajo periodístico para el desarrollo de su novela, publicada por la editorial Norma. “Me quedó mucho tiempo en la cabeza el relato”, asegura sobre la entrevista inicial a tres chicos que llegaron al puerto de San Nicolás escondidos en un pequeño compartimento en la proa de un barco.
Luego conoció a otros polizones. “Cada historia era única, pero tenían puntos en común –cuenta Ferrari, autora de libros infantiles y juveniles–. En todas aparecía la desesperación por huir y el terrible choque que había significado llegar acá, esa sensación de no entender nada, de estar en un mundo que se maneja con otras reglas, otra lógica.”
Las historias de Daniel y Augusto también coinciden en sus orígenes: ambos consideraron que en sus países no tendrían forma de desarrollar su vida, alimentarse o estudiar. Los barcos representaban la salida, el horizonte era la línea divisoria entre la miseria de sus países y el siguiente puerto donde esperaban encontrar un mundo diferente. Augusto es oriundo de Cabo Verde. “Un archipiélago muy pobre”, cuenta en voz baja, tímido, hasta que se suelta y se le escapa el acento porteño mezclado con algo de su lengua.
Llegó poco tiempo después del fin de la Segunda Guerra Mundial. “Todos hablaban de Argentina, decían que acá había prosperidad”, cuenta que comentaban en su pueblo natal. Ahí su padre le costeó los estudios, pero cuando murió, su mundo quedó en el abismo. Empezó a trabajar en el puerto, donde conoció a guardias y sabía dónde iba cada barco. “La única solución era salir”, insiste.
Una vez que tuvo todos los movimientos estudiados y supo dónde tenía que esconderse, se trepó a un barco con destino a un puerto argentino. Pero falló. Tres días después descubrió que el barco jamás había zarpado, lo encontraron y prefectura lo obligó a bajar. “Lloraba como una criatura”, recuerda. Estuvo preso, pero pronto salió y se encargó de la limpieza de la playa. Entonces, aprovechó para hacer un estudio más profundo de la situación y encontró un barco inglés que venía hacia el país y se subió. Al fin llegó al puerto de San Lorenzo, en Santa Fe. Volvió a estar en una celda, hasta que conoció a una mujer de su mismo país que logró hacerle contacto con un tío que también vivía aquí, que era cocinero de la Fragata Sarmiento, y lo ayudó a regularizar los papeles para que pudiera quedarse en el país. Su vida, irónicamente, transcurrió cerca del agua: trabajó siempre en la marina. En Argentina se casó, tuvo hijos y nietos. Uno de sus hijos es hoy cónsul de Cabo Verde en Buenos Aires.
El derrotero de Daniel es bien distinto. Nacido en Etiopía, él debió subirse a ocho barcos y pisar once países antes de llegar a tierra firme en Santa Fe. Todos lo rechazaron por ser indocumentado. Estuvo preso en reiteradas ocasiones, enfermó, debió ser operado y hasta sufrió pérdida de memoria. “Ahí donde uno come, orina y duerme”, dice sobre su travesía y asegura que no le da vergüenza contarlo. “Este libro te hace pensar”, comenta. Lo leyó en un reciente viaje hacia Butajira, en Etiopía, donde pudo reencontrarse tras mucho tiempo con su familia. “Estoy muy contento”, sonríe.
Cuando salió de Africa esperaba llegar a Inglaterra porque “no sabía nada de Sudamérica ni de la cultura ni del idioma. No sabía nada”, por eso, recuerda, fue “difícil” la adaptación.
“Salí por necesidad”, confiesa. En el primer intento por huir estuvo cinco días con otros compañeros escondido en la proa de un barco libanés. Salían por la noche a robar comida y los descubrieron. “Salten o los matamos”, los amenazaron y pensaron “si hay un Dios, entonces, vamos a vivir. Si no, dejamos de existir”. Y se arrojaron al océano.
En otra oportunidad, un barco los llevó hasta Portugal, el único país que les dio cobijo, pero después los expulsó. Para evitar regresar a Etiopía se escaparon del encierro. El se subió a un barco italiano con supuesto destino a Inglaterra que llegó a Santa Fe. “Estuve escondido en un tanque con aceite caliente y salía para robar comida”, contó. Cuando pudo entablar contacto con el capitán del barco, le contó su situación. “Me asusté”, abrió los ojos grandes. Y, al cabo de 19 días, llegó.
“Una señora de Migraciones me decía que no había problema, pero yo no sabía cómo iba a hacer con el idioma, con la cultura. Me asustaba cuando (en la calle) me miraban, así que usé anteojos negros para que no se dieran cuenta de que yo también los veía”, contó ante el auditorio. Ahora, dijo una y otra vez, volvió a nacer. “Tengo un año, porque hace un año tuve contacto con mi familia después de nueve de no saber nada de ellos.” Hace 14 que escapó de su país. Todo lo dejó atrás. Y ahora, dice, recuperó su memoria. Sólo tiene una tarea pendiente: encontrar a la familia del amigo que murió en uno de los tramos de su travesía. “Yo lo enterré. Tengo que verlos y contarles.”
Ahora Daniel regularizó su situación legal y consiguió trabajo en una empresa. Pero no todos tienen las mismas oportunidades. “En lo que va del año, Argentina rechazó a diecisiete personas”, contó al finalizar el encuentro Marcos Filardi, titular de la Comisión de Asistencia y Protección al Refugiado, que oficia además como tutor de los menores refugiados en el país. Esas son otras historias de personas que quedan a la deriva.
Informe: Carla Perelló.
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