SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Julián Axat * y Guido Croxatto **
La discusión sobre los alcances de una política de derechos humanos y su proyección al presente es la clave para evidenciar la continuidad de ciertos dispositivos del hoy que provienen de ayer. Estudiar las reacciones de la corporación judicial ante la violencia institucional es un camino interesante para develar cambios y continuidades. Preguntas incisivas como las siguientes: ¿Cómo se ordenaba el lenguaje de la Justicia cuando desaparecía una persona en 1976, y qué ocurre hoy? ¿Qué elementos se activaban o se activan para el silencio y la impunidad judicial frente a presuntos casos de desaparición de personas?
A partir del 24 de marzo de 1976, la interposición de un hábeas corpus ante la desaparición de un familiar implicaba verdad y riesgo para el firmante. Hay abogados desaparecidos por esa razón. La respuesta de la Justicia se dividía en: rechazo in limine con costas, absoluto silencio, o un burocrático oficio librado por al juez a todas las fuerzas a sabiendas de que retornaba sin datos sobre el paradero del desaparecido. Salvo honrosas excepciones, la maquinaria judicial encubría y obturaba respuestas, aunque más tarde, sin embargo, esos registros fueron la clave para armar historias, abrir los juicios por la verdad, acreditar el daño a resarcir, etc. Por eso aquí aquello que nos interesa es la forma en la que se escabulle la complicidad judicial en el lenguaje del derecho, ya no en los crímenes de ayer sino en los de hoy.
La banalidad judicial frente a la violencia es la herencia jurídica del Proceso, que hoy padecemos como sistema cultural de Justicia revanchista, selectiva, cautelar, de excepción. La “violencia institucional” es la clave para pensar cambio y continuidad de la Justicia argentina envenenada. Tomo dos casos paradigmáticos para tratar de analizar cómo funciona el lenguaje canalla entre ayer y hoy. Las desapariciones de “Jorge Julio López” (2006) y “Luciano Arruga” (2009). Una desaparición vinculada a resabios de terror de ayer, otra a elementos de terror de hoy. Aunque muy diferentes entre sí, por motivos, contexto, pertenencia; ambas hablan –en democracia– de “desaparición de cuerpos” con presunta participación de fuerzas de seguridad, también hablan sobre el estado de defección de nuestra Justicia ante los signos de violencia institucional más gravosa. Patrones comunes: a) preeminencia del relato policial (no judicial); b) intervención de una única fuerza que dirige y otras que se superponen, o des-coordinan; c) existencia de relatos en piezas judiciales que cambian la hipótesis de sospecha constantemente, abriendo la posibilidad de despistar la información que se reúne (aparición de brujas que brindan hipótesis, llamados extraños al 911, testigos anónimos); d) aparición de agentes encubiertos y con reserva de identidad de desvían hipótesis; e) chantaje, apremios a testigos e imputados para que delaten situaciones e impliquen a personas; f) intervención y superposición del aparato mediático en paralelo a la investigación; g) sospecha del entorno familiar de las víctimas o directamente de la propia víctima; h) convalidación judicial automática de los actos policiales; i) pérdida de tiempo en un entramado atomizado y descoordinado, siendo que las primeras horas son claves para lograr el hallazgo de la persona desaparecida; j) delegación de la búsqueda o paradero, en la misma fuerza sospechada de la desaparición; k) caratulación de la causa como averiguación de paradero, y no como desaparición forzada de persona.
Ante esta maraña de relato, no han funcionado hábeas corpus, no ha funcionado la Justicia de averiguación de paradero. La prensa hegemónica ha hecho de los casos un abordaje cliché, o directamente los ha obviado. Existe un sistema de la opacidad de la palabra ante la ausencia de esos cuerpos. Si la banalidad judicial de ayer era la inacción lingüística-burocrática-mediática, silencio ante la denuncia de desaparición y costas al vencido. La banalidad judicial de hoy es maraña de escritura forense y amarillista, formas de habla que se suponen asépticas o libre expresivas, cuando en realidad toman distancia se descomprometen, banalizan el cadáver que no está y debió aparecer. Porque en democracia los cuerpos aparecen o debieron aparecer. En un Estado de derecho, los cuerpos aparecen.
El expediente Arruga-López dice para no decir nada, para encubrir un crimen-ausencia de cadáver. La mirada antropológica de las fojas de esos expedientes logra el extrañamiento que no logra la mirada del jurista, y lo pone en cuestión (como estado de negación). El derecho no habla, y habla en el silencio la complicidad del perpetrador que se lleva un cuerpo e impide la santa sepultura de sus familiares. Develar esos patrones lingüísticos coincidentes vinculados al registro (jurídico) de lo siniestro-terror. Es esa la clave para comprender la herencia envenenada de un lenguaje canalla que encubre la impunidad. En esos laberintos de palabras encerrados en miles de fojas yacen dos cadáveres desaparecidos del hoy, no lejanos a los de ayer. Eso es lo que importa interpelar. Ante los hábeas corpus del pasado, la cultura judicial no decía nada, obturaba respuesta. El hábeas corpus, ante la desaparición de dos personas, contiene un sistema de habladurías. Cementerios de fojas-palabras atados en pilas de expedientes llenos de vacío. “Hay Cadáveres”, decía el poeta Néstor Perlongher. Los cementerios de fojas ahogados en vacío.
El crujido de un lenguaje canalla, hecho impunidad judicial-policial-mediática es la misión de una nueva democracia. Las palabras que usamos no son ingenuas, y la memoria de los crímenes del pasado es todo el tiempo la memoria de los crímenes del presente. Como en la poesía, escribir derecho después de la ESMA es encontrar la palabra justa para transmitirla a las nuevas generaciones.
* Defensor juvenil, hijo de desaparecidos y poeta.
** Asesor de la Secretaría de DD.HH. de la Nación y poeta.
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