SOCIEDAD
› PEDRO CASALDALIGA, OBISPO DE LA DIOCESIS MAS POBRE DE BRASIL, TEOLOGO DE LA LIBERACION
“Marx dijo muchas cosas que aún hoy son válidas”
En Brasil es una celebridad: acaba de retirarse después de 35 años como obispo, sobrevivió a atentados de la dictadura, tuvo que enfrentar a la Inquisición en Roma. Todo por un compromiso con los más miserables de su diócesis que lo llevó a vivir en una total pobreza personal. Un diálogo con un catalán que nunca volvió a su país “porque los inmigrantes más pobres nunca vuelven”, que escribe poesías y habla sobre política, teología y la vigencia de las luchas sesentistas.
Por Juan Arias*
–Se está acabando una fase importante de su vida. Está a la espera de relevo. ¿Con qué sentimientos se va?
–Se lo voy a decir con dos versos de El hombre de La Mancha: Si este suelo que besé va a ser mi lecho y perdón... Mi vida en Sao Felix, un territorio que es como la tercera parte de España con sólo 100.000 habitantes, ha sido una aventura. Una aventura buscada y amada, una opción por los pobres y por América latina. He caminado de sorpresa en sorpresa, con frecuencia con contradicciones frente a la Iglesia y frente a mí mismo; con posturas a veces agresivas, yo que agresivo no soy. Mi lema fue el de un poeta colombiano que dice: “Si no lo amas todo, lo compadeces todo”. He vivido tensiones muy fuertes, pero nunca odié, aunque sí tuve rabia frente a muchas cosas. Sentí enojo.
–¿Se arrepiente de algo?
–No. De nada. ¿Que cómo me siento? Realizado, sí; orgulloso, no; satisfecho, no; tranquilo, sí. América latina es mi patria grande, una esperanza de sacramento que abrió mi alma a Dios y a la humanidad.
–Toda esa pasión por los pobres y los humillados, ¿cuando empezó?
–Yo procedo de la derecha, del franquismo, del nacional-catolicismo, la España de las Cruzadas. Pero desde niño soñaba con las misiones y acabé en esta América latina con sus varios mundos entrelazados, sus revoluciones, su teología de la liberación, sus mártires y sus comunidades de base. Me entregué a esa revolución, a esa caravana de millones de seres humanos esclavizados. Me entregué como ser humano, como cristiano y como agente pastoral.
–O sea, como obispo.
–Es que no me gusta que me llamen así.
–¿Y ahora qué piensa hacer?
–No lo sé. Me llaman de muchas partes. Tendré que decidir. Como dice el verso de Machado, “de entre todas las voces, escoge una”... Voy a esperar a ver quién es mi sucesor. Si fuera de la línea de defensa a los pobres podría quedarme en Sao Felix trabajando a su lado; de lo contrario, es más prudente que vaya a trabajar a otro lugar.
–¿De verdad no tiene una preferencia?
–Si no tuviese problemas de salud, me gustaría darle a Africa mi muerte, ya que no pude darle mi vida. Es un continente con el que la humanidad tiene una deuda enorme. Son los pobres más olvidados, porque además no tienen petróleo. De cualquier modo, seguiré entre los pobres, donde sea. Quiero continuar escribiendo y dando más tiempo a la meditación y al silencio. Yo hablo mucho en silencio. Hasta le hice un poema, un día que estuve meditando bajo un pinar: Es tan callado el silencio / de la tarde en el pinar, / que este silencio callado / sólo se puede callar. Vivimos en la sociedad del ruido. Necesitamos más que nunca del silencio. Los jóvenes viven sumergidos en el estruendo. ¡Y hablan de alta fidelidad! Lo que tenemos es alto ruido. Necesitamos del silencio para oírnos a nosotros mismos, para oír a los demás, a la naturaleza. Para escuchar el temblor de Dios.
–¿Cómo era Sao Felix de Araguauaia cuando llegó como joven obispo?
