Dom 11.11.2012

SOCIEDAD  › CRISTINA ZAMPONI, LA MUJER DE JAVIER “PANCHO” COCCOZ, JEFE DE INTELIGENCIA DEL PRT

Un testimonio para exorcizar el pasado

Habla de su esposo y de la militancia de ambos. Cuenta que después del secuestro de Coccoz estuvo bajo la vigilancia de Vergéz en su propia casa hasta que pudo partir a Francia. Revela por primera vez que el represor la violó.

› Por Alejandra Dandan

La foto de Javier Coccoz con su hijo de meses que Cristina Zamponi mostró en la audiencia.

“La carga es muy pesada porque hay una parte que es como que quiere olvidarse, decir: esto no pasó. No me pasó, porque es abrir la puerta a la atrocidad. Yo no lo pude hablar durante mucho tiempo: no lo podía mirar porque tenía la sensación de que me iba a quedar enganchada ahí.” Cristina Zamponi declaró en uno de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Es la única sobreviviente de un grupo de cuatro víctimas, entre las que estaba su esposo, Javier “Pancho” Coccoz, jefe del aparato de Inteligencia del Partido Revolucionario de los Trabajadores, al que ella mencionó como dirección política del Ejército Revolucionario del Pueblo. Ella declaró desde el Consulado de Barcelona, vía Internet. A días de la audiencia, cuando todavía se le llenan los ojos de lágrimas cuando piensa en qué significó poder poner en palabras eso que demoró 36 años en decir; mientras invoca cierta idea de liberación, cuenta que cuando volvió de tribunales llenó su casa de velas y brindó convencida de que ahora sí, algo nuevo estaba empezando.

Cristina es muchas cosas en este juicio en el que se mezclan historias de informantes y contrainteligencia. Pero es sobre todo la única testigo viva que podía contar lo que sucedió. Ella fue secuestrada un mes después que su compañero, pero encerrada en su propia casa, con su hijo y sus padres, en un cerco controlado por el represor Hector Vergéz, que fue quien le puso las reglas.

En la audiencia habló de Pancho. Tradujo como pudo, con el alma, los términos de sus militancias como para hacer entender la densidad de ese pasado en este presente y soltó muy lentamente hasta sacárselas de encima las formas del peso oscuro de Vergéz. Habló en pasado pero también en presente, como si todo todavía estuviera aquí. Pero antes de hacer todo eso sacó de algún lado una foto de Pancho y de su hijo, como si necesitara empezar por ahí. “Me gustaría que la imagen que se viera fuese la de mi compañero Javier Co-ccoz con su hijo de meses –dijo ella–: hijo que tiene en este momento 38 años, diez años más de los que tenía su papá cuando él nació, quiero que esta foto presida esta sesión.”

–No hay inconveniente de que usted la deje ahí arriba –le dijo el presidente del Tribunal, Angel Nardiello—: ahora le tomo el juramento de verdad.

–Juro decir la verdad –dijo ella y apretó los ojos antes de arrancar.

Coccoz

Cada cual en la sala cerró la boca y entró como en un viaje hacia otro lugar. La fiscal Gabriela Sosti tomó el micrófono para empezar las preguntas frente a las cuales Cristina buscó generar respuestas en diálogo con sus propios recorridos.

“Necesito hacer un pequeño relato que tiene que ver con Javier y conmigo y con que en los años ’70 éramos manifiestos militantes del PRT, que era la dirección política del ERP”, dijo. Empezaron a militar en el año ’70. En Semana Santa de 1971 detuvieron a Javier en Rosario, lo torturaron ferozmente y en noviembre la detuvieron a ella. Tras varias prisiones llegaron los dos a Rawson. “Fuimos actores de la fuga del 16 de agosto de 1972. Salimos en libertad con el indulto del 25 de mayo del ’73 para continuar en la militancia. Por análisis de la organización se ve que no conviene que la gente que salió de la cárcel funcione de forma legal, así que pasamos a la clandestinidad.”

