SOCIEDAD
› LA HISTORIA DEL CHICO JUDICIALIZADO POR POBRE A LOS 11 QUE TERMINO AHORCANDOSE EN UNA CARCEL A LOS 18
Carrera suicida
Martín vivía en Monte Chingolo, pero deambulaba en la calle desde los siete años. A los 11 fue “amparado” por la Justicia. Lo internaron en un instituto. Se escapó y volvió decenas de veces. Aprendió a robar. El 6 de noviembre apareció muerto en el penal. Un caso testigo del camino de la institucionalización.
› Por Alejandra Dandan
Las celdas del pabellón D tienen puertas ciegas. Sólo se abren desde afuera. Alrededor de las tres de la tarde del sábado 6 de noviembre, la celda de Martín estaba abierta, como las del resto de los menores adultos alojados en el penal de Ezeiza. Alguien de pronto la cerró. Martín estaba detenido desde febrero por una tentativa de robo. En abril le dictaron la excarcelación, pero seguía preso. Su expediente en la Justicia había comenzado siete años antes. El motivo: pedir plata en las calles porteñas. Poco antes de ese sábado, Martín había llamado a su mamá. Estaba contento, le dijo. “En unos días me sueltan”, confió. El lunes 8, ella recibió un nuevo llamado: Martín, le dijeron esta vez, acaba de suicidarse. Ahora, el Ministerio de Seguridad de la provincia tomó su historia como caso testigo: su biografía retrata la situación de los 15 mil menores detenidos por razones de pobreza en comisarías e institutos.
Liliana vive en una de las barriadas de Monte Chingolo, entre caminos de tierra, chapas, ladrillos y cartones. Casi no se oye cuando habla. “Ni bien lo supe me fui a la fiscalía y ya me querían entregar el cuerpo -dice–. Yo le dije al fiscal que no me lo dé, que quería que le hagan una autopsia los de Gendarmería. Y ahí puso un ¡peeero! Me dijo que tenía que presentar un petitorio con un abogado. Al tercer día fuimos con el abogado y no nos quería atender, me pedía la partida de nacimiento para demostrar que yo era la madre de mi hijo.”
Cuando nació Martín (este diario no publica su apellido pues relata su vida como menor de edad), ella había cumplido 15. En la casa hubo de todo, ocho hijos, problemas de trabajo, ayunos largos y, en ocasiones, también palizas. Mientras, Martín se iba: a los 7 comenzó el camino que lo incluía en las estadísticas de la calle.
Vendió estampitas en los colectivos de Lanús. Siguió hacia Avellaneda y el ferrocarril Roca lo acercó a Constitución, donde hizo su primera ranchada. Lalo lo conoció cerca de la estación. Es uno de los operadores del Centro de Día de la Comunidad Don Bosco, una de las paradas habituales de los chicos que dan vueltas por allí. Martín llegaba con lo que tenía encima para comer algo y meterse en la cocina: “Le caía bien a todo el mundo –dice Lalo–, sobre todo estaba bien cuando se sentía querido.” Liliana ya no lo veía demasiado. El no volvía a su casa.
El camino de Martín
Tenía 11 años cuando su nombre quedó anotado por primera vez en un juzgado. El 14 de noviembre de 1996, un juez de menores de la Capital le dictó un amparo: había sido llevado ante el magistrado por mendigar en la calle. Como su domicilio estaba en la provincia, sus papeles pasaron allá, aunque estaba libre. El 18 de junio de 1997, el amparo entró en el despacho del juez de menores de Lomas de Zamora Raúl Donadío, que ordenó su internación. Para localizarlo, emitió una orden de “averiguación de paradero”, un eufemismo que termina habilitando la ruta de la penalización entre los chicos, según explican en el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj). Dos meses después, Martín entró al instituto Villa Elisa, uno de los hogares de régimen abierto donde entró y salió tantas veces como pudo. Entre 1998 y 1999 fueron al menos diez veces.
Esas entradas y salidas se fueron amontonando en su “hoja de ruta”. “En lugar de decir ‘fracasó la derivación’, el sistema judicial lo considera un chico en ‘fuga’. El juez que debe protegerlo lo traslada como un objeto de institución en institución”, explica Ana Chávez, responsable del área Impunidad del Serpaj.
De tanto en tanto, cuando abandonaba el lugar, Martín buscaba sus paradas conocidas. En ocasiones pasaba por el Serpaj o visitaba a Lalo en Constitución. Lalo lo veía crecer y derrumbarse: “Ya estaba –dice–, cuando entran a un instituto vos los ves cómo cambian al toque”. Sus causas hablan de eso: pasaron de asistenciales a penales con la misma velocidad que sus entradas y salidas. Pasó de los alojamientos de régimen abierto o semiabierto a empantanarse en los pasillos del instituto Roca de Capital, el hogar Bernardino Rivadavia y el CAD. Mientras los juzgados amontonaban informes sobre un entorno familiar “no apto” para recibirlo, en su hoja de ruta se sumaban las carátulas: hurto, arrebato, tentativa de robo, resistencia a la autoridad.
