SOCIEDAD › EL MUNDO DEL VERMUT, ENTRE EL MUSEO Y EL REGRESO DE LAS CONSERVAS
Una colección de más de cuatro mil sifones testigos de la vida cotidiana aún antes del 1900, el fanatismo de un casi abogado devenido historiador de la soda y la vuelta de una tradición argentina que nunca se fue (del todo), vasito y chorro mediante.
› Por Soledad Vallejos
Tres mil sifones vacíos ocupan mucho espacio. ¿Cuánto? Alrededor de medio galpón y su correspondiente entrepiso, más algunas vitrinas y muchos estantes. Estos tres mil sifones en particular, después de extensas vidas útiles al servicio de vermuts, almuerzos, cenas, asados y picadas de todo el país (y también de otros lugares del mundo), llegaron a sus repisas desde todas las décadas posibles, empezando por las de fines del siglo XIX. Cuando la luz de una tarde entra por la pared hecha de cenefas y vidrios coloridos rescatados –antes de que la picota las devastara– de casas que ya no son, los sifones crean otros colores. Dicen los que saben que (casi) no hay dos iguales. Al traqueteo del uso, se suman los tonos de los vidrios; los diseños dignos de piezas de herrería marcando el material del envase; los detalles de la cabeza. Hay verdes, azules, translúcidos, celestes, (pocos) rosados. También, con pico de metal, de plomo, de plástico. O con porta y cubre sifones metálicos tan elaborados que, más que enmascarar, convertían el cuerpo de vidrio en una pequeña obra de arte para la mesa. Cuando todavía no eran de plástico, cuando las normas sanitarias estaban lejos de regular la producción y un cierto halo de misterio cubría lo que sucedía puertas adentro de la sifonería (un secretismo todavía vigente para oídos profanos en algunos casos), la vida cotidiana de la soda era muy distinta, y tan pero tan evidente que pocos reparaban en ella. El tiempo, como en casi todo, barrió lo obvio y sacó lustre a la rareza, que con horas de dedicación terminó convertida en museo.
A fines de los 80, cuando preparaba las demoliciones, miraba los fondos de las casas que estaba por derrumbar y el paisaje se repetía: sifones abandonados a su suerte. Dice que siempre pasaba lo mismo, que los rompían para desarmarlos; vender el vidrio a un lugar, el plomo a otro, y que de la vida de ese sifón nadie más se acordaba. Pero uno de esos días, Luis Taube tuvo una revelación: “esto en el año 2000 va a valer plata”. Entonces dio rienda suelta a su intuición. Cada vez que iba a ver un lugar para demoler, evaluar qué iba a vender como chatarra y qué conservar para su negocio de venta de materiales de demoliciones, se reservaba los sifones. Nadie, pero nadie, dice, los quería. Lo recuerda y lo lleva el asombro.
“Los guardé. En los 90, los saqué y empecé a verlos. Vi que eran de distintas soderías, que eran de distintos lugares”. No había internet, pero todavía estaban las personas: los dueños de las soderías, los soderos, los registros de empresas que habían llegado a ser pequeños imperios barriales pero que, a lo largo de los 90, decaían irremediablemente. A todos vio Taube. Tomó nota; rescató libros con la historia burocrática de soderías que ahora, con los años, se leen como bitácoras; aprendió sobre producción, mecanismos, tendencias; conoció marcas, logos, apellidos familiares (que aprendió tan de memoria que, al pasar por al lado de un sifón, dice “ese es de la familia sobre la que hubo noticias policiales esta semana, ¿viste?”); reconoció etiquetas, normativas, accesorios de la vida sodera. ¿Por qué? Simple: “Coleccionar sin investigar no sirve para nada, hay que saber”.