En ese contexto, la organización planteó “la necesidad de crear un servicio de inteligencia”, un frente que respondía al ERP dirigido por el Estado Mayor. “Tanto Javier como yo formamos parte de esa estructura. El Servicio de lnteligencia estaba estructurado como la mayoría de los servicios de Inteligencia: una parte de los militantes se ocupaban de una tarea concreta. Unos estaban en Análisis de Información pública y semipública y ese análisis se reforzaba con información que venía del otro frente de inteligencia: Operaciones. Operaciones se encargaba de contactar con posibles fuentes de información que eran valoradas y analizadas, y luego la información se pasaba a un estándar de fiabilidad. Esa es la tarea en la que empezamos a participar.”

Los fiscales le preguntaron por las personas que como “fuentes” Javier podía conocer. Una de las hipótesis de esta causa es que las otras dos víctimas, cuyos casos se investigan en este juicio, que fueron Juan Carlos Casariego del Bell y Julio Gallego Soto –dos personas del mundo de los negocios y las finanzas– fueron secuestradas y están desaparecidas porque eran informantes del PRT.

–¿Usted y Javier tenían los mismos roles? –le preguntó la fiscal.

–¡Para nada! –manifestó Cristina–. Yo estaba en Análisis de la Información y Javier en Operaciones. El responsable de Inteligencia era el Capitán Pepe (Juan Santiago) Mangini. Pepe cae en el ’76 detenido en una redada al Comité Central. Era un frente muy estructurado, muy compartimentado a tal punto que dentro de la propia organización durante mucho tiempo no se dijo que existía este frente. (Los informes que hacían) Servían para conocer el estado de la cuestión en lo que hacía a las Fuerzas Armadas, a sectores económicos y partidos políticos: es decir, lo que se analizaba no era lo que se llamaba “el campo del pueblo” porque eso venía de los frentes de masas.

–¿Qué cargo tenía Javier en el ’77?

–Era el responsable de Inteligencia. Es decir, el cargo de mayor responsabilidad dentro de la estructura de Inteligencia.

Los secuestros

Para mayo de 1977 ellos vivían en Lanús Este, sobre la calle Máximo Paz, aunque Cristina solía recordar siempre como José C. Paz. “Los militantes teníamos un deber que era olvidar”, dijo. “Olvidar direcciones, olvidar nombres, olvidar caras: rearmar que la calle no era José C. Paz sino Máximo Paz lo logré porque fui y las caminé. El nombre no lo tenía en la cabeza, pero andando llegué a mi casa y pasé por el lugar donde fue detenido Javier.”

El 11 de mayo, Javier tenía una cita con un compañero. Cristina tenía hora en el hospital. Salieron juntos. En la casa quedó otro compañero que había entrado la noche anterior porque se preparaba una reunión de la Dirección. Con Javier, Cristina había quedado que a su regreso él compraba leches y facturas en una panadería que estaba enfrente. “Vuelvo a la casa y Javier no había llegado todavía”, dijo ella. “Valoramos con el compañero que es muy raro y como la cita era muy cerca de la casa, en Pavón y Máximo Paz, voy a ver qué pasa.”

Cristina dio una vuelta. Encontró la huella de un tiro en la calle. Entró en un kiosco. Se dejó caer en un asiento y simuló una historia para sacarle algún dato a la vendedora, que le dijo que esa mañana había habido un tiroteo.

“No sé si se puede hacer una idea de lo que significa esa información para mí: ha caído mi compañero, ha caído mi responsable, y yo como militante lo que tengo que hacer inmediatamente es salir para la casa, sacar a ese compañero, explicarle y levantar esa casa”, dijo. “Eso es lo que hago. Llego a la casa, aviso a ese compañero que Javier está detenido y del tiroteo. Le digo que yo me voy a ir aunque tenía absoluta confianza, pero las medidas de seguridad había que cumplirlas. Me voy con mi hijo a la casa de mis padres. Si bien Javier conocía dónde vivían mis padres, me voy porque la casa de Máximo Paz estaba muy próxima a la cita y podía haber un operativo. Al día siguiente, con una excusa de una separación con mi pareja, veo a los vecinos y vuelvo a la casa con un señor con un carro: a sacar todos los muebles y llevarlos a un guardamuebles. El análisis que se hace es que se va a seguir funcionando a pesar de las dificultades, que eran muchísimas. Entonces yo sigo teniendo citas con compañeros.”

