SOCIEDAD › OTRO PERSONAJE MAS DE LAS PLAYAS DE VILLA GESELL
Un pochoclero se ganó la mañana, si no en pesos al menos en aplausos, arrojando a la distancia paquetes de pochoclo. Conquistó a su público con simpatía y hasta convenció a los padres de cantar en una tarima para ganar pochoclo para sus hijos.
› Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
La avioneta llega desde el sur volando bajito. Colorada, se recorta sobre un cielo turquesa. Las playas del centro, del sur, del norte, todas están atiborradas de familias, chicos, chicas, perros disfrutando como si fuera el último día. Entonces sucede: el avión colorado se convierte en un puntito a medida que trepa en línea recta, traza una curva, sigue doblando, cierra un rulo perfecto y sigue hacia el norte, ante la mirada atenta de una platea en traje de baño que sigue cada movimiento con la atención, los gestos, el asombro de quienes presencian un partido de tenis. O una pirueta imposible, de esas que el piloto acrobático Jorge Malatini exhibe cada verano. En todo, en la playa, las cabezas también describen una curva, la vista puesta en las alturas, los pies en la arena o en el agua. Entonces empiezan los aplausos. Medio balneario está en pie, mirando hacia un punto indefinido, vagamente orientado hacia el más allá de la playa: esa zona de cemento y calles firmes que se ignora lo más posible.
El bullicio crece y nadie, pero nadie, en 200 metros alrededor, se distrae. Aunque los aplausos decrezcan para silenciarse unos instantes y volver a crecer, la atención no decae: los bañistas siguen las alternativas de la búsqueda de espaldas al mar, de frente a donde la madre, de buzo verde y cabellos rubios al viento, grita “¡Carmela! ¡Carmela!”. Dos, cinco, diez minutos: Carmela aparece. “La encontraron caminando cuatro cuadras para allá”, cuenta una amiga de la madre, y la voz corre de balneario en balneario.
En dos minutos, otra vez aplausos. Otra vez desde la misma zona. Pero ahora cinco chiquitos empiezan a arremolinarse en torno de un carrito con ruedas, tapa y bandera que flamea con la leyenda “Pochoclo Los Peques”. Vuela un paquete de “cuchuflitos”; al rato vuela otro; los chiquitos ya son diez. En cuestión de minutos, se convierten en una pequeña pandilla con algún que otro padre, madre, hermana infiltrados. Los paquetes vuelan porque el pochoclero los regala. De a poco va cayendo la tarde y no tan lejos se divisa lo inconfundible: una canasta y una remera que promociona churros, todo llevado por el mismo señor. La competencia.
–¿Les regala algo el churrero? –pregunta al público, a sabiendas de que en cincuenta metros, o más, a la redonda a nadie le es indiferente.
–¡No! –responde la multitud cautivada.
–¿Les regala algo el de los licuados?
–¡No!
–¿Quién les regala?
–¡El pochoclero!
–Muy bien. Al pochoclero hay que incentivarlo. ¡Un aplauso!
Y lo aplauden. Y vuelven a volar: a los “cuchuflitos” (esas golosinas pequeñas, como de cereal flúo) siguen las tutucas, los pochoclos y, lo más peligroso, las manzanas acarameladas. Todo vuela, pero no siempre alcanza un destino feliz, o porque la destreza para atrapar el premio falla o porque, por el contrario, el empeño es tal que termina por desgarrar el paquete y los cereales vuelan por el aire. Al tercer paquete con pochoclos desparramados por la arena, el pochoclero desiste. Acaba de tomar una resolución: “A ver, dos papás o mamás que hagan una prenda y se ganan el pochoclo”. A la derecha levanta la mano un valiente de bermudas rojas; a la izquierda, uno de ropa multicolor. “No vale arrepentirse. Si se arrepienten, lo tienen que comprar”, advierte el showman del pochoclo, mientras trepa al carrito. Parado sobre la tapa que protege el tesoro de premios y hasta frutillas congeladas con baño de chocolate, se dirige a la pequeña multitud. Y dice que la prenda, decidida tras tanto paquete muerto en combate, consistirá en que cada padre se trepe allí y cante una canción.
–La canción es así: “Cuando vine a Villa Gesell, me encontré al pochoclero. Me enseñó a bailar el chucu chucu. Y hay que bailarlo muy bien”.
En las frases finales, los brazos trazan una coreografía si no compleja, al menos vistosa: por sobre la cabeza uno, más abajo de la cintura el otro, los dos como describiendo curvas. Casi el paso de una bailarina que acompaña a un grupo de bailanta. Entonces llega el turno de los padres:
–¿Cómo te llamás?
–Regino.
–¡Regino va a hacer el ridículo para todos! –grita el pochoclero.
Y Regino trepa al carrito y canta y baila con liviandad, con descaro, mientras decenas de desconocidos lo miran entre risas y aplausos, mientras sus hijos, a medio metro, lo ven con asombro porque eso les va a valer un paquete de pochoclo a ellos. Regino baja, después sigue sus pasos Carlos. Cuando pisan la arena, son héroes. Estallan los aplausos.
El viento sigue.
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