SOCIEDAD
› MAS DE 10 MIL PERSONAS CONMEMORARON LA INUNDACION DE SANTA FE
El nuevo pedido de juicio y castigo
Al cumplirse el primer aniversario de la trágica crecida, las víctimas de la inundación se concentraron frente a la Casa de Gobierno provincial. Responsabilizaron a las autoridades de entonces por la falta de previsión y a las actuales por la ausencia de ayuda.
Por Juan Carlos Tizziani
Desde Santa Fe
Una marcha que convocó a más de 10 mil personas –la mayor en Santa Fe desde el retorno a la democracia, en 1983– propuso ayer la “condena social a los responsables directos” de la catástrofe del río Salado y arriesgó algunos nombres: Carlos “Lole” Reutemann, el gobernador Jorge Obeid, el ex intendente Marcelo Alvarez, entre otros. A un año del fatídico 29 de abril de 2003, los santafesinos se movilizaron en demanda de “Justicia para nuestros muertos”, “Juicio y cárcel a los culpables”, “Confiscación de todos sus bienes” y una ley de indemnización integral a los afectados. Porque ya casi nadie duda de que la catástrofe podría haberse evitado, o al menos mitigado en su dolor: 67 muertos (23 reconocidos oficialmente, 44 por secuelas) y más de 100 mil personas en el desamparo.
La Plaza de Mayo fue desbordada por esa multitud sufriente. Un pequeño cartel –entre tantos– que levantaba una niña de 10 años, Antonella Romero, bien pudo sintetizar ese péndulo de ayer, entre el llanto y la bronca: “Santa Fe tiene mucho dolor y tristeza por los muertos, por los enfermos, por cada hogar que quedó vacío y destrozado”.
El día amaneció con lluvia –igual que el 29 de abril de 2003–, como para agitar fantasmas o viejos miedos. Pero a media mañana, una brisa del sur despejó las nubes. Y comenzó entonces el ir y venir por la Plaza de Mayo, donde las banderas estaban a media asta. Un decreto del gobernador Obeid había adherido al duelo y dispuso un asueto en la administración pública y en las escuelas, a partir de las 13. Otra reacción tardía.
A las cuatro de la tarde, ya había otro clima y sol a pleno. Una misa que celebró el arzobispo de Santa Fe, monseñor José María Arancedo, convocó a más de mil personas en el cordón oeste (ver aparte). Y una hora después, la plaza ya estaba llena. Las columnas seguían llegando desde los barrios del drama: Centenario, Chalet, San Lorenzo, Barranquitas, Villa del Parque. Mientras otros se sumaban por las suyas, con velas, carteles y consignas. Una camioneta trajo a una muchacha de blanco, disfrazada de Justicia y una balanza del poder en sus manos: en el platillo más pesado, la imagen de Reutemann y de Alvarez. En el más liviano, los inundados.
El gobierno se esmeró en su operativo de seguridad. Dejó a oscuras la Plaza de Mayo la noche anterior. Y amuralló la Casa Gris –como se conoce en Santa Fe al palacio oficial– con una valla de acero. Más de 200 policías se desplegaron en el frente, con perros y a caballo. En el interior, una docena de vehículos, dos autobombas, una ambulancia y hasta un camión que se utiliza para trasladar presos a “La Piojera”, el nombre vulgar de la Alcaidía de Jefatura. Ante tanto despliegue de uniformes y mangueras, el despacho de Obeid permaneció vacío.
El acto comenzó con el Himno. Y desde el palco, alguien comenzó a leer los nombres de los muertos. “¡Presente!”, gritaron en la plaza ante las 67 víctimas de la catástrofe: 23 reconocidos por el gobierno y 44 por secuelas de la inundación. Las consignas comenzaron a transformar el dolor en bronca. “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”, gritaron una y otra vez. Y luego otro cántico aportó su toque setentista. “¡Si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está!”
La marcha fue convocada por 30 organizaciones, entre ellas las que nuclean a víctimas de la tragedia. Un documento común sintetizó los reclamos: “Hace un año inundaron nuestras casas, nuestros barrios. Resistimos con todas las fuerzas: poníamos bolsas de arena, subíamos las cosas un poco más. Pero fue en vano. Nadie nos avisó y ellos lo sabían. Y ahí, violentados, fuimos arrojados hacia cualquier lugar, lejos de nuestras pequeñas cosas que quedaron bajo el agua”.
“Esta catástrofe era evitable”, se escuchó en los parlantes. La plaza reaccionó con más consignas de la bronca. La voz siguió: “El desamparo y la desprotección que vivimos cada día de estos doce meses profundizó las consecuencias de la inundación. Hoy sabemos que los efectos están en nuestros cuerpos. Las secuelas físicas y psíquicas de la población aumentan cada día. Las políticas de Estado pusieron todo su esfuerzo en ocultar, negar, manipular políticas electorales. Negociar, nada más ni nada menos, que nuestras vidas”.
Tras la lectura del documento, la gente no quería irse de la plaza. “¡El pueblo no se va, el pueblo no se va!”, gritaron. Una respuesta a las exhortaciones para que se fueran. Otro apagón detonó la furia y agitó los temores del 29 de enero, cuando un grupo provocó destrozos en el Palacio de Gobierno. Entonces no estaba el muro de acero clavado en el cemento. Algunos chicos comenzaron a tirar piedras. Estallaron algunas bombas, pero no más que eso. Los gritos contra Reutemann y Obeid se multiplicaron. Hasta que la luz calmó los ánimos.
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