El 14 de agosto de 2003 entró al instituto de máxima seguridad Belgrano. En poco tiempo lo pasaron al Manantiales, de donde no tardó en escaparse. El 1º de enero todavía estaba adentro. Ese día cumplía 18 años. Siete días después se fugó. Horas después lo detenían en Constitución. Como ya tenía 18, lo derivaron al penal de menores adultos en Ezeiza.
El abismo
Era la primera vez que Martín pisaba la cárcel. Lo alojaron en un pabellón preparado para la fracción de adolescentes de 18 a 21 años. Las celdas son individuales y no tienen barrotes, sino puertas ciegas como las de las cámaras de gas de las películas. Un mirilla de 15 centímetros de largo es el único acceso al exterior. El día de su muerte, en la celda de Martín no había entradas de luz. La única ventana estaba cubierta y el médico aseguró que tuvo que revisarlo con una linterna.
Entró el 7 de enero. Tres meses después, el juzgado dispuso la excarcelación. En el Serpaj aseguran que en ese mismo momento Martín debió haber sido trasladado a un instituto de menores o a un hogar alternativo. Pero no sucedió: el Servicio Penitenciario envío un oficio al Tribunal Oral de Menores 3 de Capital Federal, donde se acumulaban las causas de la época en la que era menor. El expediente estaba en manos del juez Horacio Barberis. El SPF le avisó que debía tomar la decisión de trasladarlo o no. Pasaron seis meses. “El juzgado no mandó un solo oficio al penal en todo ese tiempo –relata el abogado Carlos Zimerman–. Recién lo hizo a comienzos de octubre. El 10 de ese mes, Martín consiguió una audiencia con su asesora de menores. Finalmente podía pedirle la libertad.”
Esos días, Liliana se preparaba para visitarlo y habló por teléfono con él: “Me dijo que estaba contento porque lo iban a dejar en libertad, que iba a estar en casa para fin de año, para el día de su cumpleaños”.
Silvana Céspedes de Crespo tomó la decisión del traslado. Era la defensora de menores del juzgado de Barberis, la persona que lo había entrevistado. El 2 de noviembre le escribió un informe al juez. “No recomendó que se fuera con sus padres. Ante la permeabilidad de Martín, dijo, y la total carencia de marco afectivo, para reforzar el trabajo interdisciplinario con su marco familiar, le solicitó al juez el traslado a un instituto asistencial dependiente del Consejo del Menor y la Familia de la Nación”, cuenta Zimerman con el expediente en la mano. Dos días después, el juez terminaba su parte: le mandó un oficio al Consejo para que lo evaluaran en Ezeiza. Era viernes 5 de noviembre. El lunes 8, uno de los compañeros de Martín logró hacer una llamada para contarles a los que estaban afuera del penal la noticia de su muerte.
Junta cadáveres
Desde el día de la muerte hasta el momento del entierro, el cuerpo de Martín dio tantas vueltas como sus expedientes en vida. Los peritos de la Corte hicieron la primera autopsia: muerte por ahorcamiento. Aun así, la fiscalía federal 1 de Lomas de Zamora caratuló la causa como “averiguación de muerte”. Según el Serpaj, es posible que Martín se haya suicidado, lo que no está claro son las condiciones que habrían activado la decisión y la responsabilidad de los celadores del Servicio Penitenciario. El informe de la Policía Federal indica que Martín se habría ahorcado con una sábana colgada de la ventana ubicada a un metro y medio del suelo. No dejó ningún mensaje. Nadie sabe cuánto tiempo pasó encerrado.
Liliana caminó de un tribunal a otro, pedía ayuda en el Serpaj e intentaba entender de qué se trataban los cientos de papeles que todos los días le iban pidiendo. El jueves pasado, 19 días después de su muerte, Liliana se levantó antes de las siete para ir a la morgue judicial. Ya tenía todos los permisos en regla. A las ocho le darían el cuerpo para llevarlo al cementerio. Los trámites se fueron demorando. Cuando llegaron al cementerio de Lanús, la capilla estaba cerrada. Y el único sacerdote ya no estaba. Lo enterraron. La abuela de Martín había pedido permiso en el trabajo para ir al entierro. Las demoras la retrasaron también a ella. Al regresar, la despidieron apenas llegó.
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