SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Lucas Crisafulli *
El primer intento en el mundo occidental (eso que se conoce como Europa y que se suma América desde la colonización en 1492) de limitar el poder punitivo fue el Código de Hammurabi. Creado hace 3700 años aproximadamente por el rey Hammurabi de Babilonia, contenía la aplicación de la famosa Ley del Talión: ojo por ojo, diente por diente. Para evitar que un crimen pudiera dar lugar a una venganza infinita, incluso en contra del clan o familia del victimario, la ley del talión ponía fin a la disputa a través de una retribución medianamente equivalente, según el contexto de la época. Así, a quien robara, se le cortaría la mano en venganza, llevando el autor la marca de la deshonra por un lado, y por el otro, poniendo fin a la disputa originada.
Visto con nuestros ojos del año 2016, la ley del talión nos resulta salvaje, pero en realidad fue una forma de poner límites a las represalias por hechos considerados perjudiciales.
Desde entonces, el poder punitivo ha fluctuado entre momentos de mayor contención, hacia otros en que se ha desbordado, cual agua que rebalse un dique y provoca catástrofes.
Hay momentos en que el poder punitivo lo ha ejercido directamente el Estado a través de sus agentes, como la policía o los ejércitos en funciones punitivas –por ejemplo, el terrorismo de Estado vivido en Argentina en la última dictadura militar–. En otros momentos, los Estados promueven –por acción o por omisión– un marco cultural propenso a que ciudadanos, transformados en vecinos delatores, denuncistas o simplemente linchadores, ejerzan una porción de poder punitivo. En los últimos días se ha ventilado mediáticamente los casos del “médico” que asesinó a un “ladrón” a balazos, o el “carnicero” que mató al “ladrón” aplastándolo con su auto.
El uso de las palabras no es para nada ingenuo, crean un marco de entendimiento y de sentido. Así, quienes dieron muerte a otro no pierden el estatus de ciudadano y son nombrados a través de su profesión (médico - carnicero), mientras que quien atenta contra la propiedad es rebajado a ciudadano de segunda clase a través del sustantivo “ladrón” o “delincuente”. Que algunos medios y políticos vean carniceros y médicos en un lado, y delincuentes en otros, no es ingenuo, es una espectacular demostración del poder del lenguaje que crea sentidos que luego se traducen en sentencias condenatorias para los delincuentes y absolutorias para los médicos y carniceros, aunque los primeros hayan atentado solo contra la propiedad y los segundos hayan arrebatado vidas.
Otro tanto sucede en cómo llamamos a esas situaciones. En estos días se ha escuchado “excesos en la legítima defensa”, “justicia por mano propia” o incluso ley del talión. No hay nada de ello, lo que hay son muertes, homicidios, algunos incluso calificados. Hay crímenes espantosos que el poder del lenguaje de los medios y la declaración de algún político intentan amenizar. No hay nada más alejado de la justicia que el homicidio, nada más lejos de la legítima defensa que atacar a quien ya está huyendo y nada más distinto a la ley del talión que asesinar a quien robó.
Hechos que hace 3700 años eran resueltos preservando la vida (corte de una mano) hoy intentan ser resueltos a través de la muerte.
Cuando intentemos explicarnos qué es la civilización, recordemos que nuestras justificaciones son previas a la ley del talión y que el Código de Hammurabi, brutal, espantoso, nos ofrece soluciones incluso menos violentas que la que hoy se intentan justificar. Legitimar estos hechos crea un discurso que incentiva al odio.
* Abogado. Coordinador del Núcleo de Estudios e Intervención en Seguridad Democrática. Facultad de Filosofía. UNCórdoba.
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