Dom 31.08.2003

SOCIEDAD  › ANTICIPO: UN LIBRO SOBRE LA VIDA DE LOS CHICOS LADRONES EN EL CONURBANO

La novela de los pibes chorros

Por primera vez, el “non fiction” argentino se sumerge en la villa para relatar el proceso de desintegración posmenemista en las zonas más empobrecidas. Cristian Alarcón, que inició la investigación a partir de las notas en Página/12 sobre los escuadrones de la muerte, da cuenta en “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” de la vida y la muerte de los nuevos ladrones que ya no aceptan los viejos códigos. Aquí, parte del capítulo I.

El hombre que escribía a máquina desarrollaba en lenguaje judicial los hechos que habían llevado a la muerte de Víctor Manuel Vila esa mañana de febrero. La historia tiene domicilio: el número 57 de la calle General Pinto, esquina French. Allí, en la puerta de su casa, Víctor le dejó en custodia a Gastón, el hermano mayor de Chaías, las cadenas, las pulseras, los anillos de oro, los fetiches de status que siempre llevaba puestos. Marchó, preparado para “trabajar” a encontrarse con otros dos adolescentes con quienes solía compartir los golpes: Coqui y Luisito, dos ladrones también de diecisiete, y de otra villa con nombre católico: Santa Rita. Ellos dos, y dos hermanos hijos de un ladrón conocido como “El Banana”, se harían famosos tiempo después de la muerte de Víctor en una de las primeras tomas de rehenes televisadas. Habían querido robar a una familia y en lugar de escapar rápido se habían entusiasmado con la cantidad de objetos suntuosos que había en el chalet de Villa Adelina. Algo parecido a lo que les ocurrió ese 6 de febrero cuando tardaron en robar una carpintería a sólo ocho cuadras de French y Pintos.
Gastón intentó persuadirlo: que no fuera, que se quedara esta vez porque el lugar tenía un “mulo”, que en la jerga significa vigilador privado; que otros ya habían “perdido” intentando lo mismo. Víctor no quiso creerle. En menos de diez minutos estaba encañonando al dueño de la fábrica de muebles. En quince salían corriendo del lugar muy cerca de la mala suerte. Los dos patrulleros que rondaban la zona recibieron un alerta radial sobre el asalto. “Tres NN masculino, de apariencia menores de edad se dirigen con dirección a la Villa 25”, escucharon. En el móvil 12.179 iban el sargento Héctor Eusebio Sosa, alias “El Paraguayo”, y los cabos Gabriel Arroyo y Juan Gómez. Y en el 12.129, el cabo Ricardo Rodríguez y Jorgelina Massoni, famosa por sus modos, como “La Rambito”. Las sirenas policiales se escuchaban cada vez más cerca. Víctor corría en primer lugar, acostumbrado como ninguno a escabullirse: en el último tiempo ya no podía pararse en ninguna esquina. Su sola presencia significaba motivo suficiente para una detención. A sus espaldas pretendían volar Coqui y Luisito.
–¡No puedo más! ¡No puedo más! –escucharon quejarse a Coqui, que quedó relegado en el fondo por culpa de sus pulmones comidos por la inhalación de pegamento.
Riéndose del rezagado, el Frente y Luis entraron por el primer pasillo de la San Francisco. Alicia del Castillo, una vecina de generosas proporciones, caminaba por el sendero con su hija de dos años de un lado y la bolsa del pan en el otro. El Frente la agarró de los hombros con las dos manos para correrla: ya no llevaba el arma encima. En seguida “colaron rancho”, como le dicen los chicos a refugiarse en la primer casilla amiga. La mujer que les dio paso para que se salvaran, doña Inés Vera, se paró en la puerta como esperando que pasara el tiempo y los chicos se metieron debajo de la mesa como si jugaran a las escondidas.