–Lo primero que me llamó la atención, cuando conseguí llegar, después de un viaje lleno de peripecias, fueron las distancias. Geográficas, sociológicas y espirituales. Era como aterrizar en otro mundo. Había propietarios de hasta un millón de hectáreas de tierra. Era el feroz capitalismo financiado por los militares. Era tierra de nadie, donde nacer y morir era fácil, y donde lo difícil era vivir. Pero era también tierra de sueños lucrativos para los ricos.
–Y era el ‘68 francés.
–Sí, el de la revolución de París, pero también el peor momento de la dictadura militar en este país. Era el año de Medellín, de la masacre de México. Y en Sao Felix era el puro Far West. Daba miedo.
–¿Cuáles fueron sus peores momentos? ¿Quizá cuando asesinaron al padre Joao Bosco, confundiéndolo con usted?
–Lo que más miedo me ha dado siempre ha sido la impotencia. Ante la injusticia del latifundio, las masacres de los indios y de los campesinos, la inercia de los gobernantes, yo me sentía acorralado por la impotencia, por el miedo a caer en la depresión. Lo otro, el perder la vida violentamente, no me daba miedo. Eramos idealistas, puros, habíamos asumido una causa que creíamos justa y no nos importaba morir asesinados. De verdad, lo que nos daba miedo a mí y a mis compañeros, dos de ellos mártires, era la impotencia. Siempre tuve conciencia de que mis causas valían más que mi vida. Las causas humanas son las de Jesús, y, por tanto, las mías. ¿Qué otra cosa puede Dios soñar para la raza humana?
–Entonces, ¿la muerte no es un problema para usted?
–Ah, no. La he sentido ya muchas veces de cerca. Diría que ha sido la compañera de toda mi vida. Desde niño me familiaricé con la muerte y con la muerte violenta. Vi asesinar a mi tío Luis Plá, sacerdote de 33 años. Lo fusilaron los rojos. Y en América latina, los que trabajamos a favor de la justicia social y en la defensa de los oprimidos estamos muy acostumbrados al martirio. Hay muchos campesinos e indios mártires, muchos agentes de pastoral que fueron torturados, no sólo sacerdotes. Por eso hemos levantado en Riberao Cascalheira, a 300 kilómetros de Sao Felix, pero en territorio de la prelatura, el Santuario de los Mártires de la Comunidad con el nombre de Vida por la Vida. En él tenemos fotografías y pinturas de los principales mártires. De todas las religiones. Tenemos, por ejemplo, la del periodista judío Wladimir Herzog, torturado y después asesinado. El martirio no es una muerte fatal. Fueron capaces de dar la muerte porque fueron capaces de dar primero la vida. Para mí, la muerte es sólo la resurrección. ¿Cómo podría tener miedo a la muerte?
–Su compromiso con la pobreza ha sido absoluto, casi heroico, a la vista de todos, público y transparente. ¿Le ha costado?
–De verdad que no. Yo nunca he olvidado que nací en una familia pobre. Y estoy convencido de que no se puede tener una sensibilidad revolucionaria y profética sin ser pobre. A mí siempre se me ha quebrado el corazón viendo la pobreza de cerca. No, no me ha costado mi vida de pobreza. Yo me siento mal en un ambiente burgués. Siempre me pregunté que si puedo vivir con tres camisas por qué voy a necesitar tener diez en el armario. Los pobres de mi prelatura viven con dos, de quita y pon. Además creo que la libertad está muy unida a la pobreza. No se es verdaderamente libre con mucha riqueza. Siendo pobre me siento más libre de todo y para todo. Mi lema fue: ser libre para ser pobre y ser pobre para poder ser libre. Si no el corazón queda atenazado. Lo terrible es toda esa gran humanidad a la que la injusticia condena a ser pobre. Contra esa injusticia he combatido toda mi vida, pero, para ser creíble en mi lucha y en mi causa, sentí que tenía que ser pobre. Muchos me dicen que por qué a mi edad sigo viajando en autobuses, a veces días enteros, sin tomar el avión. Pues por eso, porque mis pobres, a quienes predico el Evangelio de Jesús, no pueden pagarse el avión. Yo viajo feliz con ellos y como ellos.
