SOCIEDAD
› IMRE KERTESZ, PREMIO NOBEL DE LITERATURA, SOBREVIVIENTE DEL HOLOCAUSTO
“Cuando escribo, siempre pienso en los campos de concentración”
Dueño de una obra dolorosa y terrible, por muchos años desconocida y premiada con la máxima distinción mundial en 2002, el húngaro Kertész llegó a Auschwitz a los 15 años. Su padre murió como esclavo en una cantera y él sobrevivió, pero quedó marcado de un modo que puebla sus novelas. En este reportaje, discute el suicidio, la memoria, la culpa y la extraña manera en que el estalinismo húngaro le salvó la cordura.
Por Sol Alameda
–Usted cuenta su dificultad personal para reconocerse como judío. Pero antes de la I Guerra Mundial había muchos judíos a quienes les pasaba lo mismo. Algunos escritores judíos cuentan que en casa de sus padres no se podía hablar ídish, que los obligaban a hacerlo en alemán. A toda costa querían integrarse en otro mundo. Usted mismo, ¿ya ha aceptado ser judío?
–En cierto sentido, sí. No vivo en Israel, no hablo hebreo, no tengo la cultura judía. Acepto que estoy viviendo en Europa y en circunstancias que se mantienen para los judíos. Acepto esta situación y la describo. Había un ámbito cultural judío de habla alemana que se extendía desde Cracovia y Praga hasta Odessa. Los judíos que no querían implicarse en las lenguas polacas u otras culturas nacionales hablaban y escribían en alemán.
–Tiene eso algo que ver con lo que dice Hannah Arendt de que el antisemitismo, un avergonzarse de ser judío, al que usted y otros autores se refieren, está dentro del pueblo judío como una semilla.
–Entre los estalinistas y los leninistas, todo el ejército era así: gente que huía de su ser judío hacia una supuesta trascendencia que era el socialismo. Ellos creían que allí podrían dejar de ser judíos, que aquello sería el paraíso terrenal donde lo lograrían. En Hungría, en el estalinismo hubo muchos judíos que, para demostrar lo comunistas que eran, a veces perseguían a los mismos judíos. No se podía hablar de Auschwitz ni de nada relacionado con el Holocausto. Sólo de los sufrimientos y los actos heroicos de los comunistas.
–Tras el momento más grande de la cultura alemana, antes de la I Guerra Mundial, cuando los judíos orientales se instalaron en Centroeuropa y se produjo un mestizaje cultural que acabó dando un resultado magnífico, es cuando se destruye y casi se olvida toda esa cultura. ¿Ese mestizaje es comparable con lo que pasó luego en Estados Unidos, donde varios de los más grandes escritores son judío-americanos?
–El alemán de aquellos escritores era un poco diferente del de un Goethe o un Thomas Mann. Hay matices. Es un alemán de la Europa oriental, que enriqueció mucho al alemán de la cultura alemana y que expresó esa existencia de la Europa oriental... Cuando finalmente los nacionalismos se impusieron y la monarquía (el Imperio Austrohúngaro de Francisco José) se derrumbó, estas literaturas nacionales, la polaca, la húngara, la ucraniana no sabían qué hacer con estos escritores. Kafka podía haber escrito en checo, escribía muy bien en checo, pero la literatura checa no habría sabido qué hacer con él. Y hoy por hoy también le cuesta saber qué hacer con Kafka, que en la época de Stalin estaba prohibido. En Hungría, en cambio, no había una gran presencia de escritores judíos que escribieran en alemán y, por lo tanto, comenzaban a escribir en húngaro. Uno de los creadores de la literatura naturalista húngara fue un escritor judío cuyo padre era un rabino que no sabía húngaro, y su hijo es uno de los creadores del húngaro moderno.
–Volviendo a la pregunta anterior, al valor del mestizaje en la cultura, Philip Roth dijo en una entrevista, tras los atentados de las Torres Gemelas, que no era un escritor judío-americano. Que eso no existía, y que su familia llevaba en Estados Unidos más de cien años y, por lo tanto, no era otra cosa que norteamericano. ¿Qué le parece?