Los policías habían visto el movimiento. Ni siquiera le hablaron, la zamarrearon de los pelos y a los empujones liberaron la entrada. Los chicos esperaban sin pistolas: Luisito me contó que se las dieron a doña Inés, quien las tiró atrás de un ropero. Las descartaron para negociar sin el cargo de “tenencia” en caso de entregarse. Lo mismo que el dinero: lo guardó ella debajo de un colchón y lo encontró la policía aunque nada de eso conste en las actas judiciales.
En cuchillas bajo la mesa, el Frente se llevó el índice a los labios: “Shh... callate que zafamos...”, murmuró; y vieron a una mujer policía y dos hombres entrar al rancho apuntando con sus reglamentarias. El sargento Héctor Eusebio Sosa, “El Paraguayo”, iba adelante con su pistola 9 milímetros. Pateó la mesa con la punta de fierro de su bota oficial; la dejó patas arriba en un rincón. Víctor alcanzó a gritar:
–¡No tiren, nos entregamos! Luis dice que murmuraron un “no” repetido: “No, no, no”, un “no” en el que no estaban pudiendo creer que los fusilaran. “Nos salió taparnos y decir ‘no, no’, como cuando te pegan de chico”, me contó Luisito en un pabellón de la cárcel de Ezeiza, condenado a siete años de cárcel por los robos que después de la muerte del Frente siguió cometiendo, exultante al recordar los viejos tiempos después de tanto, el día de su cumpleaños veintiuno.
Y describió sin parar la escena final: silbaron en el aire estrecho de aquella miserable habitación de dos por cinco disparos a quemarropa. Luis supo que los fusilaban; como impulsado por un resorte saltó hacia la puerta. En el aire una bala le rozó el cráneo. Quedó con la mitad del cuerpo afuera del rancho, ganándole medio metro al pasillo. Se desmayó. El Frente intentó protegerse cruzando las manos sobre la cara como si con ellas tapara un molesto rayo de sol. Luisito recuperó la conciencia a los pocos minutos, pero se quedó petrificado tratando de parecer un cadáver.
El Frente falleció casi en el momento en que el plomo policial le destruyó la cara. Las pericias dieron cuenta de cinco orificios de bala en Víctor Manuel Vital. Pero fueron sólo cuatro disparos. Uno de ellos le atravesó la mano con que intentaba cubrirse y entró en el pómulo. Otro más dio en la mejilla. Y los dos últimos en el hombro. En la causa judicial el Paraguayo Sosa declaró que Víctor murió parado y con un arma en la mano. Pero la Asesoría Pericial de la Suprema Corte, por pedido de la abogada María del Carmen Verdú, hizo durante el proceso judicial un estudio multidisciplinario. Los especialistas debieron responder, teniendo en cuenta el ángulo de la trayectoria de los proyectiles, a qué altura debería haber estado la boca de fuego para impactar de esa manera. Teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación y la disposición de los muebles, si los hechos hubieran sido como los relató Sosa, él debería haber disparado su pistola a un metro sesenta y siete centímetros de altura. Esto significa que para haber matado al Frente, tal como dijo ante la Justicia, Sosa debería haber medido por lo menos tres metros treinta centímetros.

