Vie 21.02.2014

SOCIEDAD  › EN LA CARCEL FEDERAL DE RAWSON, EN DOS MESES SE SUICIDARON DOS PRESOS EN RECLAMO POR MALTRATOS

El suicidio como salida a los castigos

Juan Moreno tenía 22 años y pedía llamar a su madre, que estaba muriendo de cáncer. Le negaron el permiso y se prendió fuego. En diciembre otro preso se suicidó después de ser torturado.

› Por Horacio Cecchi

Cinco días después de que lo retiraran de la celda en una tabla, y con una manta que lo cubría y se pegoteaba a su carne viva porque piel no le quedaba, Juan Carlos Moreno murió en el Hospital de Trelew, donde había sido trasladado por la gravedad de sus quemaduras. Estaba detenido en la Unidad 6 del Servicio Penitenciario Federal, en Rawson, a 1393 kilómetros de Lomas de Zamora, sede del juzgado de ejecución que se supone que llevaba su caso, y una cantidad de kilómetros incierta, pero semejante, del lecho de su madre, que para la fecha en que Moreno decidió quemar el colchón como protesta, estaba muriendo de cáncer. El SPF describió el caso, tardíamente –luego se intentará comprender por qué tardíamente– como un intento de suicidio. En la descripción, el director del penal obvió que la mañana en que Moreno decidió quemar el colchón, los guardias le negaron el uso del teléfono para llamar a la asistenta social que le informaría sobre el estado de su madre. No sólo el SPF podría haber evitado la muerte retirándolo de la celda media hora antes, cuando los compañeros del pabellón comenzaron a patear y gritar que se quemaba, o evitando el maltrato que lo llevó al seudo suicidio, sino que hacía un año que estaba en condiciones de recibir de parte de la Justicia su libertad condicional, que lo hubiera dejado cerca del lecho de su madre y lejos del maltrato porque sí. En menos de dos meses, al mismo penal, al mismo director y a la misma guardia se les murieron suicidados dos presos en situaciones semejantes.

Las muertes de Moreno y de Cristian Pereyra, de 25 años –ocurrida el 22 de diciembre en el mismo penal–, tienen muchas semejanzas y no son lejanas a buena parte de los caracterizados exteriormente como suicidios en el intramundo carcelario. Un detalle descripto por uno de los testimonios tomados por el fiscal federal Fernando Gelvez, en el caso de Moreno, sintetiza en una pincelada ese lugar común: mientras Moreno ardía, del otro lado de la reja uno de los guardias le gritaba “¡morite!”, mientras presuntamente intentaba abrir la puerta de la celda. Para un juez que decida mirar para otro lado, el guardia no hizo nada. De eso se trata.

El 14 de febrero, entre las 7 y 8 de la mañana, la guardia realizó el habitual conteo. El grupo a cargo de la requisa venía, según se desprende de los testimonios en la investigación de Gelvez y según señalaron a este diario Abel Córdoba, titular de la Procuvin, y Roberto Cipriano García, encargado del Area de Encierro del mismo organismo, “con mucha fiereza y verdugueos”. A esa hora, Moreno tenía la promesa desde la noche anterior para comunicarse telefónicamente con la asistenta social que lo pondría al tanto sobre el estado de su madre. El joven cumplía una condena de cuatro años y ya estaba en plazo para recibir por parte del juzgado de ejecución de Lomas de Zamora la libertad condicional. “Si el juez no la dio porque no estaba de acuerdo –señaló Córdoba–, por lo menos que controle el estado en que se encuentra su detenido.” A 1393 kilómetros de distancia, lo más sencillo es entregar la confianza a la autoridad de aplicación, el servicio penitenciario. La discusión es qué aplicación decide el servicio.

En este caso, el día anterior, de visitas, los presos del pabellón 15, donde se encontraba Moreno, quedaron “engomados”. Perder la visita para un preso es perder todo. Uno de ellos, durante la noche, reclamó logrando salir de su celda y junto a otros dos quemar unos colchones en la puerta del pabellón. Claro, con violencia. No se puede abrir la celda a la fuerza de otra manera, ni quemar colchones, ni mucho menos no cargar violencia después de que la guardia decide negar el día de visitas. La violencia del reclamo –que a la prensa se vende como motín–, la guardia la aplasta con más violencia: entró a los tiros en el pabellón, casi le saca el ojo a uno con una bala de goma, castigó crudamente a los tres reclamantes y castigó a los restantes, de a uno, con gas pimienta en los ojos, en la boca, a golpes en los tobillos (incluso el médico golpeó según un testimonio porque lo hacían trabajar en “semejante horario”), en las plantas de los pies, en las costillas, en el rostro, en los oídos, en la espalda.

A Moreno, a quien sus compañeros lo describieron como “tranquilo, sin problemas con la guardia”, le prometieron la noche del engome que a la mañana siguiente, después del conteo, le darían teléfono para llamar por su madre. El conteo llegó. El teléfono, no. Moreno, encerrado en su celda, gritaba que se prendería fuego. A las 8, los presos comenzaron a gritar y patear porque “se olía humo” y “las paredes de las celdas de al lado estaban calientes”. En todos los testimonios, la guardia tardó mucho en llegar. El miércoles, Moreno murió. El fiscal Gelvez, en principio, imputó al director del penal, Juan de la Cruz Céspedes, por no haber informado sobre los incidentes de la noche anterior, de los que se enteró porque Cipriano García recibió el llamado de uno de los internos que denunciaba que Moreno se había prendido fuego, y lo comunicó inmediatamente a Gelvez. Cinco horas después, el fiscal recibía el informe del “intento de suicidio” pero jamás recibió un informe sobre los tiros de la noche anterior.

Una idea de la perversión del castigo al que son sometidos en Rawson se puede tener al leer en los testimonios que la guardia “echa gas pimienta en el teléfono”. La creatividad para la tortura no tiene límites en el manzano podrido.

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