Mi nombre es Cristina Zamponi

Cristina habla y cada una de las cosas parecen cada vez más terribles. El silencio es uno solo. Es así, no tiene palabras. Pero cuando al silencio se le va quitando cada vez más respiración, lo que aparece, además, es algo seco. Esa cosa sin aire es lo que se sentía en el lugar. Raúl, aquel niño que ahora tiene 38 años, la oía desde la sala.

–No tengo los datos precisos –dijo—, pero hay un momento en que nos llega una información: nos dicen que Javier ha sido identificado como jefe de Inteligencia. Es información que llega a través del partido. Es decir: yo tenía clarísimo qué significaba eso.

–¿Qué?

—¡Que lo iban a reventar! Lo iban a reventar...

Transcurrido un momento, tomó agua y la fiscalía le preguntó si supo qué fuerza se había llevado a Coccoz. “Puedo hacer una especulación –dijo ella–, en tanto y en cuanto nosotros éramos los irrecuperables, que Ejército se hizo cargo. Eso sí lo podría decir. Pero hay un tema generacional”, se quedó pensando. “No sé cuánta conciencia puede haber en la sala de lo que significaba el ’77, el horror, la represión. Los coches en la calle rodando a paso humano, con las ametralladoras apoyadas en las ventanas, mirando de arriba a abajo a todo el mundo. Las caídas. Era tal el nivel de secuestros que teníamos una consigna: al que iban a secuestrar tenía que buscar una ventana y gritar su nombre para que por lo menos alguien se enterara... ¡Estamos hablando del horror!”, dijo llena de lágrimas. “¡No sé qué otra palabra existe en el diccionario!”

En los ’90, Vergéz escribió un libro donde relata los crímenes con tono de saga. En la tapa y contratapa puso su cara. Cristina vio ese libro en forma de fotocopias en Barcelona y gritó cuando vio las fotos: a Coccoz lo secuestraron en mayo de 1977, en junio de ese mismo año ella vio por primera vez a Vergéz.

“El 11 junio había una huelga de lecheros. O de trasporte. Lo que recuerdo con absoluta claridad es que me tenía que levantar muy temprano para buscar leche porque si no me quedaba sin leche para Raúl”, dijo. “Voy al supermercado, compro la leche, vuelvo a casa. Mis padres eran muy mayores. Dejo la leche en la cocina y voy al cuarto de baño. Mientras estoy ahí siento unos ruidos muy fuertes: timbre y ruido. Timbre y ruido. Golpes secos. Salgo y veo una patota de ocho, seis, diez tipos de civil adentro de la casa. Salgo corriendo a la ventana del comedor que daba a la calle a gritar mi nombre. A gritar: mi nombre es Cristina Zamponi, me están secuestrando.”

Ese fue un momento de pánico absoluto: “Mi madre se pone a llorar a los gritos, mi padre se queda sin aire, Raúl gritando y llorando. Yo no sé sinceramente si se puede explicar con palabras ese momento... Cuando estoy queriendo gritar mi nombre, alguien me agarra de atrás y me dice que no vienen a secuestrar a nadie. Y que en una hora me va a llamar Javier”.

–¿Esta “patota” se identificó de alguna manera? –le preguntaron—: ¿Con credenciales?

—¡¡¿¿Credenciales??!! –se rió Cristina—. ¡El horror era la credencial! La muerte, la tortura, la desaparición: ésas eran las credenciales, la vejación, la violación. Esa es la credencial. El que me agarró de atrás se presentó como “Capitán Rodolfo”. Dijo que estaba al mando, que era el interrogador de Javier.

–¿Eso le dijo él? –preguntaron, para reforzar prueba entre Vergéz y Coccoz.

–Sí –dijo ella–: se vanagloriaba. Mostraba su poder, mostraba que tenía todo el poder, el poder de la vida y de la muerte sobre mi compañero, sobre mi madre, mi padre, mi hijo y sobre mí.

Cristina dejaba de hablar cada tanto. A veces buscando palabras, otras para contener la emoción. Un ida y vuelta a veces con dudas, como si necesitara que los que estábamos ahí, del otro lado, nos diésemos cuenta: “Lo que pasa es que hay una mezcla explosiva de furia, dolor, tristeza, una conciencia muy clara de la impunidad con la que se movieron él y todos los que estaban con él. Da igual quién fuera: eran los dueños de la vida y de la muerte. Cabrea mucho, indigna mucho”, explicó. “Estoy mirando en este momento la foto de Javier”, y se puso a mirar esa imagen hablando un poco con él. “Tenía una linda sonrisa, quería mucho a su hijo, era un excelente compañero personal y de militancia. Es un orgullo haber sido su compañera.”

