SOCIEDAD › OPINION
› Por Marta Dillon
Marchamos porque la calle es nuestro lugar, como es propio cualquier lugar donde es posible encontrarse y levantar la voz tan fuerte como para rasgar el cielo de lo posible y lo imposible.
Marchamos con la esperanza de que un día se frunzan las voces que para decir cobarde dicen maricón.
Marchamos porque hacer visibles nuestros goces, nuestros afectos, nuestros cuerpos es generar una corriente de poder que hace caer de vergüenza a todas las vergüenzas.
Marchamos porque así abrazamos orgullosamente a nuestros hijos e hijas.
Marchamos orgullosos y orgullosas porque alguna vez tuvimos vergüenza o se pretendió que la tuviéramos. Porque alguna vez nos creímos una excepción a la normalidad y porque sabemos que la normalidad no es más que una forma temerosa del disciplinamiento.
Marchamos porque tenemos memoria, porque este colectivo no hace tanto fue diezmado por el sida y por la vergüenza y el miedo de tener sida. Porque todavía son visibles las cicatrices de la persecución policial, por tantas mujeres trans empujadas desde niñas a la prostitución, por tantos varones trans que durante tanto tiempo apenas podían nombrarse, porque todavía la jerarquía de tener un cuerpo que coincide con lo que anotó un médico en una partida de nacimiento tiene un peso específico tal que no alcanza la ley de identidad de género para corregirlo.
Marchamos porque todavía se supone que nuestros amores, nuestros goces, nuestros cuerpos y nuestros deseos no son espectáculos para niños. Porque parece que todavía somos un espectáculo.
Marchamos porque no se tolera más que la diversidad corporal se corrija a fuerza de bisturí por el pánico moral de las instituciones médicas.
Marchamos porque la chance de casarnos con quien queremos no va a empujarnos a cada cual a su casa con su familia bien constituida y en silencio.
Marchamos porque estamos hartas de que nos pregunten si nuestra pareja es nuestra hermana.
Marchamos porque una historia de persecución institucional a las personas trans, marginadas de los derechos más elementales no se soluciona corrigiendo un DNI si no con reparaciones concretas por cada oportunidad perdida.
Marchamos porque a la Pepa Gaitán, asesinada a quemarropas en un barrio cordobés, no la mató sólo el tipo que disparó el arma sino el murmullo de una sociedad que insiste en que hay vidas que merecen ser vividas y otras que son tan monstruosas que no merecen vivirse.
Marchamos porque reivindicamos el derecho a ser monstruosos y monstruosas, a ponerle brillo a nuestra monstruosidad, a ponerle rabia a esta manera de estar en el mundo a contramano de la heterosexualidad obligatoria.
Marchamos porque los y las adolescentes, educados en el miedo y el silencio a sus propios cuerpos, amores y afectos, creen mayoritariamente que putos, trans y lesbianas deberíamos besarnos en privado o fuera de las escuelas.
Marchamos porque en la calle, en la calle que se transforma en días como el de ayer, con purpurina y pieles desnudas o escritas con sus demandas, están nuestros amigos y amigas, está la complicidad que se forja en la lucha compartida, están nuestros amores y están también los que ya no caminan con nosotros y nosotras pero arden en nuestro corazón.
Marchamos porque somos desobedientes y nos gusta serlo, porque en la desobediencia hay riesgo y entre el riesgo y la desobediencia se cuecen los sueños.
Marchamos por una nueva ley antidiscriminatoria, sí, y por un Estado laico. Porque desde la Iglesia que sostiene este Estado se condena a nuestras familias, se impugnan nuestros goces, se criminaliza a nuestros cuerpos.
Marchamos porque cada marcha es como un río cuya corriente abre camino a fuerza de persistencia, cada vez más caudaloso, cada vez más potente, cada vez más revoltoso. Porque ese río arrastra al silencio y a la vergüenza en invita a quienes están llegando a bañarse en sus aguas.
Marchamos por nuestro derecho a decidir sobre nuestros cuerpos.
Marchamos por nuestro derecho a decir nuestros nombres.
Marchamos porque la libertad se conquista. Por todo lo conseguido. Por todo lo que falta.
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