SOCIEDAD › DIALOGO CON LA HISTORIADORA Y ESPECIALISTA EN MEMORIA REGINE ROBIN
Repartida en su trabajo académico entre Québec y París, un reciente seminario en Buenos Aires permitió conocer más de cerca sus ideas sobre rememoración y elaboración, negación y transmisión.
› Por Eduardo Jozami
Se ha llamado sociedades memoria a aquellas donde la aldea y el grupo familiar aseguraban la transmisión espontánea de los recuerdos por generaciones. Nada más lejano de la realidad vertiginosa del mundo contemporáneo. Sin embargo, Régine Robin merecería ser calificada como un personaje-memoria. Nacida en Polonia, con la guerra, en el seno de una familia judía, estudiosa y testigo de los grandes acontecimientos del siglo. En su vasta obra –de la que conocemos La Memoria Saturada editada en Buenos Aires– mezcla la historia con la ficción, la crítica del arte con el ensayo literario y la reflexión sobre el Holocausto, que ocupa un lugar central. Robin, que hoy alterna su trabajo académico entre París y Québec, estuvo una semana en Buenos Aires invitada por el Centro de Estudio sobre Memoria e Historia del Tiempo Presente de la UNTREF, dictando un seminario que trató algunos de los temas abordados en este diálogo.
–Recién en las últimas décadas la memoria se vuelve tema central del discurso político y objeto de una nueva disciplina académica, pero usted tiene una obra anterior como historiadora. Entre muchos otros textos que vienen después, destacamos dos fuertemente referidos a la tradición de izquierda. El realismo socialista, una estética imposible (1987) refleja un consenso crítico muy instalado en la intelectualidad europea, pero el anterior El Caballo blanco de Lenin o la otra historia (1977) ya muestra un fuerte sesgo autobiográfico que lo vincula con sus trabajos posteriores sobre la memoria. ¿Cómo se planteó usted ese recorrido?
–Yo quería hacer una biografía de mi padre, militante comunista polaco que había querido incorporarse a las tropas soviéticas que combatían en las cercanías de Varsovia a comienzos de los años 20. Según la memoria familiar, mi padre fue rechazado cuando quiso sumarse al Ejército Rojo: uno de los responsables le dijo: eres polaco y debes quedarte aquí, tienes que ser bolchevique en Polonia. La leyenda fue creciendo y no sólo volvía cada vez más importante al dirigente soviético que tuvo ese diálogo con mi padre sino que éste aparecía viendo a Lenin que se desplazaba majestuoso en un caballo blanco. Considerando esta memoria familiar no es rara mi obsesión por escribir esa biografía. Podía haber hecho un trabajo de investigación histórica pero eso no me interesó especialmente. En aquellos tiempos –mediados de los 70– estaba de moda la historia oral y cómo había sobrevivientes de la aldea paterna pensé que era bueno entrevistarlos. Finalmente salió un relato que tiene mucho de testimonio pero también materiales de archivo, fotos y textos de ficción. Desde entonces, seguirían otras ficciones y también un estudio sobre Kafka y otros textos de lingüística o filosofía, pero gradualmente fue afirmándose mi interés por la Memoria. Me atrajo también que este tema facilitara o requiriera el recurso a una multiplicidad de saberes.
–Esa hibridez, esa vocación transdiciplinaria, recorre su obra, pero hay también una marca muy fuerte de la historia personal de alguien que ha vivido todos los grandes conflictos del siglo XX.
–Es cierto. Nací con la guerra y desde entonces he sido tomada de punta a rabo por los dramas y esperanzas del siglo. Si a los 20 años alguien me hubiera dicho que la URSS iba a desaparecer lo hubiera tomado por loco. Tuve las mismas ilusiones que ustedes aquí en Argentina aunque no estuve presa, mi desilusión fue tal vez menos dramática.
–¿Cuándo aparece su acercamiento a los temas del genocidio nazi? Se ha sostenido que en las primeras décadas posteriores a la Shoah no existió una marcado interés por este acontecimiento, que no era considerado en su especificidad sino sólo como uno de los grandes crímenes nazis.
