SOCIEDAD
› OPINION
Mala praxis
› Por Pedro Lipcovich
La torpe polémica sobre la muerte de Juan Castro conlleva el riesgo de promover la reclusión (“terapéutica”) de personas que supuestamente abusen de sustancias ilegales.
Familiares del suicidado acusan al psiquiatra de “homicidio culposo” por no haber mantenido internado a su paciente; el psiquiatra replica que no, que él quería internarlo, pero no le hicieron caso; el fiscal lo investiga por “mala praxis”. El objeto de estos tironeos era sin embargo un sujeto, Juan Castro, ciudadano hábil para tomar, o no, la decisión de internarse.
La lisa aceptación de que se pueda internar compulsivamente a una persona por sus consumos vale sólo para las sustancias prohibidas: no se suele internar a la gente por tabaquismo o abuso de alcohol o por los abusos alimentarios que conducen a la obesidad (todas éstas, adicciones con consecuencias mortales). El caso de la obesidad es ilustrativo: muchas personas con conductas alimentarias adictivas se internan con buenos resultados para bajar de peso; claro que lo hacen por decisión propia y en el lugar y por el tiempo que hayan elegido.
Por supuesto, la internación compulsiva para consumidores de drogas ilegales sólo se aplica a personas en condiciones de marginalidad o debilidad social, y de su ejecución se encarga un aparato judicial que deriva a centros de reclusión privados que suelen denominarse “comunidades terapéuticas”. En vida, la posición social y personal de Juan Castro no hubiera permitido internarlo a la fuerza (por eso la polémica es estéril), pero las características de su muerte –esa espasmódica salida de escena– lo ponen a posteriori al costado de la red social, en condición de persona-objeto que hubiera sido manipulable.
La airada exigencia de que Castro permaneciera internado (podría decirse: entró por una puerta y salió por la otra) se emparienta con la exigencia de más prisión para los delincuentes; en ambos casos, queda sin resolver el día después de la reclusión. Los más fervorosos partidarios de las internaciones “terapéuticas” para personas con conductas adictivas reconocen que el porcentaje de recaídas es abrumador. Claro que, como los consumos están prohibidos, la recaída es reincidencia y, entonces, la respuesta es otra vez la reclusión.
Está bien, se dirá, pero Juan Castro se mató: ¿no hubiera habido una buena praxis profesional que evitara su muerte? ¿No existe la mala praxis en salud mental? Por supuesto que existe: por ejemplo, todos los profesionales que sostienen el sistema de internación y “tratamiento” compulsivo para usuarios de sustancias ilegales forman parte de un sistema institucionalizado de mala praxis. En términos de responsabilidad social, es mejor tratar de prevenir que el caso de Castro, tan mediático, venga a reforzar la ideología de que “la droga” es el mal y la solución es el encierro.
Pero se mató y su suicidio no es el de Sócrates, que generó una filosofía. “La familia” protesta. Lo mató la droga, lo mató el psiquiatra. Castro vivía de revelar secretos y él mismo fue un hombre sin secretos. Todo estaba a la vista en él, salvo la causa de que todo estuviera a la vista. Si volviera a la vida, a conducir la fantástica producción televisiva de su propia muerte, fácil le sería mostrar cuál era el mensaje del suicida y por qué sus destinatarios jamás hubieran podido escucharlo. El suyo, como tantos, fue un suicidio por error. Una mala praxis del suicida.
* Editor de la sección Psicología de Página/12.