–¿Y su vida de celibato? ¿Le ha costado tener que renunciar a la compañía de una mujer que compartiera sus luchas, a tener hijos?
–Sin duda que sí. Y a los que preguntan si tengo tentaciones contra la castidad suelo responderles: “Aún estoy vivo”. Sigo pensando que el celibato obligatorio es absurdo e injusto. Me gustaría que el próximo Papa lo aboliera, porque esa opción sólo tiene valor, y sobre todo sólo es creíble, si es libre. El celibato es siempre una violencia, incluso cuando es libre y deseado, por ejemplo por quienes viven situaciones límite, en lugares de fronteras, o por opción personal. Hasta Jesús, cuando habla del celibato, habla de “eunucos por amor al Reino”. Y eso supone castración, violencia. No es una fiesta.
–La Iglesia sigue reacia.
–Con el celibato libre, los casados podrían entrar en el sacerdocio y los miembros de la Iglesia no darían el triste espectáculo de llegar a abusar de niños, como, desgraciadamente, estamos viendo. Yo soy consciente de que renuncié al amor de una mujer, que no pude ser del todo hombre al no poder dar nombre a mi descendencia, aunque he engendrado tantos hijos espiritualmente. Decir que el celibato es superior al matrimonio (que además es un sacramento) es ir contra las leyes de la naturaleza, y contra la misma teología. Yo acepté y viví mi celibato con amor, pero consciente de que es un atentado a la naturaleza. El celibato es una renuncia que vale la pena sólo si se abraza por una causa. Y, ojo, es difícil vivirlo en solitario, sin la ayuda de una comunidad, si no se está arropado por los otros. Pero si alguien me dice que va contra el celibato que yo bese a una mujer o abrace a un niño, entonces me están pidiendo algo contra la naturaleza. El celibato no elimina el amor humano.
–Usted suele refugiarse en la poesía. ¿Qué significa para usted escribir poesía?
–Me sirve para respirar y ponerle alegría a la vida. Es el fondo musical de mi trabajo cotidiano. Me sirve para hacer mejor la síntesis de mi vida. Como dice Leonardo Boff, mi gran amigo teólogo de la liberación, “nuestra alternativa es estar vivos o resucitados”. La muerte no cabe en nuestra vida. Y eso lo expreso mejor con la poesía.
–También con la poesía expresa sus conflictos amorosos nacidos del celibato. Creo que tiene un poema al respecto.
–Espere, a ver si me acuerdo: No habré hecho el amor, / no habré tenido la gloria humana de engendrar, / mi nombre no dará nombre a nadie; / no habré sido, en la acepción cabal del mundo, un hombre. / De soledad en soledad migrado, / sin más amor que el viento y el servicio, / tu hoy voraz habrá sido mi cuando; / mi navegante paz, tu Precipicio. / ¿Te habré amado a Ti, Amor amado, / haciendo el buen amor / de otros mil modos, / buscándote en la gracia y el pecado, / sintiéndote en el grito y en la herida, / reconociéndote amable en todos, / dándote nombre en mi pequeña vida?
–¿Es verdad que ha fracasado la teología de la liberación? ¿Qué queda de ella?
–Han quedado los pobres y Dios. ¿Le parece poco? No, no ha fracasado. Lo que ocurre es que ha dejado de ser moda, publicidad. Pero si hay algo incontestable para quienes aceptan la Biblia es que el Dios de Abraham y de Jesús tomó una opción preferencial por los más pobres y humillados. Eso, ni el papa Juan Pablo II se ha atrevido nunca a negarlo.
–Es que dicen que se contaminó de marxismo. Que hubo errores.
