SOCIEDAD › OPINION
› Por Oscar González *
Para aquellos que ven a la historia como mera sucesión de peripecias individuales o de hitos institucionales registrados en los libros de la Escribanía de Gobierno, la Asamblea del año XIII es apenas un antecedente más entre los que condujeron a la declaración de la independencia en 1816. Para quienes creemos en el papel decisivo de las luchas sociales, la acción política y el conflicto para el devenir de las sociedades, ese congreso, que comenzara a sesionar hace exactamente 200 años, representa, en cambio, un episodio fundacional, en muchos sentidos comparable con la experiencia que vive la Argentina en la última década.
Las crónicas contenidas en las 24 ediciones de El Redactor de la Asamblea –que como La Gaceta fue también un instrumento de lucha política– permite advertir que la mayoría de las iniciativas importantes debatidas en las sesiones apuntaban a concretar el programa revolucionario de Mayo y a fundar sobre otras bases el nuevo Estado emergente al que se llamaría Provincias Unidas del Río de la Plata.
Ese programa no se agotaba en asegurar la libertad de los hijos de los esclavos, quizá la iniciativa más emblemática de la Asamblea. Con las limitaciones de la época, la nueva condición de ciudadanía se extendía a todos los habitantes de la nueva Nación, incluidos los integrantes de las comunidades originarias. En efecto, no sólo dispone la abolición de la mita, la encomienda y el yanaconazgo, sino que convoca a que ellas elijan autónomamente sus representantes.
La Asamblea, controlada por los herederos directos de Mariano Moreno, avanzó también hacia la democratización de la vida civil, con la supresión de la tortura, de los títulos de nobleza y de la Inquisición, a la par de impulsar una reforma eclesiástica destinada a romper los vínculos con España y a secularizar instituciones que estaban bajo dominio de la Iglesia.
Hizo suyos los símbolos de todo país independiente, con la creación del escudo, la adopción del himno y de la primera fiesta cívica, el 25 de mayo, pero también con la acuñación de moneda, que en adelante no llevaría la imagen de los monarcas sino la iconografía de un pueblo libre.
No eran, por cierto, momentos plácidos. El país alumbrado por la Revolución de 1810 aún sufría el hostigamiento de las tropas españolas, imbuidas del propósito de restituir la dominación imperial, y de aquellos criollos que –ya entonces– trabajan para refrenar la radicalización política. Así, las crónicas reflejan desde el triunfalismo que sucede a las victorias de Salta y Tucumán hasta dramáticos llamados a no retroceder frente a la derrota.
En cualquier caso, con sus luces y sus sombras, y también con sus limitaciones, la Asamblea representaba la exaltación de la soberanía del pueblo y el impulso revolucionario frente a la fuerte presión para perpetuar lo establecido, bajo diversas formas. El presupuesto de esa soberanía era la independencia del Estado, no sólo de la monarquía española, sino de toda otra dominación extranjera.
Es la misma reivindicación de la soberanía popular y nacional que está presente dos siglos después en las grandes transformaciones iniciadas en 2003. Por esas paradojas de la historia o porque las luchas emancipatorias suelen recrearse permanentemente, buena parte del programa de la Asamblea es retomado ahora, doscientos años más tarde, con la política de extensión de derechos sociales e individuales, con las medidas de inclusión ciudadana, con la decisión de autonomizar a la política respecto de la economía y al Estado de los grandes poderes fácticos locales y extranjeros.
Poco antes de concluir su tarea, en medio de las intrigas y el asedio externo e interno, la Asamblea aprobó un vibrante manifiesto dirigido a los habitantes de las Provincias Unidas. Con la redacción de la época, ese texto aprobado por todos los diputados decía: “Uno solo es el peligro que debe excitar vuestros temores, y en vosotros pende el evitarlo. Concentrad vuestros sentimientos en el bien común, y acordaos que la impostura, la seducción y el engaño, son las armas con que os atacan en secreto los que no se atreven a blasfemar en público contra vuestras esperanzas. ¿Consentiréis que los malvados frustren vuestros sacrificios y que el día de su triunfo se rían de vuestra sencillez y de vuestro mismo celo?”. Esas palabras resuenan hoy con un eco de pasmosa actualidad.
* Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional. Dirigente de la Confederación Socialista Argentina.
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