SOCIEDAD › ESTEBAN MUR, PADRE DE LOS NIÑOS QUE MURIERON EN EL INCENDIO DEL TALLER
El padre y el tío de los chicos muertos en Flores describen cómo vivían. Sus abogados piden que se cite a funcionarios porteños.
› Por Horacio Cecchi
“Esta sería la casa. Esta sería la puerta, el callejón que entra que está por aquí. Aquí serían las gradas que usábamos nosotros. Aquí había una ventana. Aquí un pequeño patio. Aquí otras gradas que comunicaban al techo. Arriba había un pequeño cuarto, arriba de las gradas, en la terraza. Nosotros dormíamos en el sótano.” Esteban Mur dibuja sobre una hoja el planito de la apretada casa que hacía las veces de textil, dormitorio, el lugar donde pasaban cinco de los siete días de la semana él, su mujer, Corina Menchaca, y sus cuatro hijos, y sus parientes Victoriano (también presente en la entrevista) y Amparo Menchaca, hermanos de Corina, y Julián Rojas, marido de Amparo. Allí convivieron durante 9 años los más (los tres primeros años lo usaron de dormitorio), y 6 años los menos, con 16 máquinas textiles que se fueron incorporando de a poco y una enorme mesa para hacer los cortes de telas. Allí recibieron durante ese tiempo los rollos de tela traídos y vendidos por un personaje al que sólo conocían como Aiusi (Señor, en coreano), el mismo al que luego le vendían el producto de la confección, unas mil prendas. “Allí” viene a ser la vivienda de Páez 2796, el taller textil clandestino que se incendió el lunes 27 de abril y donde murieron los dos chiquitos mayores de Esteban y Corina, Rodrigo y Rolando.
El jueves pasado, la investigación por el incendio que derivó en la muerte de los dos chiquitos pasó a jurisdicción federal, luego de que el juez de instrucción Manuel Gorostiaga coincidiera con el dictamen del fiscal Eduardo Cubría al considerar que la muerte de los dos chiquitos fue “consecuencia directa del delito de trata de personas con fines de explotación laboral”. El caso se sumó entonces al juzgado federal de Rodolfo Canicoba Corral, quien investiga una serie de domicilios denunciados en septiembre de 2014 como lugares de trata laboral. El de Páez 2796 es una de las casas denunciadas.
La casa es un PH con entrada por Páez (el taller) y por Terrada (la casa de la dueña, Isabel Pinto). En la planta baja se desplegaban ocupando todos los rincones posibles 16 máquinas textiles. Más grandes, más chicas, “las máquinas ocupan todo –señala Esteban que, como el resto de los adultos, son costureros de oficio–. Serían unos diez metros del taller, por cinco de ancho. Hay una mesa grande de siete metros. Son siete máquinas remalladoras que son para hacer sólo el cuellito. El coreano traía el paño para cortar. Cortábamos arriba de la mesa, con moldes, y armábamos. Hay cinco over (overlock) que son las que hacen la costura (tres para tejidos y dos las tenían paradas porque eran usadas para telas de verano “así no perdíamos la temporada”), tres rectas (“para la costura lineal para poner cierres, por ejemplo”) y una collareta para el cuello pero sólo en tela”.
No quedaba lugar para más. Según dibuja Esteban, las nueve personas, cinco adultos y cuatro chicos, dormían en el sótano, de unos 9 metros por cuatro de ancho, con dos pequeñas aberturas a ras de la vereda. Allí se originó el incendio el lunes 27 de abril. “Los alimentos estaban aquí”, dice Esteban y señala un espacio donde según el dibujo corresponde al patio. “Sí, sí, los alimentos estaban en el patio, ahí estaban también la heladera, la cocina, todo eso.” “El comedor lo hicimos en el patio porque no había más espacio”, aclara Victoriano y agrega: “Cuando hacía mucho calor era más fresco estar abajo que arriba. En tiempo de calor, fresco, y en invierno, templado”. Esteban completa: “Los chicos salían a jugar a la placita De los Periodistas (Terrada y Páez). Ellos vivían como niños normales, jugaban, todo. Nunca han trabajado”.