–Por mi edad yo no hubiera podido escribir sobre el tema de la Shoah en esos primeros tiempos. Por otro lado, en cuanto pude trabajar como historiadora, era tal el interés por una rápida asimilación que elegí un tema bien francés: la revolución de 1789. Pero en mi familia se hablaba mucho del Holocausto, tal vez demasiado, considerando lo que podía comprender una niña pequeña. Siempre estuve muy cerca de ese acontecimiento y en mis primeras obras, sobre todo en las ficciones, ha estado muy presente. Mi último libro sobre Alemania –que se publica en París el mes próximo– combina el ensayo con la ficción. Allí dejo de ser polaca para imaginarme como una judía alemana del Este, alguien que, como portadora de esas identidades, vive muy intensamente todos los conflictos y discriminaciones.
–Usted hizo en el seminario una afirmación fuerte: “la Shoah sirve de paradigma actualmente para todas las memorias”. Nunca existió tanta vigilancia contra los negacionistas, pero nunca fue la memoria tan museificada, sacralizada, judicializada, conmemorada, banalizada e intrumentalizada. ¿Cómo desarrollar formas de hacer memoria fuera de la rutina y el ritual?
–La conmemoración actúa sobre los sentimientos, las emociones, sin evocar las causas. En algún museo, como el del Holocausto de Washington, se advierte un intento de evocar las causas, pero es muy somero. Hay gente que las plantea, los historiadores como Ian Kershaw, cuyo último y voluminoso libro acabo de ver en las librerías de Buenos Aires. Existen muchos trabajos importantes, pero la conmemoración se limita a las emociones y los ritos solemnes. Eso es lo que quise advertir.
–Existe un discurso muy expandido sobre la memoria del Holocausto que cada vez más se despega de cualquier intento de explicación histórica, sociológica, política o cualquier otra reflexión. Es cierto que ningún determinismo estructural puede agotar la explicación de un acontecimiento como la Shoah, pero no se entiende por qué rechazar el aporte de estudios y abordajes que puedan ayudar a comprender lo que ocurrió.
–Es cierto, un sector de la comunidad judía y de intelectuales, sólo un sector pero con amplia influencia, sostienen una cierta sacralización de la Shoah. Era la posición de Eli Wiesel, recientemente fallecido, quien consideraba al Holocausto como algo único, que no puede compararse con otras masacres y se coloca así prácticamente fuera de la historia.
–Algunos han dicho que se trata de un acontecimiento inefable, del que no se puede hablar. Claude Lanzmann sostuvo, después de presentar Shoah, su muy importante película, que la pretensión de comprender resultaba obscena…
–Sí, llegó a decir que si hubiera encontrado materiales de archivo sobre los campos, lejos de utilizarlos en su película, los hubiera destruido. Esto muestra una especie de memoria inmemorial, que se ha extendido. Debemos decir, también, que cuando más se habla de memoria, menos se habla de ideología. Esta se ha transformado en una palabra obscena, mientras se celebra el fin de las ideologías después de la caída del muro, como si el neoliberalismo no fuera hoy una gran ideología. Pero, sobre todo, se vive el fin del horizonte, del porvenir. Desde esta perspectiva, el refugio en el pasado, la exaltación de la memoria tiene que ver con este rechazo de la ideología y de los valores que pueden fundar un porvenir.
–Qué distinto al caso argentino, porque aquí el reciente auge de la memoria tiene que ver con un momento de radicalización político, la afirmación de un proyecto de futuro por el que el pasado se siente convocado, en los términos de Walter Benjamin. En Europa, este cambio en el modo de entender la relación con el pasado, tuvo un momento culminante, creo, en ocasión del Bicentenario de la Revolución Francesa, en 1989. Cuando Francois Furet proclama el fin de ese gran acontecimiento, se manifiesta la crisis de la izquierda francesa que había visto siempre a la Revolución como un proceso inacabado del que socialistas y comunistas se consideraban herederos y continuadores.
