Dom 25.04.2004

SOCIEDAD  › COMO VIVEN HOY LOS QUE PERDIERON TODO HACE UN AÑO EN LA PEOR INUNDACION QUE SUFRIO LA CIUDAD DE SANTA FE

Los sobrevivientes

El jueves se cumple el primer aniversario de la trágica crecida del Salado que dejó 23 muertos. Página/12 recorrió los barrios más afectados. La vida después del agua. La reconstrucción con módicas indemnizaciones.La Carpa Negra. Y la bronca contra los políticos, que persiste como el recuerdo del barro.

› Por Carlos Rodríguez

Desde Santa Fe

Las siguientes son historias de agua, de vidas signadas por la inundación más terrible de la historia de la ciudad de Santa Fe y alrededores, tragedia de la que esta semana, el jueves 29, se cumple el primer año. Un duelo que será eterno, seguramente, para los más de 130 mil afectados, salpicados para siempre, en el alma, por el lodo que arrastró a las miles de toneladas de desechos en los que quedaron convertidos sus muebles, sus libros, sus juguetes, sus fotos familiares, los trajes de novia prolijamente guardados entre blancas naftalinas que de nada sirvieron esta vez, porque el enemigo no fue la golosa polilla sino el río Salado y una dirigencia política que se preocupó sólo por la elección del domingo 27 de abril, el anterior al gran aluvión. Se olvidó –hasta hoy– de que son personas las que depositan cada voto. “El agua nos arrasó, se llevó diez, veinte, treinta años de trabajos y de sueños, nos sacó hasta la dignidad.” Cada frase tiene nombre y apellido, pero todas forman parte de una memoria colectiva que sigue hundida como las 23 vidas que se apagaron en minutos, la mayoría ancianos o niños, y lo que se llama las “muertes subyacentes”, las que se produjeron meses después por “la depresión que causó en algunas personas daños psicológicos irreversibles y que las llevó a la depresión inmunológica, a la enfermedad y a la muerte inevitable”, explicó a Página/12 uno de los médicos que trabaja para los equipos oficiales y que tiene “prohibido hablar del tema”. Sólo pueden hacerlo “las autoridades”, que nunca accedieron a dialogar con este diario.
“Hace un año que estoy limpiando, con el balde y la escoba en la mano, así como me está viendo ahora.” Mirtha (ella asegura que hasta perdió el apellido) no deja de fregar mientras habla con Página/12 en la puerta de su casa, que son dos en realidad, una pegada a la otra, en la cortada Falucho 4612/4618, en el barrio Santa Rosa de Lima, detrás del también inundado Hospital de Niños de Santa Fe. “Pase, vea lo que es esto”, invita a trasponer la puerta de algarrobo, la única de madera que quedó en pie, aunque hubo que cambiarle todos los herrajes, carcomidos por el óxido luego de estar más de 15 días bajo dos metros de agua. De tan pasado por agua, parece que el cabello de Mirtha, teñido de rubio, ha perdido todo color. Y hasta el diente que le falta a su sonrisa triste es posible que se lo haya llevado la correntada, “que reventó todos los vidrios de la casa”.
“Ya bastante nos ha puesto a prueba Dios como para que encima nos hayan pagado sólo 4000 pesos, a cambio de comprometernos a no promover ningún juicio al Estado por los daños reales, porque acá hay doscientos metros cuadrados de edificación y nos quieren dar, en total, 15.000 mil pesos.” Ella habla primero de “15 millones”, como si expresara un deseo escondido adentro del balde rojo que enarbola. “Quince mil, quince mil, qué estoy diciendo”, se enoja consigo misma por la fugaz ilusión. “Si me dan tan poco, me muero”, repite varias veces y es tal la angustia que transmite que lo que dice parece más que una frase tirada al viento.
Como si quisiera expresar cosas desde sus 9 años, Juan Ignacio, el hijo menor de Mirtha, rubio natural, azota con su espada de juguete el pesado y antiguo portón de hierro de una de las dos cocheras que tiene la antigua pero todavía sólida vivienda de material. “Ese portón quedó para siempre abierto –explica Mirtha–. El óxido de las visagras es imposible de remover, de manera que hay que cambiarlo, pero no hay plata, así que tenemos la casa abierta de par en par, todas las noches.” “¿Miedo a la inseguridad? ¿Qué más inseguridad que la de haber perdido todo? Ya estamos curados de espanto, nada puede asustarnos, nuestra vida es como un camino gris y derechito, como vacas que van al matadero. Cuando a mi casa la tapó el agua, yo estaba viendo todo desde la terraza de ahí enfrente. Se me salía el corazón por la boca.”