Con el rostro enrojecido por la presión del estrangulamiento. la mujer policía, elevada diez centímetros del suelo por la fuerza de la mujer que la tenía del cuelo, le dijo finalmente a Sabina:
–Su hijo está muerto. Ahí está, no lo toque.
En el piso de tierra yacía Víctor, con la frente ancha y limpia que le dio sobrenombre, sobre un charco de sangre, bajo la mesa sobre la que escribían el parte oficial de su muerte.
Sabina soltó un grito de dolor. Su llegada a la escena de los hechos había provocado un silencio sólo alterado por el ruido que hacía el helicóptero suspendido sobre el gentío. Ese alarido y el llanto que lo precedió fueron suficientes para que quienes esperaban perdieran la esperanza: un policía había masacrado a Víctor Manuel “El Frente” Vital, el ladrón más popular en los suburbios del norte del Gran Buenos Aires. Tenía diecisiete años, y durante los últimos cuatro había vivido del robo, con una diferencia metódica que lo volvería santo; lo que obtenía lo repartía entre la gente de la villa: los amigos, las doñas, las novias, los hombres sin trabajo, los niños.

“Yo sabía que todo el mundo lo quería pero no pensaba que iban a reaccionar así. Porque hasta la señora de ochenta años empezó a tirar piedras”, cuenta Laura. Así comenzó la leyenda, estalló como lo hacen sólo los combates. Como una señal todo poderosa, entienden en la villa, el cielo se oscureció de golpe, cerrándose las nubes negras hasta semejar sobre el rancherío una repentina noche. Y comenzó a llover. La violencia de la tormenta se agitó sobre la indignación de la turba. Bajo el torrente, los vecinos de la San Francisco, la 25 y La Esperanza dieron batalla a la policía. La noticia sobre el final del Frente Vital corriópor las villas cercanas como sólo lo hacen las novedades trágicas. Llegaron de Santa Rita, de Alvear Abajo, del Detalle. A la media hora había casi mil personas rodeando a ese chico muerto y ciento cincuenta uniformados preparados para reprimir. Llegaron los carros de asalto, la infantería, el Grupo Especial de Operaciones, los perros rabiosos de la Bonaerense, los escopetazos policiales.
Cuando comenzaron los tiros, Laura consiguió acercarse a su amigo hasta quedar refugiada en uno de los ranchos que dan al lugar donde lo mataron. “Justo donde estaba había un agujerito y pude ver cómo lo sacaban y cómo los hijos de puta se reían y gozaban de lo que habían hecho. Los vigilantes lo sacaron destapado, como mostrándoselo a todo el mundo... no lo sacaron como a cualquier cristiano. Yo lo vi, vi las zapatillas que en la planta tenían grabada una “v” bien grande.” Era la marca que Víctor le había hecho a las zapatillas, la misma V que ahora dibujan los creyentes en las paredes descascaradas del conurbano junto a los cinco puntos que significan “muerte a la yuta”, muerte a la policía.
Son los mismos cinco puntos que tienen tatuados en diferentes lugares del cuerpo los amigos de Víctor que fui conociendo a medida que me interné en la villa. Son cinco marcas, casi siempre del tamaño de un lunar, pero organizadas para representar un policía rodeado por cuatro ladrones: uno –el vigilante– en el centro rodeado por los otros equidistantes como ángulos de un cuadrado. Es una especie de promesa personal hecha para conjurar la encerrona de la que ellos mismos fueron víctimas, me explicaron los pibes, aunque suelen ser varias las interpretaciones y no hay antropólogo que haya terminado de rastrear esa práctica tumbera. Ese dibujo asume que el ladrón que lo posee en algún momento fue sitiado por las pistolas de la Bonaerense, y que de allí en más se desafía a vengar su propio destino: el juramento de los cinco puntos tatuados augura que esa trampa será algún día revertida. El dibujo pretende que el destino fatal recaiga en el próximo enfrentamiento sobre el enemigo uniformado acorralado ahora por la fuerza de cuatro vengadores. Por eso para la policía el mismo signo es señal inequívoca de antecedentes y suficiente para que el portador sea un sospechoso, un candidato al calabozo.
Son cinco puntos gigantescos, como las fichas de un casino, los que se grabó en su ancha espalda Simón, el menor de los hijos de Matilde, un poco más abajo que las sepulturas, el dragón y la calavera. Y la misma marca tiene, en el bíceps abultado del brazo derecho, Javier, el mayor de sus hermanos. Manuel, el del medio, se los tatuó en la mano. Y Facundo, el cuarto miembro de lo que precariamente fue una “bandita”, especie de hermano de los demás y sobre todo compinche íntimo del Frente, se los hizo sobre el omóplato izquierdo la primera vez que estuvo preso en una comisaría a los quince años. El odio a la policía es quizás el más fuerte lazo de identidad entre los chicos dedicados al robo. No hay pibe chorro que no tenga un caído bajo la metralla policial en su historia de pérdidas y humillaciones. Para estos chicos la muerte de su amigo es una de esas heridas que se saben incurables; con las que se aprende a convivir: se veneran, se cuidan, se alivianan con algún ritual, se cuecen con el recuerdo y con las lágrimas. Y como si el destino hubiera querido preservarlos o privarlos del momento fatuo del velorio y el funeral de un ser adorado, los tres estaban presos el día que un policía bonaerense asesinó al ídolo.

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