–Es que, en ese sentido, Estados Unidos es diferente a la Europa oriental, porque allí todos son extranjeros y sólo ahora empieza a amalgamarse ese país. La literatura de la Europa oriental en lengua alemana ya no existe, y la que existe es precisamente la que se fue a Estados Unidos. Casi no hay literatura en ídish, ni la literatura que había en Centroeuropa, esa literatura desarraigada tan característica. Los judíos también tienen muchas capas y sólo los antisemitas los ven como una unidad. Los que viven en Europa son muy diferentes a los que viven en Israel. Pero eso el antisemita no lo percibe. El antisemitismo unifica a todos los judíos como iguales. También el antisemitismo ha cambiado.
–¿Y ahora cómo es?
–El anterior a Auschwitz era muy distinto al posterior. Porque éste, el de ahora, se sabe exactamente adónde conduce. Se sabe que el final es Auschwitz. Ahora el antisemitismo apunta más a Israel que al judío clásico, y bajo la excusa de criticar la política de Israel se desliza este antisemitismo nuevo.
–¿Qué le parece la actual política de Israel con los palestinos?
–No la defiendo. Vivo en Europa y no formo parte de los que generan esa política. Si los que critican a Israel me pegan a mí un tiro en plena calle por ser judío es que no entienden nada; es como si los cristianos estuvieran enfadados conmigo porque yo crucifiqué a Cristo. Yo no estoy en Israel, aunque padezca la enfermedad del pensamiento colectivo que se impuso en el siglo XX completamente; esa idea de razas, grupos, de exterminarlos a todos, y que es lo más característico de ese siglo.
–Su última obra, Liquidación, es un libro desolador. He pensado que, a pesar de que le han dado el Nobel, no se ha puesto nada alegre a la hora de escribir, ha seguido con la misma temática de los campos de concentración; incluso es un libro más desesperanzado que su primer texto sobre los campos, Sin destino. Más negro. Como si el tiempo no pasara, excepto para peor...
–Con el Nobel no podían chantajearme a mí... Tanto más porque, cuando me lo dieron, ya tenía escritas tres cuartas partes de la novela. La acabé después, y hubo un interregno con todo ese lío del premio. Me costó encontrar tiempo para acabarla.
–¿El reconocimiento a su obra que supone el Nobel no le ha hecho sentirse más cómodo en el mundo, vivir en la realidad, eso que dice es tan complicado?
–El premio no ha influido para nada en mi actividad literaria, es algo separado de mí. Yo no pienso en el lector cuando escribo. ¿Cómo puedo saber lo que al lector le gusta? ¿Qué tengo que ver yo con el lector? Ni puedo ni quiero escribir con esa idea.
–Pero usted conecta con ciertos lectores. Algo hay en su escritura que consigue ese milagro.
–Para mí, el lector es un concepto abstracto, un concepto de editor. Mi primera novela, en Hungría fue rechazada porque me dijeron que ofendía el gusto del lector. Así que ellos sí sabían quién era el lector, pero yo no. Después se publicó, y resultó que a los lectores les gustó mucho, pero aquellos editores pensaban saber quién era el lector. El lector, en realidad, es el palo que tiene el editor en la mano para golpear en la cabeza del escritor. Y si hubiera habido ese respeto continuo al lector, no hubieran existido ni Flaubert, ni Marcel Proust. Ni Cervantes, quizá. Ni nada de nada.
–¿Por qué en Liquidación mató a ese personaje que se llama B, por qué tiene que morir tantos años después del Holocausto, como si éste estuviera todavía vivo y presente y lo indujera al suicidio?
–¿Yo lo maté? Llega un momento en el que se plasma una estructura en la novela, los personajes se ponen en marcha y voy humildemente detrás de ellos. En la fase final apenas los conozco, tienen un montón de secretos. Los describo tal como ellos quieren, son como ellos quieren y ocurre con ellos lo que ellos desean que ocurra. Tienen una lógica en la que no puedo influir.
–Usted dice que, cuando escribe, siempre está pensando en los campos de concentración nazis. En ese sentido, el final del personaje B me recordaba la historia de Celan o de Primo Levi, que años después de haber vivido en un campo nazi, acaban suicidándose debido a aquella experiencia imborrable.