Mirtha y su marido pudieron volver a la casa recién en julio “y hasta agosto estuvimos limpiando, nos turnábamos, y al nene ni lo queríamos traer, vivíamos en casa de unos familiares”. Santa Rosa de Lima es un barrio pobre, con un par de calles asfaltadas y el resto de tierra, como es el caso de la cortada Falucho. Frente a la casa hay una zanja que parece una acequia, un canal de desagüe encajonado entre dos paredes de cemento. “Eso estaba todo taponado con gatos y otros animales muertos, vidrios con los que nos cortamos los pies y las piernas, porque tuvimos que meternos adentro del agua podrida para poder sacar todo lo que provocaba el mal olor.” Igual, a pesar de los hectolitros de lavandina, “ese vaho horrible sigue en el aire, está como pegado a las paredes”, que han sido blanqueadas con cal viva, para terminar de matar las bacterias, los focos de contagio escondidos debajo del revoque que se cayó en forma definitiva. “La montaña de lodo llegaba a esta altura cuando vinimos. ¡Usted no se puede imaginar toda esa mugre!”, repite Mirtha mientras abre las dos palmas de sus manos, ubicadas a una altura cercana a su cintura.
Ni para los recuerdos
Mario tiene un taller mecánico desde hace cinco años, en Juan José Paso 4012, en el barrio Chalet, levantado por el Banco Hipotecario en los tiempos de Eva Perón. Eran todos chalecitos pintados de blanco, con techo a dos aguas de tejas romanas. Mario muestra sus dos “cadáveres”: un Fiat 147 y una Honda 400, arrumbados, derrotados en un rincón del amplio galpón. “Quedaron bajo el agua, casi 20 días, y ya no hay cómo hacer que funcionen.” El también se queja por los 4000 pesos, en tres cuotas, que fue lo único que pagó hasta ahora el Estado provincial, por aplicación de la Ley de Resarcimiento aprobada durante el mandato del ex gobernador Carlos “Lole” Reutemann y reglamentada y aplicada, sólo a medias, por su sucesor en el cargo, el también peronista Jorge Obeid.
“Con eso no pago ni los muebles que perdí. No te pueden obligar a aceptar este pago miserable y después no poder hacer un juicio. Con esa plata no alcanza ni para los recuerdos, ni para olvidar las 23 muertes que no te las sacan más de la cabeza.” Lo que más le indigna a Mario “es que el desastre tiene nombres y apellidos, pero nadie se hace cargo”. Señala hacia el norte de la ciudad y dice que “esos señores, los cogotudos, los que juegan al golf en los campos cercanos al hipódromo, son los que impidieron que se terminaran las obras de defensa, las que hubieran evitado que el agua tapara la tercera parte de la ciudad. Y todo porque la obra les arruinaba un poco su fino pasto verde”. Se refiere a la tercera etapa de la llamada defensa norte, que hubiera evitado el ingreso directo a la ciudad de las aguas desbordadas del río Salado. Apenas 1600 metros de terraplén que hubieran evitado, cuando menos, las 23 muertes, casi todos ancianos y niños que dormían y que no tuvieron quién los rescatara a tiempo.
“Fue la propia gente la que salvó a la gente, de lo contrario hubiera sido una tragedia mayor. Ni Defensa Civil, ni la policía, ni los bomberos, ni nadie. Nos dejaron solos porque a esos cogotudos no les importa nada. Y el gobierno dice que todavía no sabe muy bien lo que pasó, que fue la naturaleza. Los únicos que se portaron bien fueron los del pueblo, llegó ropa y comida de todos lados, y la traían los voluntarios, no el gobierno. Y algunas cosas nunca llegaron, se quedaron durmiendo en los galpones del puerto, en las reparticiones oficiales”, tal como denunció la prensa de todo el país, en su momento, con admisión expresa de ex funcionarios que acompañaron al Lole Reutemann.
Los locos de la lluvia
A los 35 años, Gladys Cóceres, del barrio Santa Rosa, hace esfuerzos para “recuperar la dignidad”. Hace cuatro años, cuando su hija Michelle tenía 6, decidió dejar su trabajo en una empresa privada “donde estaba muy bien, pero me estaba perdiendo su crecimiento”. Con el dinero que obtuvo por su retiro, puso todas las fichas en lo que pasó a ser su “mayor ilusión”: construir una casa de material que tenía (en pasado porque se lo llevó la correntada) un soñado techo de tejas. El cielo raso se vino a pique “y a los muebles hubo que tirarlos”. Para salir de la depresión se sumó a la Carpa Negra de la Memoria y la Dignidad, que se levantó por primera vez el 29 de julio del año pasado, en la Plaza de Mayo, frente a la Casa Gris, asiento del gobierno santafecino. El 14 de enero, después del pago de la primera parte del subsidio, la carpa fue desmantelada, pero el 29 de marzo de este año se volvió a instalar (ver aparte).
