SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Norma Giarracca *
Alexander Chayanov, agrónomo, escritor, autor de más de sesenta obras y folletos que fueron resultados de sus investigaciones prácticas acerca del campesinado ruso, fue una notable excepción al pensamiento hegemónico modernista de comienzos del siglo XX. Murió, se cree que en la cárcel de Stalin, con la profunda convicción de la potencia de la comuna campesina de su país, para construir una sociedad igualitaria. Había nacido en 1888, hombre culto, como la mayoría de los intelectuales de su época; fue un profundo conocedor de las ciencias agrarias, la economía, pero también de la historia y la sociología. Dejó piezas teatrales y tres novelas de ficción y cuentos. En uno de ellos –Viaje de mi hermano Alexis al país de la utopía campesina–, editado en 1920, Chayanov genera una ficción donde expresa muchas de sus ideas acerca de la conformación de una sociedad igualitaria, de pequeñas comunas donde la alimentación y la vida material están aseguradas y los hombres se dedican a las actividades artísticas. Se expresa en él cierta fascinación por las comunas campesinas de inspiración anarquistas más cerca de ideas libertarias o teosóficas que a los principios revolucionarios marxistas. Mantuvo correspondencia con Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, educación Waldorf, agricultura biodinámica, etcétera.
El agrónomo ruso fue muy denostado por aquellos que abrazaban las vías del desarrollo del capitalismo agrario, tanto desde el liberalismo económico como desde las teorías marxistas. Se podría sostener que fue un “autor maldito” y su nombre fue sinónimo de “populismo” (en un sentido peyorativo). La valoración de sociedades a escala humana, el autosustento alimentario, agriculturas de procesos que no violenten los mecanismos microbiológicos de reproducción de los suelos suelen ir a contramano de la famosa “modernización” que sedujo a la mayoría de los intelectuales del mundo incluidos los “marxistas” contemporáneos y anteriores o posteriores a él.
En nuestros días se vislumbra un debate con connotaciones que remiten en algún sentido a ese otro entre “populistas” y “marxistas” de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Aquel incluyó tanto a Rusia como a Europa (intervino Marx, paradójicamente apoyando a los populistas del siglo XIX); el contemporáneo es global, como es nuestro tiempo. Aquel se preguntaba por qué el Estado socialista debía terminar con la comuna rusa y el actual se pregunta si los estados capitalistas políticamente heterogéneos tienen que intervenir en los mundos campesinos y de pueblos originarios que producen alimentos. Los estados, ahora que ven la posibilidad de anexar sus territorios a la expansión de la frontera agraria del “agronegocio”, responden que es su función intervenir. La mayoría de los ingenieros agrónomos, como un coro griego, asiente. No obstante, se mantiene un núcleo hereje, que produce pensamientos activos y debates.
Ese pensamiento activo tan hereje como el de Chayanov habita en México y otros países de fuerte presencia indígena, con comunas autónomas como las de Oaxaca, Chiapas y otras menos conocidas en Perú, Venezuela, Bolivia..., pero también “recorre el mundo” parafraseando al fantasma de Marx. Son pensamientos políticos que nacen de las imbricaciones de luchas de los pueblos indígenas, campesinos y la intervención de pensadores (indígenas o no) en los bordes o fuera de la academia con largas experiencias de campo en sus morrales. ¿Por qué adoptar esta posición en este debate contemporáneo en vez de creer que con la intervención de los estados nacionales se los puede incorporar “exitosamente” como “agricultura familiar” al capitalismo de nuestro tiempo?
Hoy, después de más de tres siglos de capitalismo, cuando el mundo está en las puertas de desabastecimiento de agua dulce, de bosques diezmados, de escasez de alimentos... y hostilidades climáticas desconocidas y amenazantes, el 80 por ciento de la biodiversidad para lograr con urgencia un deseado equilibrio ecológico se encuentra en territorios indígenas y campesinos. Esas comunidades subsistieron con sus modos agroecológicos, técnicas y saberes propios y con otros paradigmas culturales de difícil diálogo –a pesar de los intentos– con la modernidad. El respeto a sus territorios autónomos (mucha legislación internacional a su favor), la aceptación de que son las comunidades las que deciden qué y cómo producir sobre ellos, cómo educarse, sanarse y donde los estados nacionales “de buena voluntad” juegan el papel de una buena sombra de protección frente a las acechanzas del poder económico y en la instalación de una infraestructura necesaria para mejorar las propias y elegidas condiciones de vida, es posible y aprobado por todas las constituciones de América latina. Pero hay debates, se están dando en todo el mundo y, aun cuando nuestro actor estratégico en la producción de alimentos es el “chacarero” (no el campesino), es importante darlo también acá por los derroteros de los territorios de los campesinos y pueblos indígenas y por las diferentes propuestas políticoideológicas que tienen de trasfondo.
* Socióloga. Titular de Sociología Rural. FCS-UBA.
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