–Furet es un gran símbolo y muestra muy bien la hegemonía de un pensamiento conservador y la derrota del pensamiento revolucionario y de las ideas socialistas en Francia. Pero atención porque hoy estamos gobernados por socialistas, pero yo me refiero al sentido fuerte del término. Hay otro momento simbólico también en relación al Bicentenario: cuando Francois Miterrand organiza los grandes espectáculos de celebración, el evento Revolución aparece casi vaciado. Estaba presente pero no era lo que prevalecía. Lo que sí se manifestaba con fuerza era un multiculturalismo que tal vez refleje bien a la Francia de hoy, pero poco tenía que ver con la Revolución. Esta estaba ausente, porque la derecha la seguía rechazando, mientras la izquierda trocaba su legado en multiculturalismo.
–No parece que la izquierda haya recuperado su influencia. Usted habló de la crisis del discurso nacional francés, que tenía como centro la Revolución de 1789 y la tradición de izquierda tenía mucho que ver con eso.
–Es así, la izquierda no se ha recuperado. De lo contrario no enfrentaríamos la aterradora perspectiva de una próxima elección entre la derecha y la ultraderecha. Sin embargo, hay puntos de esperanza, una efervescencia intelectual más que interesante que no se refleja en los medios ni es aquello de lo que más se habla.
–Días pasados, nos señalaba que esto se manifestaba especialmente en el teatro.
–Sí, un joven director, Joël Pommerat, presenta un espectáculo sobre la Revolución que es una interpelación a los franceses de hoy: ¿qué nos diría Robespierre, que nos diría Saint Just frente a esta realidad? Tuvo un notable éxito, como si hubiera en el tejido social una espera para estos planteamientos. No la he visto todavía, tenía entradas pero la función se suspendió por el último gran atentado en el Bataclan de París. Todos los días se impide un atentado, pero algún día tal vez no puedan impedirlo. No quiero hablar mucho de este tema. La situación política es deprimente pero hay puntos de resistencia. Durante meses, existió un movimiento llamado “Noche de pie”. Mucha gente, sobre todo jóvenes, se reunía en la Plaza de la República para discutir, como en una asamblea general. También había muchos pequeños grupos. Me acerqué a uno en el que un profesor de historia hablaba a sus alumnos sobre 1848 y les explicaba que además de la revolución democrática de febrero, en junio de ese año se produjo una insurrección obrera contra el capitalismo, que fue salvajemente reprimida. Un chico de no más de 17 años, expresó entonces con cara de asombro: “si ya en 1848 se intentó terminar con el capitalismo y no pudieron, entonces hay que apurarse”.
–La vitalidad de la vida cultural no bastaría para fundar un gran optimismo, porque usted misma ha recordado que en el Berlín de 1933, en vísperas del ascenso de Hitler, la vida cultural alemana no era menos floreciente.
–Es cierto y lo recuerdo con frecuencia cuando alguien se entusiasma en exceso. Pero aquello de 1933 no se explica sin el terror que sucedió. No creo que nuestra situación sea comparable a la del fascismo alemán. No es eso lo que hoy nos amenaza sino algo así como la disolución del pensamiento político. Como si la política hubiera devenido en la mera gestión, sólo se habla de competitividad. Parece que aquí es lo mismo, he visto en los diarios que se habla de flexibilización laboral, como entre nosotros.
–En relación con la Shoah se planteó en su momento una gran discusión acerca de la legitimidad de los abordajes artístico-literarios de estos acontecimientos. Aunque en buena medida es una discusión superada, porque las artes siguieron haciendo su camino. Cuando discutíamos sobre la posmemoria, la rememoración que hacen quienes no conocieron o no fueron contemporáneos de los hechos, usted señalaba que en ese caso la literatura, las artes visuales, la arquitectura eran formas privilegiadas para esa evocación.
–Es una discusión que no tiene sentido respecto de la historia, sólo se plantea en relación con las artes. Es mejor no hablar de representación, sino de evocación del acontecimiento. En principio había un acuerdo general en rechazar la mera reconstitución de lo ocurrido y, en el límite de la representación, buscar formas de evocación. Estas pueden ser muchísimas. En Berlín se ven muchos cuadrados de metal con el nombre de las víctimas trasladados a los campos y la fecha de la deportación. Tienen un nombre particular que podríamos traducir como “piedras para tropezar”, se supone que el transeúnte no puede seguir caminando, que tropieza con ellas.
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