“Al principio éramos sesenta y hoy quedamos apenas 13 estoicos.” Los otros damnificados sólo se movilizan los días 29 “y todos los días nos preguntan si conseguimos algo, pero acá los únicos que estamos todos los días, todas las noches, somos nosotros”. Ellos persisten porque “lo que nosotros vemos es que nuestra vida no puede recomenzar si no recuperamos la dignidad perdida”. Para todos “esto no fue una catástrofe natural y nadie nos garantiza que esto no pueda volver a ocurrir”. Sobre todo por las noches, apenas cae una lluvia más o menos fuerte, como ocurrió la semana pasada, “todos salimos de las casas, aunque sean las dos de la madrugada; parecemos locos y eso somos, porque quedamos locos”. Gladys sigue en la plaza porque le quiere transmitir a su hija “la importancia de la lucha, porque otra cosa no puedo darle, ni siquiera devolverle las fotos y los dibujos que ella hizo cuando era chiquita”. Madre e hija, juntas, mientras jugaban, los habían ido pegando en las paredes del dormitorio de la nena, que ya nunca será el que fue.
Cerca de la Carpa Negra, como se la llama también, hay colgadas varias fotos rescatadas de las aguas, que reflejan felicidades de otros tiempos. Y una carta conmovedora firmada por Norma Graciela de Peralta. Allí dice, en apretada síntesis, que sus padres llevaban 58 años de casados cuando se produjo la gran inundación. Vivían en el barrio Chalet. El papá de Norma se murió el 25 de mayo del año pasado. La mamá tres días después. Aunque el certificado de defunción habla de “causas naturales”, de infartos masivos, la verdadera causa, sostiene Norma, fue una sola: “La tristeza de haberlo perdido todo”. Al lado de la carta, para darle un toque de ironía a la tragedia, está a la vista el actual estandarte de La Galleguita, una de las murgas más populares de Santa Fe. Es un mensaje dirigido al ex gobernador Carlos Reutemann: “A mí nadie me avisó-29 de abril de 2003”.
Sólo diez fotos
Gustavo Peralta, 30 años, seis hijos, del barrio Roma; Mariano Criado, 23, de Santa Rosa de Lima, soltero pero con la madre a su cuidado, y Daniel Belascuain, de 38, tres hijos, son también “padres” o “hijos” de esta Plaza de Mayo. Si hasta los llaman “locos”, por seguir queriendo mantener vivos sus recuerdos. Después de sacar a sus hijos, junto con su mujer, Gustavo se quedó último en la terraza de la casa de su suegro, ya que en su vivienda “el agua me daba en la cintura, parado sobre el techo”. Cuando su suegro ocupó el último lugar disponible en la piragüa usada como medio de rescate, se acercó al solidario dueño de la embarcación y le arrancó una promesa: “Por favor, no te olvides de volver para sacarme”. La respuesta fue un “ni lo dudes hermano”. Igual vivió, solo en la terraza, las dos horas más largas de su vida, hasta que su Noé apareció maniobrando con el arca en un río embravecido, lleno de canoas y balsas que cruzaban crispadas un espacio que había sido una calle. Gustavo y su mujer sólo pudieron rescatar “diez fotos que teníamos de los chicos”.
Mariano también se quedó hasta el final, hasta que supo que estaban a salvo su mamá y sus sobrinos. “Muchas veces, cuando duermo, tengo la misma pesadilla: escucho los gritos de la gente, es igual a lo que pasa en la película, cuando se hunde el ‘Titanic’. No hay peor pesadilla porque algunos murieron y no pudimos hacer nada por ellos. Todos corríamos como hacen las hormigas frente al peligro.” Cuando volvieron a la casa recuerda que sin decir una palabra, una sola, “fuimos tirando todo”. “Decir algo hubiera sido ponernos a llorar y tirarnos a nosotros mismos.” A Daniel Belascuain la memoria le eriza la piel: “Lo que recuerdo siempre es que presencié en vivo un reportaje que la periodista de LT-10 Susy Tomas le hizo a Reutemann desde la esquina de las calles Iturraspe y Perón. El Lole le dijo con la mayor tranquilidad que estaban tomando ‘todos los recaudos necesarios’”.

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