Mié 05.02.2014

SOCIEDAD  › OPINIóN

El éxito del error

› Por Karina Micheletto

“¡Hola! Hemos realizado la asignación de vacantes y lamentablemente no hemos podido asignarte una en este momento. Te invitamos a que ingreses al sistema de inscripción en línea, donde estarán publicadas las vacantes disponibles.” Con este mail y este tono –que bien podría ser el de un cine que anuncia sala llena y que invita a elegir otra película– a miles de porteños nos dijeron el 9 de diciembre pasado que no habría escuela para nuestros hijos. Pronto advertimos que esas “vacantes disponibles” eran tan inexistentes como la eficiencia que prometía la tan mentada inscripción on line. Eramos 17 mil, supimos más tarde, según las cifras que el Ministerio de Educación se vio obligado a exponer en instancia judicial. Después entendimos que éramos más, porque durante todo enero a otras miles de familias les quitaron por teléfono, en el mejor de los casos –otros no ameritaron tal molestia–, vacantes asignadas “por error”, sin que jamás comprendiéramos qué criterios diferenciaban un error de un acierto. Advertimos que en el sistema todo era incierto y hasta el día de hoy las listas de las escuelas siguen siendo modificadas sin que entendamos quién lo decide ni por qué. Ahora el ministro de Educación habla de 12 mil afuera de la escuela, sin que sea posible cotejar los datos con base alguna. Nos pide disculpas por el error e insiste en el éxito del sistema.

Para los padres y madres que queremos la escuela pública para nuestros hijos –y que no la elegimos como si fuera la sala de un cine– la falta de vacantes marcó el comienzo de un peregrinar que incluyó reclamos presenciales, telefónicos, vía mail, bizarros cruces por Twitter con el ministro Esteban Bullrich, notas al ministerio, asesoramiento en el gremio docente, en las distintas defensorías, recursos de amparo. Un interminable recorrido con una marca común: nunca un responsable que diera la cara con nombre y cargo, nunca un comprobante físico de esa vacante supuestamente asignada, y de ese modo fácilmente desasignada. Mientras íbamos y veníamos nos fuimos conociendo y advirtiendo que el problema excedía el “error” sufrido en carne propia: infinitos números de reclamo. Niños con vacantes duplicadas. Niños que no aparecieron jamás en el sistema. Vacantes que aparecen en el sistema, pero no en las listas de las escuelas, o viceversa. Cursos con pocos niños que el sistema registra como completos. Cursos que se ofrecen sólo de tarde o sólo de mañana. Escuelas enteras que nunca aparecieron entre la oferta. Además de los cursos que fueron cerrados el año pasado, “por falta de alumnos”. Y del último grito de la modernidad y la ecología: aulas que son containers, aunque el tono PRO insista en alabarlas como “modulares”.

Lejos de pelearnos unos con otros como hubiera sido posible entre tanto revoleo de vacantes, hemos aprendido, juntos, una cantidad de cosas. Comenzamos pidiendo que se respetase el reglamento escolar; terminamos hablando de la defensa de la educación pública, del siempre postergado sur, adonde irán la mayoría de las aulas containers, del riesgo que hoy también corre la salud pública en esta ciudad, cuando una resolución achica las guardias y cierra programas médicos enteros. Advertimos que, a lo mejor, cuando insistían en que todo esto era “un éxito”, estaban diciendo precisamente eso: que se había logrado un cometido.

Hoy volvemos a pedirle al ministro de Educación que nos reciba, como hizo con los padres del colegio Guido Spano. Si aceptase el diálogo, podría contarnos qué fallaba antes, cuando las inscripciones estaban a cargo de las escuelas, no costaban más de quince millones de pesos y no erraban en miles de casos. Podría mostrarnos dónde están las escuelas y jardines que su gestión se comprometió a construir, mucho antes de la idea del container. Podría darnos una idea sobre qué pasará con nuestros hijos cuando comiencen las clases, en pocos días. Sobre qué contestarle a mi hija cuando pregunta –todos los días, varias veces al día– adónde irá a hacer su salita de 5. En cualquier sociedad civilizada, tamaño desmanejo merecería, cuanto menos, una interpelación pública. Pero en la ciudad de Buenos Aires, todo esto no sale por la tele.

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