–Yo pensé en Jean Améry (escritor austríaco deportado por los nazis)... Miré muchas veces su fotografía... Tenía un hermoso rostro, y en una foto que le hicieron poco antes de morir, cuando vivía probablemente sumido en una gran depresión, lo fotografiaron en el banco de un parque con un brazo sobre el respaldo. Está de semiperfil y su rostro es muy amargo, casi trascendental, sobrenatural; el rostro del que ya ha ajustado las cuentas con todo y que sólo vive por casualidad.
–¿Acaso haber vivido y sobrevivido a un campo nazi lo deja a uno la semilla del suicidio para toda la vida? Porque usted habla mucho del suicidio...
–No es sólo a raíz de Auschwitz. Según Albert Camus, el suicidio es el único problema filosófico importante. Quiero decir que para mí es un tema fundamental, y no sólo a cau- sa de Auschwitz. También en Dos- toievski es una preocupación fundamental. Lo que pasa es que, en el caso de Auschwitz, el suicidio culmina. Lo que ellos vivieron fue decisivo. Jean Améry describe la tortura y cuenta que a partir de ese momento perdió la confianza que tenía en el mundo. Ya no hay prójimos humanos sino que todos los seres humanos que hay a su alrededor son contrarios a él. Vivió con esa sensación y por eso no le dio ningún sentido al sufrimiento por el que pasó. No sacó ningún resultado que lo mantuviera unido a la sociedad. Era muy solitario.
–¿Se está describiendo también a sí mismo?
–Sí. Pero de momento yo no soy un suicida.
–Lo digo porque he leído que lo que lo salvó de suicidarse fue precisamente el estalinismo. ¿Qué quiere decir?
–Es verdad. Con el estalinismo, en Hungría, lo que yo había conocido desde la infancia continuaba igual que antes. En Hungría, cuando era niño, había un régimen que era como el de Franco, y desde 1920 hubo una ley que impedía el acceso libre de los judíos a la universidad, una ley de numerus clausus que se refería a las minorías, pero afectaba a los judíos, porque eran quienes iban a la universidad. Como sólo un 6 por ciento de los estudiantes podía ser judío, el resto estudiaba en Berlín o Londres. Así, algunos húngaros se hicieron científicos o químicos y enriquecieron la cultura occidental.
–¿Cree que ese enriquecimiento es una constante en la cultura occidental?
–Sí, cuando la cultura occidental se lo permitía. A mi padre, que era un comerciante pequeño, no le habría gustado que yo fuera un mal alumno, no sé si hubiera aceptado bien que yo quisiera ser escritor. Lo que quería es que yo fuera un burgués de élite. Por desgracia, lo mataron en la guerra. Cuando Hungría fue ocupada por los alemanes, fueron llamados todos los hombres judíos a trabajos forzados. Mi padre se había librado porque tenía una enfermedad del estómago, pero con la llegada de los nazis no le valió. Y esa gente fue llevada, en febrero de 1945, hacia los campos de exterminio, en Austria, mientras avanzaban las tropas rusas. A los que no aguantaron la marcha los mataron, o los dejaban morir. Mi padre murió en una cantera entre piedras. Lo escribí en Yo, otro. Muchos murieron así.
–Al leer Sin sentido, con esa escritura tan seca, alejada de cualquier sentimentalismo o especulación sobre lo que está viviendo, pensaba que el escribirla podía haberse librado de lo peor. No del recuerdo, pero tal vez del dolor, de la interrogación de esa maldad que fueron los campos de exterminio nazis y que nos resulta incomprensible. Pensé que estaba haciendo terapia. Pero resulta que no se libró de nada.
–Es verdad que los campos siguen siendo mi fuente de inspiración, que siempre pienso en eso, desde un punto de vista simbólico. En cuanto a que aquello sigue determinando nuestras vidas, pienso que desde lo de Auschwitz no ha habido ningún cambio cualitativo. No hemos pasado del sistema del odio al sistema del amor. Y todo lo que pasó entonces, por tanto, puede volver a pasar; de modo que uno no puede pensar en otra cosa cuando escribe. Uno no puede pensar que vivimos en otra cultura que en la que vivimos.