La historia que reconstruyó cuenta que la primera sodería argentina fue la que Domingo Marticorena fundó en 1860 en la calle 25 de Mayo, frente al Teatro del Globo, en un lugar a medio camino entre lo céntrico y los bajos fondos de la ciudad que todavía no se había transformado. Marticorena también elaboraba licores en el lugar, que seis años después vendió a alguien (Emilio Billat) que también la vendió a dos hemanos (los Inchauspe), que finalmente mudaron el establecimiento a San Telmo. Después de varios cambios de sede, llegaron a Boedo y llamaron a sus productos “La Argentina”. Hacía cuatro años que había empezado el siglo XX; desde entonces y hasta los años 30, la soda se despachaba en despensas y bares; los repartos empezaron después, con carros tirados por caballos, y en una época en la que otros vendedores, como los lecheros, también recorrían las calles diariamente cargados de productos frescos.
En un principio, fue agua con gas carbónico envasada en garrafas de metal, según el modelo británico (el otro, francés, estaba basado en el agua de Seltzer, que se terminaba de producir al momento de servir: el propio interesado, al agitar el envase, lograba la mezcla de burbujas y agua; el modelo, por supuesto, está también presente en el Museo). En la muy apasionada (y llena de información) web que creó para su Museo, Taube detalló que, en realidad, en Argentina la historia del sifón comienza “con la fabricación del sifón de vidrio con malla de alambre (doble bocha, 2 litros, 2 litro, 3/4 litros) con carga individual, que se compraba en ferreterías y bazares de la época”. Luego aparecieron “las máquinas de llenar sifones, de uno y dos picos” que se cargaban a mano y uno por uno; “más tarde, la malla de alambre fue reemplazada por aluminio, hasta perfeccionarse”; recién entonces llegó la industrialización.
Dieciséis años después de haber tenido una epifanía sobre sifones en los fondos de una casa por demoler, el fundador del Museo de la Soda repite en voz alta aquella predicción y dice: “Mirá, pasó”. Enumera que en Palermo, en San Telmo, los turistas quedan como hechizados por las líneas curvas de un buen sifón, “y lo compran, y se lo llevan”. Que son objetos codiciados, quizá un poco por la nostalgia de quienes los conocieron en acción y también por la curiosidad de quienes recién los descubren. Taube habla en el entrepiso que construyó la planta baja de medio galpón no alcanzó. “Había sifones como en estanterías, así como acá, pero allá en lo alto”. La colección seguía creciendo, la necesidad de mostrarla y poder ordenar los materiales, también. Entonces hizo ese entrepiso. “Bueno, pero acá no está todo. Allá al fondo hay mil y pico sin exhibir”. Dice Taube que tiempo al tiempo. Que con aportar para este fragmento de memorias cotidianas está satisfecho. Desde lejos llega una voz y el fundador de este lugar se asoma al pasillo: alguien viene a preguntar por un tipo específico de ventanas, ¿habrá algo? Buzo gris con logo del Club del Sifón y pañuelo al cuello, Taube sale en plena posesión de su otra personalidad; atiende a la clienta. Regresa.
Decía que con construir el Museo se daba por satisfecho. Pero al rato queda claro que no es tan así. El lugar está inscripto en el Registro de la Dirección de Museos, Monumentos y Sitios Históricos provincial; fue declarado de interés municipal por el Concejo Deliberante de Berisso, de interés cultural por la Cámara de Diputados provincial; Taube preside el Club de Coleccionistas Platenses y está vinculado a otras entidades del métier. El Museo, que queda frente a la Rotonda de 60 y 128, en Berisso, está abierto para visitas, participa de ferias y actividades de coleccionistas, tiene un muy completo sitio web (clubdelsifon.com.ar).
Y así y todo los sifones no se llevan toda su atención. Hace tiempo, cuando estaba en 5º año de la carrera de Derecho y decidió que su destino no estaba en el estudio jurídico familiar, que su corazón estaba en el afán de coleccionar. “Botellas juntaba primero, todas una al lado de otra en los zócalos de mi casa. Claro, era soltero. Después eso ya no pude”. En esa época “fumaba Marlboro, y ya hacía cosas con las cajas. Ya juntaba cosas”, dice, y se ríe. “Tenía algo”.
–¿Qué aprendió en tantos años de coleccionar?
–Vi que si no los juntaba yo, no los juntaba nadie. Claro, todos están ocupados haciendo plata. Yo por ahí hago menos, pero voy a hacer algo. De mí se van a acordar, olvidate.
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