–Errores en la teología, no. Puede que en alguno de los teólogos. Pero Marx dijo muchas cosas que aún hoy son válidas. Hasta el Papa admite a Marx cuando dice que los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres. Lo que enseña la teología de la liberación es que antes que el capital viene el ser humano. Ha sido y sigue siendo un instrumento de esperanza y transformación en países creyentes y oprimidos por la injusticia del capitalismo salvaje. Es una teología que ya tiene sus mártires.
–¿Pudo alguna vez soñar que la izquierda de Lula llegaría al poder en Brasil?
–Para los que siempre abogamos porque llegara al poder un partido popular, ha sido una sorpresa. El problema es cuánto nos va a durar ese sueño, porque los primeros meses de este gobierno están demostrando que los ministerios que debían ser de primera clase, los sociales, se han quedado como de segunda. Entendemos que el gobierno tenga que calmar a las multinacionales y asegurar la economía, pero tenía que enfrentar ya los problemas de fondo, como la reforma agraria y la creación de empleo. Y dejar ya de lado las exigencias del FMI. Por eso mis campesinos, que siguen creyendo en Lula, hablan ya de “esperanza cansada”. Pero, aunque cansada, la esperanza sigue firme.
–¿Qué tipo de Papa le gustaría para sustituir al anciano y enfermo Juan Pablo II?
–Un Papa que ejerciese el servicio del papado de otra forma muy distinta. Que fuese un Papa pobre, misericordioso, ecuménico de verdad, aceptando que nadie tiene el monopolio absoluto de la verdad. Un Papa que imite al Dios que dialoga con todos. Me gustaría que pasase los primeros meses de su mandato, antes de entrar en la Curia, consultando con la Iglesia y con el mundo, para saber qué tipo de Papa desean creyentes y no creyentes. Que no sea jefe de Estado. Que su único Estado fuera el de gracia, que es el que le corresponde.
–¿Le duele que nunca lo promovieran a una diócesis más importante; que no le hicieran cardenal a pesar de ser uno de los obispos más conocidos del mundo?
–¡Oh, no! Soy muy consciente de mi pequeñez, de ser hijo de una familia pobre. Mi padre era lechero. Toda su riqueza eran seis vacas holandesas. ¿Cardenal? Lo que creo es que se trata de una institución obsoleta. El Papa necesitaría de otro tipo de consejeros. Por lo pronto, que no todos fueran eclesiásticos.
–Muchas cosas han quedado pendientes de discusión durante este pontificado: el celibato religioso obligatorio; el sacerdocio de la mujer; los problemas de ética matrimonial, de la biogenética; el del poder de las conferencias episcopales y de los sínodos, y un etcétera muy largo. ¿Piensa que el próximo Papa tendrá que abordar esos problemas?
–Serían fáciles de resolver sólo con integrar el laicado a la Iglesia, de verdad, sin cortapisas. El Papa tiene que escuchar más a los cristianos. Se llevaría muchas sorpresas. Piense en el problema de la mujer. Es increíble. Cada día la mujer es más fuerte, más preparada dentro de la Iglesia, en el trabajo pastoral, y aún se la deja fuera del sacerdocio. ¿Cómo puede hablar la Iglesia de derechos humanos cuando es la única institución que sigue discriminando a la mujer, olvidándose de la actitud que el mismo Jesús, y en un tiempo hostil para la mujer, tuvo hacia ella? Me temo que si el próximo Papa no resuelve este problema, la Iglesia acabe perdiendo al mundo de la mujer como ya perdió un día a la clase trabajadora, que se entregó en manos del comunismo. Piense en la actitud de la Iglesia ante la injusticia social. La Iglesia siempre ha creado mil entidades de caridad, se ha compadecido de los pobres; pero nunca se ha atrevido a atacar las estructuras de pecado del capitalismo salvaje. Ya el obispo Helder Cámara decía: “Cuando hago caridad, me dicen que soy santo, pero cuando critico el capitalismo me dicen que soy comunista”. Tenía razón.
