Lun 16.08.2004

SOCIEDAD  › JORGE ALEMAN, PSICOANALISTA Y AUTOR

“Acá un experimento mal hecho puede costar muertos”

Exiliado en España desde el ’76, estudia desde la psiquis y la filosofía los movimientos sociales. Dice que Kirchner es un cierre de los dos grandes temas argentinos, derechos humanos y justicia social, y advierte que una cosa es teorizar desde la seguridad europea y otra desde la trinchera local. “Hay que pedirles prudencia a los teóricos”, dice.

› Por José Natanson

“Kirchner representa el fin de la dictadura militar”, sostiene Jorge Alemán, psicoanalista y autor, entre otros libros, de Lacan y el debate posmoderno, Notas antifilosóficas y Lacan: Heidegger. Nacido en la Argentina y exiliado en España desde 1976, Alemán desarrolló una larga carrera como psicoanalista, su especialidad junto a la filosofía. En los últimos años ha comenzado a estudiar y escribir sobre fenómenos sociales y políticos de la Argentina, con una mirada original que supera la coyuntura y que desarrolló en la entrevista con Página/12.
–Usted definió a Kirchner como el fin de la dictadura militar. ¿Qué quiso decir con eso?
–Al ver la encrucijada política de la Argentina actual se ven dos grandes legados que, a mi juicio, tienen que resolverse: la justicia social y los derechos humanos. Este presidente encarna, con todas las tensiones, encrucijadas, problemáticas, una interpretación de esos dos legados. Por eso digo que Kirchner representa el fin de la dictadura militar, porque se ha puesto en posición de interpretar tanto el legado peronista de la justicia social como el legado posperonista de los derechos humanos. Es la primera vez después de la dictadura que hay un intento serio de constituir una autoridad política. En los últimos años se ha creído que el problema era sólo económico. Pero un país que no sabe qué hacer con sus muertos o sus desaparecidos es un país abocado a repeticiones terribles. Es muy diferente a lo que ocurre en Europa, donde de lo que se trata es de la gestión. Allí hay casi siempre un partido conservador y otro progresista, que se acercan según las coyunturas, que mantienen por debajo una red de complicidades, y que están referidos a aparatos corporativos e institucionales que los relacionan entre sí. Acá esto es mucho más complejo. En principio porque en el propio peronismo conviven estos dos partidos. Por otro lado, el Presidente es hijo de los días de diciembre. Lo veo siempre en relación con una estructura política, el PJ, pero con una relación de exterioridad a esa estructura. Es un afuera y un adentro. Sin rechazar esa estructura, estando incluido en ella, pero manteniendo esa exterioridad tributaria de diciembre.
–¿Cómo impactó el estallido de diciembre en la subjetividad colectiva?
–Si lo pensamos de un modo internacional podemos pensarlo como el estallido del capitalismo en su realidad posfordista, como el quiebre de la relación capital-salario. El trabajo como un polo fijo de estabilidad social y de construcción de identidad ha desaparecido y la relación con la ciudadanía también ha estallado. Muchos sujetos quedan excluidos de la categoría de ciudadano. El capitalismo los reduce a su pura vida biológica. Después de diciembre, como ocurre a veces en situaciones límite, surge la posibilidad de lo mejor, como cuando de lo más terrible y lo más urgente se crea la posibilidad de encontrarse. La Argentina, en diciembre, entendió que estaba frente a su propia disolución como país.
–¿Qué importancia tienen en este cambio en la subjetividad colectiva los piqueteros, un sujeto público relativamente nuevo, que cobró notoriedad luego del estallido?
–Hubo una simpatía inicial necesaria hacia ellos, porque en la emergencia del movimiento piquetero hubo una verdad. Ellos son la consecuencia del laboratorio argentino del capitalismo. Pero otra cosa significa querer llevar esto a algo que ya no es del orden de la verdad sino de un discurso que ya está previamente articulado, como el discurso de la insurrección o del proyecto revolucionario. Es volver a preparar el sacrificio. El asunto es si a la verdad no la tratamos artificialmente. Ubicar a los piqueteros en un proyecto revolucionario de masas es inscribirlos en categorías anteriores a su propio surgimiento, que los llevaría además a donde los espera la derecha. Inscribirlos en el código anterior es llevarlos al delirio, como diría Hegel. En este sentido me parece sabio no reprimir. Hay verdades que verdaderamente no se adaptan a una categoría: para hacerlo necesitan muertos. El mismo movimiento piquetero debería encontrar entre sus teóricos quien los inscriba en la realidad mundial en la que estamos insertos.
