SOCIEDAD › OPINIóN
Por Silvia Inchaurraga
El fallo de la Corte Suprema de 2009 conocido como “fallo Arriola” reivindicó el derecho a la privacidad de los usuarios de drogas, el “to be let alone” del derecho anglosajón, al declarar inconstitucional el artículo 14 de la ley de drogas 23.737 que penaliza la tenencia para consumo personal. No ordenó la despenalización pero sí la legitimó. El fallo declara “que el artículo 14, segundo párrafo, de la ley 23737 debe ser invalidado, pues conculca el artículo 19 de la Constitución Nacional, en la medida en que invade la esfera de la libertad personal excluida de la autoridad de los órganos estatales”. En tanto ningún fallo judicial puede derogar una ley, siguió en manos de los legisladores la posibilidad de su derogación así como la sanción de una nueva, cosa que no ocurrió, con lo que en el año 2012 quedó congelado el debate legislativo iniciado.
Los costos de las indecisiones y contradicciones acerca del camino a seguir los siguen pagando los usuarios de drogas, expuestos a los riesgos de detenciones policiales y de causas penales con la vigente ley, pero también expuestos a los riesgos de la clandestinidad de su consumo y del alejamiento del sistema sanitario.
La nueva ley de Salud Mental 26.657, en su artículo 4 pregona la igualdad de derechos frente a los servicios de salud de los usuarios de drogas legales e ilegales, un imposible en el marco de la ley de drogas vigente. El nuevo Código Civil enfatiza, en armonía con la ley de Salud Mental, que “deben priorizarse las alternativas terapéuticas menos restrictivas de los derechos y libertades”, pero esto no tiene posibilidad de implementación para los usuarios de drogas, que bajo la Ley 23.737, deben elegir entre cárcel y tratamiento. No obstante estas contradicciones, hoy no contamos con una política oficial de reducción de daños que permita reducir problemas del consumo como las sobredosis ni con una ley que deje de castigar al usuario de drogas.
Descriminalizar sin despenalizar significa preservar el poder punitivo del Estado sobre la vida de los ciudadanos que usan drogas. La imposición de otras penas, como multas o inhabilitación o penas alternativas o sustitutas, como entre otras el tratamiento obligatorio, no respetan la privacidad que menciona el artículo 19 de la Constitución, a partir del cual si no hay ofensa o peligro para un tercero el Estado no debería poder intervenir.
Portugal ha sido pionero en un modelo en la escala de grises de la reforma de las políticas de drogas, más recientemente emulado en la región en Chile, Brasil y México, descriminalizando el uso personal y la tenencia para consumo de cualquier droga. Nadie que posea lo que se considere menor a las dosis personales, correspondiente a diez días de consumo, puede ser sentenciado a la cárcel o involucrado en antecedentes delictivos. Así, las dosis mínimas que se entienden para consumo personal no están fijadas por una cantidad de sustancia (como en la ley de Colombia, México o Perú). Según los estudios del Instituto norteamericano Cato, la descriminalización produjo una reducción en las patologías asociadas al uso de drogas -lo que sus defensores argumentaban- y una reducción del uso de drogas, lo que sus detractores descreían.
La droga sigue siendo ilegal en Portugal y las personas son detenidas por la policía por tenencia, le es confiscada la droga y son derivadas a una Comisión especializada, que tiene por misión disuadir del consumo, y no a un Juzgado Criminal. La citación puede derivar en diversas sanciones como multas o tratamientos obligatorios. En Portugal la policía envía un promedio de 7.500 personas por año a las Comisiones. La obligatoriedad de asistir a las Comisiones quizás en algunos casos puede contribuir al tratamiento, pero en otros será cómplice del fracaso del intento de la imposición de los mismos. Si miramos el vaso medio lleno, la experiencia portuguesa evidencia que, como se dice habitualmente, “lo mejor no debe ser enemigo de lo bueno”. Sin embargo, si miramos el vaso medio vacío, la pregunta abierta es si la descriminalización facilitó el tratamiento a costas de medicalizar el problema. Dicho en otros términos: el precio a pagar por la libertad de los cuerpos podría ser el encierro de las psiquis en cárceles psicofarmacológicas o en el reino de la perenne disuasión del consumo en las Comisiones.
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