SOCIEDAD › SE INAUGURó EN TECNóPOLIS EL FESTIVAL DE ROBóTICA DE ESCUELAS PRIMARIAS Y SECUNDARIAS
El Festival de Escuelas que Programan es una experiencia piloto en la que participan alrededor de 300 primarias y medias del país, de las cuales 33 fueron elegidas para mostrar qué pasa cuando docentes, chicas y chicos tratan a la robótica y la programación sin miedo.
› Por Soledad Vallejos
El bullicio puede venir de muchos lados. Del robot de dos metros que baila cumbia y ataca jovencitos con su arma súper secreta (e inesperada: rayos de agua que salen de las cuencas de sus ojos); de los niños de una primaria de la provincia de Buenos Aires que van y vienen entre los stands de los proyectos; de los docentes que hablan con entusiasmo de quinceañeros de un proyecto tan pionero que, cuando comenzó, todos los miraban raro; de los adolescentes que no se despegan un minuto de sus propios proyectos de programación y robótica. El Festival de Escuelas que Programan, “Liber.ar”, tiene muchas fuentes posibles de barullo, y quizá todas esas palabras que ahora se mezclan con algo de euforia, un rato antes de que el ministro de Educación de la Nación. Alberto Sileoni, entregue el premio Clementina a la experiencia más innovadora (ver aparte). En meses de experiencia piloto, alrededor de trescientos proyectos de escuelas primarias y secundarias de todo el país calentaron la previa de esta jornada en la que, tras una selección que evaluó el grado de maduración y de avance de la experiencia en la escuela, unos 33 establecimientos mostraron en Tecnópolis qué pasa cuando docentes y alumnos se apropian de la tecnología y su lenguaje.
Los ojos son dos puntos colorados que destellan y apuntan hacia donde ordene la cabeza en ese momento; la piel, una superficie acerada; todo en este Terminator remite a la película. Pero en realidad este robot viene de Jujuy. De la Escuela Técnica Provincial (ETP) Número 1, Aristóbulo Vargas del Monte, precisan las docentes de programación Mónica Herrera y Noemí Choque, que llegaron desde San Salvador de Jujuy con los alumnos de 6º año que animaron el proyecto. De la partida también formaron parte otro docente de programación y uno de matemática, que pasaron ausente con aviso en el encuentro: “están en Misiones, en la Feria Nacional de Ciencias, con otro proyecto de la escuela”, aclaran, con orgullo nada disimulado. El Terminator jujeño todo lo observa, en silencio pero no quieto. Un computadora lo alimenta con energía y le da órdenes de vigilar constantemente. El arma, por ahora, está a sus pies, descansa. A Terminator todavía le faltan los brazos.
“A principios de año, en programación, con los otros profesores pensábamos qué hacer para que el nuevo proyecto llamara la atención a los chicos. En la escuela trabajan con la computadora desde primer año, cuando aprenden Word, después siguen con Excel en 2º y en 3º empiezan a aprender lenguajes de programación, hasta 6º. Queríamos llegar a un proyecto que involucrara a la mayor cantidad de chicos, para que fuera realmente un trabajo grupal”, para los dos cursos de 6º año que tienen cuatro alumnas y alumnos cada uno, explica Quispe. Entonces el grupo de docentes hizo lo primero que le vino a la cabeza: buscó en internet qué tan posibles eran las ideas con las que soñaban. Literalmente. “Soñamos un poco”, dice Choque, que lo traduce como “hacer cosas distintas, hacer juegos, algo novedoso, más llamativo” y que involucrara a más de un materia. Los dos temas que llegaron a la final en la consideración de profesorado y alumnado fueron de alto impacto: primero, la casa a la que pueden dar órdenes mediante voz y teléfono celular (esa es la que compite en la Feria nacional en Misiones); luego, el Terminator. Aquí están, una tarde en que las ráfagas y la llovizna son todo menos apacible, aunque el pabellón, donde reinan las luces de boliche y los intercambios sobre códigos de programación, no permita adivinarlo. En la escuela, además, trabajan sobre otro proyecto: un brazo robótico que escribe.
