SOCIEDAD › OPINION
Una mirada acerca de las expresiones del periodista Marcelo Polino, en su reciente libro, sobre la actriz Florencia de la V, de la respuesta de ella y del tratamiento que la TV hizo del tema, en muchos casos transitando el sendero de la estigmatización.
› Por Liliana Viola
Una tarde argentina. Marcelo Polino aparece como estrella invitada en un programa de chimentos, saluda a sus colegas y se acomoda en el banquito de los fenómenos. Quien se sienta ahí sabe que deberá explotar en pocos minutos eso que Borges en su “arte de injuriar” llamaba “recetas callejeras del oprobio”, no un despliegue de sutilezas, sino de efectos, donde entraría tranquilo el dedo anular de Jorge Lanata o las metáforas de Winograd sobre pinochos y chizitos.
Si se baja el volumen, si se cierra un ojo, si uno se levanta para ir a buscar algo y vuelve, igual se da cuenta de que Polino esta vez vino para otra cosa. En la parada, el revoleo de ojos y en un inédito pudor, se deschava que acaba de publicar libro. ¡Su primer libro! Todo lo que sé. Polino el autor, es más vulnerable que Polino el chimentero, visiblemente al pie del halago y de esa cima promocionada vaya a saber por qué demente donde esperan un árbol, un libro y un hijo. Ahora que ya tiene el libro, declara emocionado que va por el bebé. Cuando hace unos meses dijo que adoptaría a un niño de San Luis, salieron a cruzarlo por la velocidad del trámite pero entre líneas, por algo que aún no se atreve a decir su nombre, pongámosle monoparentalidad. Digresión: por qué las revistas que periódicamente ponen en tapa a una mujer que acaba de descubrir el verdadero sentido de su vida cuando está por ser mamá (Flor de la V incluida aquí), jamás ponen a un hombre con el mismo gesto de pánfilo. ¿Es que ellos nunca van a enterarse de nada?
El programa de esa tarde es divertidísimo. Los conductores hablan del libro que todavía no leyeron, pero como conocen los mismos chismes, le tiran la lengua, comentan lo justo, dejan inquietantes puntos suspensivos y le preguntan si se atrevió a revelar esto o aquello. Dice que sí. Al día siguiente, por supuesto, salgo corriendo a comprar el libro.
Los programas de la tarde que hasta hace poco se dedicaban estrictamente a deschaves y rumores fueron mutando en foros de deliberación express en donde a cada dilema moral (o moralista) –presentados como aquellas miniaturas que en la Edad Media catequizaban a golpes de vista en las iglesias– se le aplica la tablita del sentido común. La liturgia mediática dosifica el bien y el mal en casos de infidelidades, hijos no reconocidos, estafas, crímenes de adolescentes, adopciones, género, identidad de género. El componente “panelistas” con su mecánica de la acotación al paso refuerza la ilusión de que un acople de sentencias acelera la acción de una justicia entre todos. Educación sentimental para una audiencia que sabe que esto no es completamente de verdad, pero que se reconforta identificando lo abyecto. No hay nunca excomulgados, sí penitencias. Pero ojo que el monje del televisor tiene su corazoncito y no juzga con la misma vara, a veces se pone más papista que la gramática y dice “el travesti” si la víctima en cuestión no es, como mínimo, Flor de la V. Si llega a ser Flor de la V, como concesión, escamotea las palabras travesti y transexual y se concentra en los títulos de señora, diva, la mujer del año, madre y argentina. Así, entre “el” travesti y la dama deja desnombrada a una parte de la ciudadanía que hasta hace apenas dos años ni siquiera contaba con un documento de identidad. Referirse a mujeres trans y hombres trans sin el guiño cómplice de los detectores de genitales, sin el guiño negligente que ve la exclusión como destino, no se vislumbra todavía en los guiones televisivos ni casi en ningún lado, salvo en la letra clarísima de la Ley 26.743. Y las concesiones, Flor de la V lo ha notado hoy, no sólo no bastan sino que en algún momento prescriben.