–¿Uno no puede intentar sacudirse ese peso, tratar de vivir?
–Yo me liberé con la escritura de Sin sentido. De ese modo que un escritor se libera de una materia que le obsesiona. La diferencia entre una autobiografía y una novela es que el escritor de una autobiografía recuerda, y al escribir se libera de sus recuerdos, o los intensifica. El novelista no recuerda, crea un mundo. Aunque sea desde un punto de vista documental, todo el lenguaje de la escritura de la novela tiene que ser de tal manera que Auschwitz surja de allí; pero no como un recuerdo sino como surgen El proceso o El castillo, en las novelas de Kafka. Aunque existan en la realidad, él está creando un mundo de ficción que tiene una forma, un comienzo y un final, una composición, un lenguaje y una estructura. De lo contrario no podría llamarse novela. Por eso después de crear Auschwitz no hay una terapia. Lo que hay es otras novelas que escribir.
–El mundo que rodea a su protagonista en el campo nazi recuerda, por su modo de mirar a su alrededor y de no hacerse preguntas sobre lo que ocurre, a los personajes de El castillo y El proceso.
–Usted lo dice y está pensando en la literatura. Pero es que además es la ley de la supervivencia. Una dinámica que es una maquinaria que, si uno no sigue la corriente y el ritmo, y no acepta la dirección de los pasos, entonces lo echan de la fila y muere. Es necesario, imprescindible, ir avanzando con la lógica de los campos para sobrevivir. Y eso es lo terrible, que uno participa de una maquinaria cuyo objetivo es matarlo a él. Esta es la ley del asunto.
–¿Una ley que uno no podía dejar de aceptar?
–No podía. Y hacerlo es precisamente lo que hace que esa ausencia de destino sea ausencia de destino. Y luego la sociedad, una vez que alguien ha participado en eso, simplemente niega que haya participado, porque es humillante y vergonzoso para la sociedad. Y se crea una mentira, y se encuentran palabras como víctima y perseguido. Pero también es verdad que uno ha sido partícipe de esa maquinaria, que sólo si lo confiesa y lo acepta puede conducir a una liberación interior. No basta con que se abran las puertas de los campos. De esa enfermedad que difunden los campos de concentración, uno sólo puede liberarse enfrentándose con ella de una manera sincera. Preguntándose hasta qué punto ha sido partícipe sin querer, simplemente por querer sobrevivir. La voluntad de vivir y la humillación nunca estuvieron tan entrelazadas como en el terror moderno. Como en los Estados totalitarios modernos... Esa es la nueva calidad de vida que se conoce muy bien en la Europa oriental. Y que, por supuesto, oficialmente se niega.
–Pero para usted, desde los campos nazis no ha cambiado nada en Europa en cuanto a la posibilidad de que la gente viva con más libertad. Y lo basa todo en la idea de que el hombre no ha dejado de vivir humillado. Como si la humillación fuera el precio a pagar por sobrevivir. ¿Se puede comparar, como usted hace, la alineación de los ciudadanos actuales, el modo de trabajar que han impuesto las multinacionales, por ejemplo, con la que se vivía dentro del régimen comunista y en los campos de exterminio nazis?
–Una gran empresa es también una totalidad; tiene un modo de pensar que uno tiene que aceptar, y a veces hay que aceptarlo de una manera total. Le pondré un ejemplo. Después del cambio político en Hungría fui a cambiar un poco de dinero a un banco. Una cajera joven me pidió mi documentación. “Pero si sólo quiero cambiar 20 libras... ¿Para qué quiere mi documentación?”, le dije. Se produjo una discusión. Ella se dio cuenta de que estaba representando un absurdo, lo que la puso muy violenta y cada vez hablaba en voz más alta. Cuando se crea una situación así, totalitaria, están dispuestos a todo, incluso a matarte, para que cumplas sus reglas. Aquella mujer estaba representando de forma absoluta algo con lo que seguramente en su fuero interno no estaba de acuerdo, pero... En Japón creo que hay gente que incluso se queda a dormir en las fábricas donde trabaja, que se implica totalmente con sus empresas.