Terminator empezó siendo un plano de piezas hallado en internet e indicado en chino.
–¿En chino?
–En chino. Los chicos y nosotros lo fuimos descifrando en clase pero sin entender nada del idioma. Deduciendo. Había que adivinar si una pieza era del lado derecho o del izquierdo, dónde iba, para qué –dice Choque–. Fue un trabajo en equipo excelente. Vení, Quispe, explicale cómo programaron.
Se acerca el alumno Quispe, alto y delgado como un junco, pieza en mano. La explica paso a paso: eso acerado que será un brazo no es otra cosa que una hoja de papel recortada, doblada, pintada, revestida como cartapesta, tal como los pies, las piernas del Terminator que está sentado y espera. Las manos, dice, son todavía más hijas del ingenio: las articulaciones y los dedos son sorbetes plásticos, el movimiento se domina con tansas, que serán tironeadas por un servosensor, suerte de controlador mecánico que responde a impulsos eléctricos –emitidos, a su vez, por la computadora que otro de sus compañeros sostiene a un lado–. Todos esperan el momento de la verdad, es decir, el fin del ciclo lectivo. Entonces verán si llegan a cumplir el sueño del curso (y las docentes): lograr que el Terminator jujeño se ponga de pie y camine; quizá, hasta enarbole su ametralladora de papel y color metal. El año próximo, para estos alumnos, el colegio secundario será el pasado; ¿y entonces qué? Dicen: “Ingeniería civil o informática”, “arquitectura”, matemática”.
Al principio del pasillo, cerca de la entrada del pabellón, cinco chicos de 7º grado (cada uno con su camperita con capucha y espalda iniciática: “egresados 2015”, dicen las camperas de Richard, Axel y amigos) juegan sin parar a hacer música electrónica con los cubos robóticos que, de acuerdo con los golpes que reciban, emiten luces y sonidos. A sus espaldas, sin que eso los inmute, el superrobot de una empresa de efectos especiales baila cumbia, después de haber cantado algún tema romántico, y antes de atacar a quienes lo rodean con chorros de agua, que salen de sus ojos, y sí, mojan, aunque el público de chicas y chicos no se aparten un centímetro de él en el ataque.
En el otro pabellón, pasillo y banda musical adolescente de por medio, niñas y niños llegados desde Olavarría (en realidad, de la Escuela Primaria 79, de Villa Alfredo Forbata, en Loma Negra) se arremolinan alrededor de Laura Reyes, la docente que cuenta maravillada cómo sus alumnos aprendieron en cuatro horas lo mismo que a ella y sus colegas les demandó veinte días. Reyes es docente de lengua y ciencias sociales, “no muy tecnológica”. “Manejo lo práctico, sé chatear, sé escribir”, explica, como si no terminara bien de entender qué hace en Tecnópolis con un rebaño de chiquitos de 4º, 5º y 6º grado fanatizados con las herramientas de la programación.
–Acá tiene que hacer que la pelota no toque la línea –explica Santiago, de 6º grado, con un flequillo que desafía la gravedad y la seguridad de quien se crió leyendo código de programación, aunque en su caso, dice, la experiencia es muy reciente. En la pantalla, sobre un cielo estrellado, un dragón de River compite contra un caballero, de Boca, en armadura reluciente: el que logre meter un gol al otro, gana. Es uno de los juegos que programaron en Scracht él y otro de sus compañeritos, un pizpireto de 4º grado que ayuda en la demostración tocando algunas teclas de la netbook. En la pantalla grande se ve el dibujo animado –también programado por los propios chicos– en el que un tiburón habla con un par de estrellas de mar, y Yaella, una chiquita de mejillas rozagantes y sonrisa perenne, mira con fruición a sus compañeros, escucha a su docente, deja que los ojos le destellen. A Yaella, dice la maestra, antes le costaba la lectoescritura, le costaba hablar, se inhibía con facilidad.
–Y ahora mirá cómo se expresa. Ella es la imagen de cómo la propuesta de programar incidió en los chicos. Esto permite nivelar, les permite trabajar la autoestima –resume. Y no cabe en sí de alegría.
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