SOCIEDAD › LA CARRERA DE CHABáN COMO ARTISTA Y GESTOR CULTURAL
› Por Eduardo Fabregat
Algunos querrán que quede en la historia como el principal responsable de la tragedia de República Cromañón. Otros rescatarán aquello que también fue, un personaje clave para el desarrollo del rock argentino en los tempranos ’80, y un tozudo impulsor de locales donde los músicos encontraron un escenario donde mostrarse y el público un lugar donde refugiarse. Todo eso, y aún más, cabe en la figura de Omar Chabán.
Nada más difícil que abordar a un hombre que quedó asociado para siempre a la mayor catástrofe no natural sufrida por la sociedad argentina, con 194 personas fallecidas en la noche del 30 de diciembre de 2004 por inhalación de gases tóxicos. Chabán cumplía una condena de 10 años y 9 meses de prisión por los delitos de incendio culposo seguido de muerte y cohecho. También cargaba con una pesada condena social que lo llevaba a, según dijo una vez, preferir la cárcel o el arresto domiciliario a la posibilidad de circular por las calles. Eso no significaba que se considerara único responsable de lo sucedido: como también entendió la Justicia, para que sucediera lo que sucedió concurrieron varias responsabilidades. Pero más allá de las inevitables consideraciones que siempre desata Cromañón, Chabán fue juzgado y sentenciado, y estaba pagando su condena.
Lo que quedó sepultado por las muertes de Cromañón es el pasado de Omar Chabán, demonizado al punto de negarle su rol en el verdadero aguante –no ese aguante futbolero de banderas y fuegos que nada tenía que ver con la música– a la escena argentina. Algo curioso para alguien que no venía de la música sino que se había formado en el teatro y el clown, la escenografía y la danza, con maestros como Raúl Serrano, Saulo Benavente y Ana Itelman. Quizá lo unió el espíritu: tras un viaje iniciático a Alemania a fines de los ’70, Chabán volvió convencido de que la Argentina de los estertores dictatoriales necesitaba un lugar de plena libertad artística. Así nació, en mayo de 1982, Café Einstein, un emprendimiento de Chabán, Sergio Aisenstein y el alemán Helmut Ziegler casi clandestino. Ubicado en Córdoba 2547 (hoy un banco), el caserón ofrecía una escalera que llevaba a un primer piso donde literalmente cualquier cosa podía pasar.
Y todo, efectivamente, pasó: el Einstein fue el aguantadero de Sumo, de sus escisiones Sumito y La Hurlingham Reggae Band, de Los Twist, Los Violadores, La Sobrecarga y hasta Soda Stereo, que hacía base en el Zero Bar pero dio varios shows allí. Ese destartalado primer piso también fue escenario de performers como Geniol y el dúo Pis y Caca, que integraban Chabán y Aisenstein. Un escenario inclasificable que se trasladaba al menú de pizza con fideos o con frutas. En varios aspectos, el Einstein buscaba recrear la atmósfera del Di Tella de los ’60: el desquicio artístico, la caterva de personajes que frecuentaba el lugar, las ollas populares que anunciaba, lo hicieron objetivo de frecuentes razzias policiales. Pero quizá lo más curioso fue que su final llegó no con los militares sino con la democracia: en 1984, las quejas vecinales llevaron al cierre definitivo.
Pasaría más de un año antes de que Chabán, con el aporte de su pareja Katja Alemann, se animara a una nueva aventura. Pero Cemento no nació bajo la idea de un escenario para el rock: el galpón de Estados Unidos 1234 iba a ser una discoteca y espacio de performances teatrales y audiovisuales. A Chabán le interesaba darles espacio a Teresa Duggan y a Guillermo Angelelli, a las troupes del Parakultural y a la Organización Negra; todo eso siguió sucediendo mientras decenas de bandas convertían al galpón en una página ineludible de la historia del rock local. Allí Chabán ya mostraba la misma informalidad que le haría cometer errores mortales. Los mismos claroscuros: los tratos con los músicos se cerraban de palabra y en términos favorables al artista, y el público podía negociar su entrada en la puerta con el mismo Chabán; los camarines eran inhabitables, los baños una aventura digna de Indiana Jones (Omar no los arreglaba porque eran destrozados la noche siguiente), la zona del escenario era como una caja de zapatos de aire enrarecido y no había más salida que la puerta de ingreso y un portón que se levantaba al final de cada noche. Claro que a nadie se le ocurría prender bengalas, candelas o tres tiros.
Cemento, que era visto en el ambiente como un paso necesario antes de atreverse a Obras, convivió con otra iniciativa inaugurada en 1987. Para darles espacio a grupos de menor convocatoria, Chabán imaginó un “Cemento chico” y abrió Die Schule. En Alsina al 1600 también hubo performances teatrales, a la vez que fue el primer escalón para bandas como Massacre Palestina, Martes Menta, Tía Newton y Babasónicos... o para que grupos satanistas como Sartán tocaran con cadáveres de perros colgando en el escenario. Pero allí, Chabán debió adecentar las instalaciones a causa de un fenómeno poco registrado en su historial. Desde mediados de junio de 1998 y por algo más de un año, Die Schule fue hogar de una peña folklórica llamada La Flor: tan asociado al under teatral y rockero, Chabán les abrió el escenario a nombres como Coqui Sosa, el Dúo Coplanacu, Chango Spasiuk, Yamila Cafrune, Raly Barrionuevo, Rubén Patagonia y un ignoto Chaqueño Palavecino. Chabán también hacía gala de sus excentricidades en la puerta, pero debió poner el local en mejores condiciones para un público menos pasota que el rockero.
La siguiente iniciativa fue la última. Chabán inauguró República Cromañón enorgulleciéndose de birlarle un espacio a la cumbia: fue el 12 de abril de 2004, con un show de Callejeros. Ante el manejo de un local grande y un público y bandas con códigos muy diferentes de los que él había manejado en los ’80 y ’90, el “empresario” que en rigor nunca fue quedó superado. Ceder el control de la puerta al grupo que tocaba, cerrar la puerta de emergencia para evitar colados, no hacer lo suficiente para detener el aluvión pirotécnico, fueron irresponsabilidades que pagó caras. En sus últimas entrevistas, atosigado de fármacos para el cáncer, llegó al extremo de decir que hubiera sido mejor no haber hecho absolutamente nada. Le sucedió lo mismo que en la opinión pública: seis meses de negligencia, un final horroroso, parecen borrar de un plumazo más de treinta años aportando a que floreciera la cultura en una Buenos Aires gris.
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