Mar 26.11.2013

SOCIEDAD  › OPINIóN

Un mal rico

› Por Alejandro Seselovsky *

Fue un mal rico, Ricardo Fort. Un pésimo millonario que supo convertir su riqueza en una especie de pornografía para toda la familia: rolrroices llevando por las calles de South Beach cuerpos homoerotizados que sólo pueden fagocitarse a sí mismos mientras los toma la cámara para salir al aire por Infama a las ocho de la noche. Eso, family porn.

Un mal rico quiere decir, también, que fue un rico sin culpa, por lo menos según son los ricos en este país: escurridizos, inhallables. Es decir, Fort nunca se pareció a ningún rico argentino hijo de familia rica argentina; más bien les organizó su reverso proporcional. En donde los ricos nunca muestran nada, Fort fue un rico que lo mostró todo. Todo en el sentido de demasiado. Demasiado en el sentido de deformado. Fue, Ricardo Fort, un rico que avergonzó a los ricos. Para mí, eso lo constituye en un héroe de clase.

Literalmente, Ricardo Fort murió de dolor. Después de dos años de uso constante, la morfina había dejado de ser un analgésico suficiente y entonces fue por una nueva droga, otra más de tantas. Una especie de morfina sintética más poderosa que lo desmayó, al parecer en un baño, lo que produjo una fractura de fémur, lo que produjo una nueva internación. El dolor lo llevó hasta la cama donde murió. Ricardo Fort es un hombre que ha muerto de dolor y ese dato debería formar parte de cualquier intento de relatarlo.

Fue siempre tan fácil condenarlo, disparar sobre su frente entumecida de bótox, tacharlo, dejarlo para siempre tachado. Por frívolo, y por esa olímpica ostentación de su riqueza. Ricardo Fort fue, desde el vamos, un tipo villanizado. El progresismo es así.

Como a Kafka, a Fort lo explica su padre, aunque sean padres que expliquen cosas distintas. Levantó la mano, Ricardo, cuando su familia se juntó a ver qué hacía con el cadáver de Carlos Fort, el padre tremendo, que había sido hallado en una morgue después de que saliera a la calle sin documentos y muriera de un infarto en plena vereda. Ricardo dijo: “Yo me ocupo de todo”. Fue él entonces quien reconoció el cuerpo. El que organizó entierro, eligió féretro y gestionó las cosas con el cementerio. Ricardo pidió ocuparse él y tenía un motivo: lo odiaba. Así que quería asegurarse de que ese hombre hubiera muerto de toda muerte, que estuviera muerto muertísimo, que no volviera nunca más de donde se hubiera ido. Me lo dijo él mismo una noche en su piso de Belgrano, rodeado de patovicas y niños modelos: “Cuando estuve frente al cadáver de mi padre sentí paz y una gran alegría”. La había pasado horrible, Ricardo, con su papá. Una vida de sentirse despreciado. Por hijo bobo. Y por puto. Así lo miró su padre siempre.

De alguna manera, a Ricardo no le quedó otra que salir a comprarse una vida de afecto. Le hizo mal tener dinero. Llegó a sentir que tenía el suficiente para comprarla cuando quisiera.

Nos ha dejado una lección, de todas formas: la potencia formidable de su deseo por sí mismo: desear, se desea como Ricardo Fort ha deseado en esta vida.

* Periodista, autor de Trash, retratos de la Argentina mediática.

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