SOCIEDAD › OPINION
› Por María Elena Naddeo *
La muerte de Prisila y la existencia de decenas de niños y niñas con búsqueda de paradero, posibles víctimas de violencia, vuelve a colocar el tema de la protección de derechos de la infancia en la agenda pública y mediática.
Sería interesante analizar este crimen, más allá de las cuestiones criminalísticas o jurídicas, en el contexto de las múltiples situaciones de maltrato y abuso intrafamiliar que sufren todavía los chicos y chicas en nuestra sociedad.
La Convención de los Derechos del Niño primero, y luego la abundante y excelente legislación provincial y local que logramos sancionar, establecieron claramente la corresponsabilidad del Estado, las familias y el conjunto de la sociedad en el cuidado de los niños. En muchos barrios, las redes de organizaciones sociales y los equipos estatales de protección de derechos, funcionan como auténticas líneas y trincheras de prevención y contención de las situaciones de violencia. En general y siguiendo los preceptos constitucionales e internacionales, se busca resguardar el derecho a la convivencia familiar de los chicos, apostando a la superación de las situaciones de violencia. Asimismo, la ley previó la adopción de medidas excepcionales de protección a tomar cuando exista riesgo para la vida física o psíquica de los niños, y que consisten en su separación del grupo familiar agresor y la entrega en guarda a miembros de la familia ampliada o de la comunidad o el alojamiento en hogares convivenciales, como último recurso.
Cuando los equipos de protección de derechos de la infancia recomiendan o definen mantener la convivencia familiar, establecen también la inclusión del grupo familiar en programas de atención psicológica y social, a fin de garantizar un seguimiento cercano de la evolución del vínculo y la suspensión de cualquier situación de mal trato o violencia contra los niños. Y por supuesto interactúan con la escuela a la que obligatoriamente asisten los chicos, pues la institución educativa es el gran lugar donde los niños y niñas expresan sus preocupaciones y se logran detectar y prevenir múltiples problemas.
Estos son los caminos establecidos por la legislación, y los protocolos existentes. Posiblemente el cambio de domicilio de Prisila –de Lanús a Berazategui, municipios distintos con diferentes equipos intervinientes– haya complicado el seguimiento, la articulación y el contacto directo y la supervisión de la vida familiar. Posiblemente no existan en estos municipios programas de fortalecimiento de vínculos que acudan con regularidad a visitar a los chicos en sus hogares, a fin de garantizar la superación de las situaciones de violencia y supervisar la inclusión social y educativa de los chicos y chicas. Seguramente la madre de Prisila –caso paradigmático de mujer joven cargada de hijos desde la adolescencia sin ninguna formación cultural o psicopedagógica– tampoco recibió tratamientos ni advertencias institucionales acerca del cuidado de los chicos.
Las muertes por maltrato de niñas y niños de corta edad nos obligan a movilizar los recursos humanos especializados en infancia, llegando a cada barrio y a cada situación de conflicto con intervenciones certeras y ágiles. Es la presencia del Estado con políticas y programas de amplio alcance quien puede establecer y orientar en los cuidados y criterios para la crianza de los chicos. Esta sociedad contemporánea, atravesada de múltiples violencias, lo requiere. Y es el conjunto de la sociedad el que se debe comunicar con los servicios existentes cuando son detectadas situaciones de violencia, porque en materia de derechos de los niños, todos somos co-responsables.
* Especialista en niñez y género. Ex presidenta del Consejo de los Derechos de Niñ@s y Adolescentes, CABA.
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