–¿A qué achaca el crecimiento de los evangélicos en Brasil y en toda América latina, en detrimento de los católicos?
–Me da igual quiénes ganan y quiénes pierden. Lo que debemos preguntarnos es por qué son los más pobres los que más frecuentan las iglesias evangélicas. ¿Por qué se alejan de las nuestras? Una explicación es que en las evangélicas los fieles se sienten más protagonistas en la liturgia, casi cocelebrantes con el pastor. Pueden gesticular, cantar, danzar, gritar. Se sienten más en comunidad, más protegidos. Pueden expresarse mejor.
–Se les critica a esas iglesias que se mercantilicen, como si se tratase de sucursales de una gran multinacional. Abren templos en cualquier esquina.
–Sin duda tienen ese peligro, como la Iglesia Católica tiene el peligro de la excesiva centralización, pero es que muchas de nuestras iglesias se han hecho muy formales, donde el sacerdote está demasiado lejos de la gente común. Parece ser que el Vaticano va a promulgar un decreto prohibiendo a los fieles danzar en la misa. ¡Imagínese aquí, en Brasil o en Africa, donde la gente habla con el cuerpo, se expresa con él y quiere alabar a Dios con él...!
–¿Qué sucederá si eso se concreta?
–Responderemos con “rebelde fidelidad”.
–O sea, que desobedecerán.
–Pero ya sin contestaciones, sin irritaciones. Los cristianos ya se están acostumbrando a actuar en conciencia y en silencio.
–¿Cree entonces que existen dos iglesias, la oficial, de Roma, y la de las comunidades de base del Tercer Mundo?
–No. Lo que existen son diversas teologías, formas de interpretar el Evangelio, de celebrar la eucaristía. Hoy mismo yo he celebrado misa en la terraza de una casa, aquí en Goiania, en camisa, con pan y vino. Eso no responde a las normas oficiales, pero celebramos igualmente el mandato de Jesús. Roma se empeña en imponer un rito para todas las culturas. Pero ni Brasil ni Africa, por ejemplo, son sólo latinas. Son muchas cosas juntas. Ha habido miedo al miedo en la Iglesia. Le falta confianza en el espíritu. La Iglesia debería estimular el cambio, en vez de condenar siempre. Todo es relativo, menos Dios y el hombre.
–Existe mucho romanticismo al hablar de ‘los pobres’. ¿Cómo son para usted, que lleva conviviendo con ellos casi 40 años?
–A los pobres hay que amarlos no por buenos, sino por pobres. No es posible olvidar que la pobreza lleva al crimen y a la violencia. Ya el Abé Pierre decía que, en determinados lugares y situaciones, entre los más pobres no era posible cumplir los diez mandamientos. Pero al tiempo, sólo el que vive a su lado puede entender su enorme capacidad de compartir hasta lo que no tienen. Es increíble, créame, su capacidad de alegría, a pesar de las desgracias, y de perdón. Ortiz, un campesino salvadoreño a quien le habían asesinado cinco hijos, me dijo: “A nosotros, los pobres, siempre nos queda el perdón y la esperanza”. Poseen además un fuerte sentido de la propia dignidad. Nosotros tenemos creado el Crédito Solidario Popular, los minicréditos. Siempre pagan. Lula dijo muy bien que los pobres son los que mejor pagan “porque su única riqueza es su nombre y su dignidad”. Es verdad.
–Usted no volvió a España ni al morir su madre, ¿piensa regresar ahora?
–No. Incluso renuncié al Premio Príncipe de Asturias y otros, porque suponía ir a recogerlos. No quiero dar lecciones, pero mi opción personal fue radical. Yo he quemado las naves al llegar. Los emigrantes más pobres no pueden volver cuando quieren a su patria. Y yo quiero quedarme en esta América Latina que tanto amo y tanto me ha amado.
* De El País de Madrid. Especial ´para Página/12
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