Un rato después volvió a la escena con Vergéz. A cuando sonó el teléfono: “Y era Javier: me dice que lo hirieron en una pierna, no me cuenta lo que le pasó en el medio, no me cuenta nada desde que le metieron el tiro hasta que me llama. ¡Qué cojones! ¡Qué hicieron con él! Me dice que ha caído todo. Y me dice que me van a sacar del país”.

–¿Quiénes? –le preguntaron.

–Los que estaban en mi casa.

Javier llegó a decirle que había una negociación para que ella y Raúl salieran del país, un plan al que luego se uniría él, pero Cristina sabía que eso no era así: “Los dos sabíamos que eso era imposible, él estaba cumpliendo lo que le hacen decir: no iban a soltarlo, jamás lo iban a dejar con vida, eso está clarísimo para mí desde el primer momento: para mí era imposible que salga”.

Javier era muy parco. De muy pocas palabras. Sólo dijo poco más, que iba a volver a llamarla, pero no hubo más contactos entre ellos. A Cristina le costó durante un buen rato ir encontrando los modos de seguir hablando de Vergéz, dudó, dijo que no sabía cómo llamarlo. Pereció cómoda cuando pudo empezar a decirle: “el imputado”.

El imputado

“Este individuo queda a cargo de mi custodia: de mi secuestro en mi casa, del secuestro de mi hijo, de mi madre y de mi padre. Nos deja custodia y se va. No sé si es posible imaginar las cosas que pasaban por mi cabeza y mi corazón. Veía claramente que no me podía escapar y me doy cuenta de que es una situación límite y que para mí hay dos opciones: que me chupen o que realmente me saquen del país, no había tercera.”

Una cosa todavía la vuelve “loca” y la sueña cada tanto: “Es cuando... no sé cómo llamarlo –dijo en ese momento—... el imputado, en esa hora que pasa hasta la llamada de Javier, se acerca a Raúl y le acaricia la cabeza, con esas manos, que seguro estaban sucias de sangre y me dice: ‘Cabezón como su papá’. A mí me provoca horror. Que toque a Raúl, que toque a un niño de dos años y ocho meses”.

Nadie habla. Alguien se ha llevado de acá todos los sonidos, ahora hasta los latidos. Se la ve buscar algo, un papel, tal vez esperase. La negociación que iba a durar diez días finalmente se extendió.

“El imputado viene cada dos días, aparece seguido. Y más seguido. Un día me saca a dar un paseo. Las visitas se hacen más frecuentes. Y un día me lleva a un hotel”, se detuvo. “Esto no lo he podido decir hasta ahora: es la primera vez que lo digo, el horror, la suciedad, la muerte, todo está presente. Evidentemente eso pasa por dentro porque yo no lo digo, eso se produce porque ¡es una violación, joder! La correlación de fuerzas es que no éramos dos iguales. Tenía en su poder la vida de todos los míos.”

La salida

Cristina partió a Francia el 9 de julio. Voló con Raúl. Con los pasaportes, Vergéz le dio 200 dólares. Raúl no paró de llorar durante todo el viaje. Llegó a París con su hijo y dos valijas, tomó un taxi, todavía no se acuerda cómo, pero terminó en un hotel cualquiera a donde se metió y no salió durante dos días. “A mí me expulsan del país, no es que salgo al exilio. Llego a París, me quedo dos días y vengo a Barcelona, a la casa de una hermana de Javier, es un momento muy duro, muy difícil, vengo de una realidad que se sale de lo normal, de lo ordinario, con pesadillas por las noches, un mes después me voy a vivir por mi cuenta. Alquilé un pisito chiquito.”

Cuando el testimonio terminó, volvió a hablarles a los jueces.

–¿Puedo decir algo más? –les dijo. Y miró la foto.

–Por supuesto.

–Sólo una cosa: “¡Va por vos, Javier!”.

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