Volvamos a Todo lo que sé. Decepción anunciada desde el prólogo. Polino autor dejó en la oralidad sus destellos malignos y se volvió cholulo de sí mismo, no se trata de la vida de los otros, sino de la propia, peripecia del autodidacta con agallas y suerte. ¿Debí leer con más atención el párrafo donde dice que en sus comienzos con Flor de la V meaban en el mismo tarro? No lo hice. Lo entendí como una “emisión callejera del oprobio” que apuntaba más a que a su compañera se le subieron los humos en cuanto se hizo empresaria y primera capocómica que a revisar los genitales del uno y de la otra a la hora de hacer pis. Buscaba chismes, o sea, revelaciones, y si la novedad reside en que Flor de la V es una mujer que a pesar de que más o menos cada dos años alguien salta con que si quiere celeste se tiene que operar, ella responde que no y ni una cosa ni la otra le ha quitado su condición de Flor de la V, ¿dónde está el chisme?
Se podría sospechar, luego del revuelo de esta semana, que lo del tarro estaba allí como último manotazo de marketing. Viviana Canosa, que hace poco descubrió la razón de su vida vía maternidad declaró: “Me divirtió porque son dos tipos que se pelean bien”, y un informe de Bendita TV remató con que Polino y Florencia se pelean por ver quien la tiene más grande.
Hace casi dos siglos, el escritor alemán Heinrich Heine se ganaba la fama de mordaz y temido polemista en gran parte porque le cerró la boca al conde de Platen, poeta y homosexual con: “A ese conde prefiero tenerlo como enemigo de cara que como amigo por la espalda...”. Qué viejo que es el chiste que apunta a la parte de atrás o a la parte de adelante para avergonzar a una persona, sobre todo cuando se está discutiendo otra cosa. Si no por Inadi, si no por bullying, por tan pero tan trillado, deberían darse por vencidos estos chistes. Retirarles la rosa. Las injurias pueden ser inclementes y hasta groseras, pero no pueden no ser memorables.
Otra tarde argentina. Ahora es La Pelu de Flor de la V, último bloque. Parece otro programa y ella parece otra actriz. Le cambió la voz, el tono más grave le da un aire tan masculino como el de alguna diva que recuerdo de mi infancia, creo que es Mecha Ortiz. Pero aunque tenga muy planeado su discurso no está actuando, acusa recibo de la injuria (¿en serio pensó que por tener dos hijos bautizados, un marido doctor, un trabajo en la farándula y un público fiel, se iba a librar de la transfobia?). Le habla a su público, a la Presidenta y probablemente por omisión en su discurso de la palabra activismo, le esté hablando a una población LGBT, y sobre todo el activismo trans que luchó durante los últimos años para redactar y conseguir la Ley de Identidad de Género que hoy coloca a la Argentina como modelo del mundo y un DNI en las manos de Florencia Trinidad. Dice que se compromete a no permitir que esto que le pasa hoy siga pasando. Le tiembla la voz, le han puesto música romántica de fondo, bajaron las luces del estudio y ahora llora de verdad, toma un pañuelo de papel que estaba a mano y se seca las lágrimas sin perder nunca el aire Ortiz. No, no se las seca, las está usando como demaquillante mientras confiesa que tuvo vergüenza muchos años hasta que un día decidió que nunca más. Recuerdo haber visto hace muchos años ese golpe al corazón en un espectáculo de transformismo donde una despampanante drag queen luego de ser Marilyn, Liza Minelli y cinco divas más, en el último acto se sacaba peluca, pestañas, todo y ofrendaba en escena su cara y cuerpo de varón. El público se relamía entre la piedad y el regreso a la normalidad custodiada entre aplausos. Pero el espectáculo que estamos viendo no es lo mismo, aunque al día siguiente muchos editoriales lo llamen “la catarsis”. Flor de la V se saca el maquillaje y sigue siendo Flor de la V. Su identidad no reside en ninguna parte fragmentada de su cuerpo ni siquiera en el DNI que lleva en la mano.
Cuenta Borges en el artículo que estuve espiando para descubrir que no se ha innovado mucho en el arte de injuriar en los últimos siglos, que en medio de una discusión, a cierto caballero le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: “Esto, señor, es una digresión; ahora espero su argumento”. Si recordamos uno por uno los argumentos en contra que salieron a la luz cuando se estaba discutiendo la ley de matrimonio igualitario, debemos rendirnos a la evidencia de que el vaso de vino es lo más inteligente que hay, para ir tirando.
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