–¿Cuál es esa realidad? ¿Es posible una comunicación entre los piqueteros y otros movimientos de resistencia en otros lugares?
–Ha surgido en distintos lugares la idea de que la representación no es la última palabra de la política. Hay grupos que buscan intervenir en la vida política sin pasar por los canales de la representación. Lo que pasa es que no lo hacen destruyendo las cosas, ni promoviéndose como piezas inmolatorias del sacrificio. En la Argentina, el problema es que tenemos antecedentes claros de momentos sacrificiales de nuestra historia.
–Los ’70.
–Claro. Los italianos piensan en la multitud. Oponen el concepto de multitud al de pueblo, que estaría bajo la lógica del uno. La multitud interviene sólo ante determinados acontecimientos y después se disuelve. El tema es que esto se piensa en la universidad italiana, con profesores que se van a jubilar al Mediterráneo, que van a las Baleares a cobrar sus sueldos. Allá se puede jugar, hablar de los estallidos, de la multitud. Allá hay vasos comunicantes entre estos movimientos y ONG, asociaciones, estructuras universitarias. Y hay un Estado que funciona. Son teóricos de cómo ha quedado atrás el Estado nación pero todavía se benefician de un montón de estructuras.
–Y no los va a reprimir la Bonaerense.
–No. Hay enormes cuidados. Cuando ocurrió una vez, en Génova, fue un episodio tremendo. Por eso creo que hay que pedirles prudencia a los teóricos. Acá un experimento mal hecho puede volver a costar muertos. El problema, o al menos uno de ellos, es que además de la justicia social y los derechos humanos la Argentina debe resolver su institucionalidad. Hay una debilidad institucional que en muchos casos se suple con el aparato mediático. Personajes en muchos casos terroríficos manejan programas de televisión y se han convertido en tribunales éticos que juzgan a la clase política. El rasgo específico de la Argentina es que parecería que hay una serie de locutores posicionados de modo tal que interpelan a la clase política.
–¿Ese rol del periodismo es propio de la Argentina?
–Aquí se da un modo particular. Hay una permanencia a lo largo de los años de un grupo de interpeladores. En otros lugares se sustraen mucho más de la conversación, dejan que los políticos tomen la palabra. La fama viene por los políticos que son capaces de convocar, pero no fabrican previamente el campo ideológico desde el cual van a hablar.
–¿Eso es consecuencia de la debilidad institucional?
–Sí. Yo no creo que la vida política se trate exclusivamente de procedimientos. No creo, y menos en la Argentina, que se resuelva todo a través de la instrumentación jurídica de determinadas instituciones. Hay elementos políticos, como la Justicia y los derechos humanos, que exceden el campo de lo jurídico y constituyen la autoridad del presidente. Pero también pienso que hay un juego jurídico, y que está debilitado.
–¿No es algo que sucede en todos lados?
–La sociedad del espectáculo se ha instalado en el mundo entero, pero no como un conjunto de increpadores sino bajo la forma de hacer implosionar lo privado. Es un nuevo totalitarismo. La definición clásica de Hannah Arendt era el totalitarismo vertical, en el que el ciudadano se ve obligado a producir un discurso lo más neutro posible, para que no pueda entreverse nada que denuncie su posición personal. En el capitalismo actual ha irrumpido otro totalitarismo. Es la obligación de hablar de uno mismo, la posibilidad de que en la televisión se confiese cualquier cosa, de que los sujetos digan allí lo que no han dicho nunca, ni siquiera a sus seres más cercanos, la posibilidad de que uno se sienta compelido a ser evaluado en todas partes por lo que dice y lo que siente. Un ejemplo de este totalitarismo, aunque parezca paradojal, es la idea de la autoestima.Tener que estar refiriéndose permanentemente a uno mismo es una degradación de la existencia. La existencia no se tiene que autoestimar, tiene que juzgarse a través de si ha podido o no hacerse con su proyecto. Y tiene que pagar un precio por ese proyecto, tiene que ser capaz de sufrir, de saber perder. Y esto oculta la verdad. Hay una tradición que va de los presocráticos hasta el psicoanálisis en donde se parte de uno mismo para desentrañar el lazo social, para llegar a una verdad acerca de la condición humana. Pero este hablar de sí mismos como pura catarsis es siempre reaccionario. Porque la verdad no es catártica. Tiene rodeos, es laberíntica, se lee entrelíneas, no se puede decir toda. Los piqueteros encarnan una verdad, que tiene estas características y que por momentos parece difícil de entender por este grupo de increpadores televisivos.

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