La lógica de producción era lo que los abogados del grupo, Gabriela Carpinetti y Nahuel Berguier, de la CTA, describen como un régimen de precarización laboral semejante a un sistema feudal. “El coreano venía, traía tela para mil prendas o más para la semana –dice Victoriano–. A veces se atrasaba y no traía y teníamos que ir a buscarlo.” Era el único que les proveía, asegura Carpinetti. “Le teníamos que ir a pedir porque necesitábamos trabajo, que teníamos que pagar el alquiler”, agrega Esteban.
–¿Pagaban alquiler? ¿Cuánto pagaban?
–En realidad no era alquiler legítimo, porque el contrato estaba escrito entre el misterioso Aiusi como locatario y Pinto o su nieto, Cleto, como locador. Pero lo pagaba el grupo de costureros. “Con mil prendas por semana nos pagaba unos 5 pesos por prenda, eran cinco mil, y pagábamos unos 4500 por mes de alquiler y 500 de luz y otros gastos”, hace cuentas Esteban. “Habían dicho que la casa era tomada, pero no es cierto –aclara–. Pagábamos el alquiler.”
También las maquinarias estaban sujetas a una relación particular que hace que el abogado Berguier la compare con un régimen de explotación feudal: “Tenían que pagar las maquinarias que usaban para producir como el siervo pagaba por usar las tierras del señor feudal para producir el campo”.
“Las máquinas se las compramos al coreano con nuestro trabajo –dice Esteban–. Las máquinas son nuestras en parte porque no las terminamos de pagar. Pero nunca nos dio un recibo ni nada. Ahora, lo que me hacen entender es que si fue un contrato sólo de palabra nunca fueron nuestras, y ya que venció el contrato él se va y nunca nos da las máquinas. Si le iba a decir algo nos decía ‘son mis máquinas, tengo mis papeles, traigo mi abogado’ y con qué le iba yo a decir que le pagué. En ese momento no pensábamos que era así, pero ahora que nos van asesorando, estábamos totalmente cegados con las palabras que nos decía.”
Pero pagar, las pagaban. “De las máquinas nos iba descontando poco a poco, no una cantidad fija, en medio año podíamos comprar una máquina. Una collareta usada te descuentan unos 6 mil y una nueva hasta 15 mil, una recta usada 4 mil. Las máquinas las fue trayendo de a una, porque no le podíamos pagar todas juntas”, explica Esteban, manteniendo la ilusión en tiempo presente.
“Además de indagar al ciudadano coreano que los sometía a esta precarización laboral –dice Carpinetti– queremos que la Justicia Federal cite al jefe de la Dirección General de Protección del Trabajo del Gobierno porteño, Fernando Macchi, para que explique por qué teniendo un informe de la Procuración contra la Trata, de que en ese domicilio había explotación laboral, desde septiembre pasado, igual no hizo nada.”
¿Pasaban inspectores? “Nunca vino nadie –dice Esteban–. En los seis años que llevo en el taller nunca vino una inspección. Siempre estuve pendiente de la puerta porque llegaba el correo porque tenía en trámite mis documentos. O el sobre para pagar la luz. Nunca inspectores.”
En medio de la tragedia, sin trabajo, los docentes de los dos chiquitos fallecidos, Rodrigo y Rolando, de la escuela pública La Pampa, ubicada en Gaona y Caracas, les tendieron una mano: los conectaron con Carpinetti y Berguier, y finalmente a través de la CTA, la Confederación Nacional de Cooperativas del Trabajo y el Sindicato de la Manufactura del Cuero les ofrecieron cinco puestos de trabajo. “Todavía no pudimos empezar porque estamos con todos estos trámites judiciales –explica Esteban–. A esa escuela iban los tres mayores. El cuarto me equivoqué y no pudo ir porque tenía que ir a salita de 2 y le tocó salita de 5.” ¿Qué pasó? “Es que como la inscripción era vía online no entendí bien y me equivoqué.”
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