–Y entonces es esa humillación totalitaria, llevada a un límite extremo, y no la culpabilidad de los que han sobrevivido a un campo nazi, lo que provoca el suicidio...
–Eso es, viene de que el hombre ha sido humillado. El hombre ha perdido su confianza en el mundo y no ve ningún sentido ni utilidad en nada. Es más, lo empujan hacia fuera del mundo, como si fuera una carga. Como si los molestara con su conocimiento. Ese es el suicida consecuente, como Jean Améry. Hay otros tipos de suicida, porque hay varios tipos, como el que comete suicidio porque asume la sentencia de muerte contra él. Y su conciencia no logra superarlo y sucumbe a la tensión.
–Usted ha logrado convivir con todo eso.
–Al menos no me he roto. Pero era más joven que Jean Améry, que lo vivió cuando era adulto; por debajo de los 15 años, a uno le cuesta más perder esa confianza en el mundo. Para un niño todo es reparable, al contrario que para un adulto.
–Sin embargo, yo he encontrado un motivo para que usted mismo haya podido volver a confiar en el mundo: que fueran los alemanes los que descubrieron su obra, quienes la pusieron en el mundo y la dieron a conocer. ¿No es bonito y paradójico?
–Es verdad, y, por cierto, no es nada casual. Sobre esto pienso varias cosas. Para mí, la cultura alemana ha sido decisiva: la filosofía alemana, la música y algunos escritores alemanes. Como Thomas Mann, a quien conocí tempranamente. En Sin destino, el lector con conocimiento de la literatura alemana puede descubrir una novela formativa; aunque en este caso sea el caso contrario, de deformación, de deconstrucción. Y eso la hace reconocible para un lector alemán. Por otra parte, la misma materia... Sin destino se publicó en 1996 por segunda vez, cuando ellos estaban preguntándose por sus padres y ya estaban aburridos del tono moralizante que había seguido buscando culpables, pero siempre considerándose inocentes. Porque casi no entendían lo que había pasado, y la novela les daba una llave sin crear reacciones defensivas. Y quisieron entender. Recibí muchas cartas, durante muchos años, y tuvo una gran influencia en Alemania. A muchos jóvenes alemanes les gustaba el libro.
–Tampoco los alemanes pueden olvidar. Yo comentaba con Günter Grass el traspaso de culpa de unas generaciones a otras, si no era algo malsano después de tanto tiempo.
–No se puede olvidar. Después de Auschwitz se perdieron todos los valores europeos y no los hemos recuperado todavía. Muchos problemas europeos vienen de entonces, de los campos. Nos han dejado sin deseo de actuar. Durante años no hemos prestado atención al genocidio que se estaba produciendo en los Balcanes, sin que nadie interviniera. Porque la experiencia de la II Guerra Mundial paralizó a Europa; así que aquello tiene todavía consecuencias políticas. Y los alemanes siguen preocupados por su culpabilidad, incluso cuando se ha descubierto que toda Europa participó en el Holocausto. Pero ellos eran un país tan grande e imperialista que asumieron en solitario todo el legado de horror que otros también cometieron. Un amigo mío, historiador, descubrió que las tropas que ejecutaban las penas de muerte y el exterminio de judíos en Ucrania eran húngaras; pero en la historia alemana, los alemanes asumían esos crímenes como propios.
–Y un judío europeo como usted, ¿cómo solucionaría el conflicto palestino-israelí?
–No hay solución por el momento. Desde que se dejó pasar el momento del plan de paz ofrecido por Clinton y Barak, los dos bandos se agreden, y nada más. Los motivos de cada lado no los tengo claros, pero sí me parece algo muy triste. No entiendo cómo en ese pequeño espacio no puede darse una convivencia entre judíos y árabes. Debe de haber algún motivo místico, pero siempre se quiere eliminar a los judíos, en ninguna parte los toleran. Y la intolerancia y la autodefensa ha enloquecido a todos. No sé qué va a ocurrir. Puede que dentro de 20 años se produzca un milagro.
De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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