Dom 05.12.2004

SOCIEDAD  › UNA NOTA DE ESTUDIANTES SECUNDARIOS SOBRE LA VIDA DE LOS CARTONEROS

Sobreviviendo

El texto que se publica aquí ganó el certamen “Periodistas por un día” del Ministerio de Educación. Alumnos de una escuela secundaria investigaron y retrataron el trabajo de los cartoneros.

Juanchi tiene carita redonda y ojos grandes y curiosos. Acabamos de conocerlo al detenerse el carro en el que viaja con su papá y su mamá.
–¿Cuántos años tenés? –le preguntamos.
–Seis –nos responde.
–¿Vas a la escuela?
–Sí, pero lejos, por mi casa, porque yo no vivo por acá, vengo a trabajar todos los días.
–¿Y te gusta trabajar?
–¡Sí! –nos contesta–. Pero a veces, cuando llueve, nos mojamos mucho.
Trabajan en el mundo 256 millones de niños. De ellos, 20 millones en América latina, 7 millones en los países del Mercosur, 1,5 millones en Argentina. Según datos del Ministerio de Trabajo y Unicef, el 60 por ciento trabaja en la ciudad y el 40, en el campo. Unos 500 mil adolescentes de entre 12 y 17 años están fuera de la escuela. Y uno de cada cuatro chicos trabaja para poder comer.
En los últimos años, las calles de Buenos Aires, al igual que las del resto del país, se fueron llenando de carros con caballos, parte de lo que creíamos un pasado. Un pasado que volvió, junto con carretillas y changuitos de supermercado, de la mano de la más cruel de las necesidades: el hambre.
Nos quedamos pensando en cuántos chicos como Juanchi están obligados a trabajar. Y así averiguamos esta triste estadística. Quedamos muy impresionados por los datos y, aunque muchas veces protestamos, en verdad estamos muy contentos de poder ir tranquilos a la escuela.
“Argentina dejó de ser un país de prevención del trabajo infantil porque la pobreza lo convirtió en un país en riesgo”, dice María del Pilar Méndez, a cargo de la campaña oficial contra el empleo de niños. A partir de la crisis de los años 90, que explotó a fines de 2001, los cartoneros poblaron la calle. Queríamos saber más sobre ellos y salimos a entrevistarlos.
Expulsados del sistema
Dialogando con ellos, comprobamos que llegaron a cartoneros como último recurso:
–Es lo último que nos queda.
–Y... otra no veo.
–Hago lo mío y no molesto a nadie.
Antes tenían otros trabajos:
–Un mercadito que se fundió.
–Mi papá trabajaba en una fábrica que cerró.
–Cuando él se quedó sin laburo, tuve que salir yo.
–Mi último empleo fue en una fábrica textil en el barrio de Chacarita, hace cinco años.
–Antes era albañil, pintaba y me las rebuscaba.
–Manejaba un taxi, pero un día no puede pagar más el alquiler.
–Me encantaría trabajar en cualquier otra cosa, pero no me toman en ningún lado.
Llegan todos los días a la mañana, al mediodía, a la tarde. Vienen con sus carros, con sus bicicletas, caminando, o con el tren blanco. La mayoría vive en el conurbano (Villa Fiorito, José C. Paz, Monte Grande, Moreno) y de algunas zonas castigadas de Capital (Bajo Flores, Ciudad Oculta, Villas 1, 11 y 14). Según los registros, hay más de 8000 cartoneros, de los cuales 1500 son menores. Si se suman los que no fueron censados, la cifra real podría llegar al doble. El 64,20 por ciento son hombres, el restante 35,80 por ciento, mujeres.
¿Y la escuela?
La mayoría no puede terminar sus estudios. Marco Alvarez, de 38 años, que anda juntando cartón con su hijo de 14, nos cuenta que tiene hechas la primaria y la secundaria hasta primer año y que se siente muy mal porque querría que su hijo pudiera ir al colegio. Miguel Alvarez viene en tren todos los días desde Monte Grande. En su casa hay cinco chicos para mantener. Relata que quedó solo cuando la madre los abandonó. El lucha para que sus hijos nunca abandonen la escuela.
Averiguamos si desde el Estado existe alguna preocupación por este tema. Nos enteramos de que la escolaridad de los pibes cartoneros es el nuevo requisito que el gobierno porteño de Aníbal Ibarra instituyó para renovar la credencial de recicladores urbanos (la ley 991, de enero de este año, derogó la vieja ordenanza 33.531, del intendente de facto Cacciatore, que prohibía revolver la basura en las calles).
Los especialistas consideran que la prioridad es la escuela. La ley 992, que dio entidad legal a los cartoneros, les permite obtener vacunas, guantes, pecheras y asesoramiento jurídico en casos de abuso policial. El Plan Deserción Cero los tiene en cuenta.
El negocio del tercer mundo
Queríamos saber si les alcanza para vivir.
–Y... no, es muy poco lo que se gana, pero por lo menos traigo unos pesos para que mis hijos coman –nos cuenta Miguel Alvarez.
–No alcanza, pero trato de estirar un poco la plata.
–Sinceramente, hay días que estamos sin comer ni una miga de pan, porque hay días que no entra plata. Entonces siempre guardamos la comida que encontramos en la calle. Yo la pruebo, y si está buena se la doy a mis hijos, los más chicos –nos cuenta Roberto Aldo Morse, de 54 años y padre de ocho chicos.
Por cada kilo de diarios que consiguen ganan entre 10 y 15 centavos; por cada kilo de cartón, entre 18 y 20 centavos. Ganan en promedio, como mucho, unos 10 pesos por día.
Diferentes en su estilo
Observamos que siempre buscan destacar la dignidad de su trabajo y su deseo de no depender de nadie, aunque siete de cada diez cartoneros tienen conciencia de que realizan un trabajo insalubre. Les preguntamos qué opinaban de los piqueteros. Encontramos las siguientes respuestas.
–No estoy de acuerdo con ellos, creo que uno se tiene que ganar el pan laburando, no haciendo lo que ellos hacen, cortando calles y puentes –opina Miguel.
Una postura más flexible ofrece Roberto: “Yo pienso que ellos están en su derecho. Una vez fuimos con mi familia a una marcha, nos habían prometido una plancha de asado por participar”.
–No me gusta vivir del Estado y mucho menos a costillas de un partido político –dice Nicolás, de 23 años, quien sin embargo tiene un par de amigos que hacen piquetes. “Todo bien con ellos”, dice.
Les preguntamos a los vecinos cómo los ven y qué actitud tienen hacia los cartoneros. La inmensa mayoría los ve con simpatía y reconoce la dignidad de su trabajo, los respetan. Muchos vecinos les preparan bolsas con diarios y revistas. Los encargados de edificios son los que más colaboran. Algunos los esperan con un plato de comida caliente y ropita para los chicos.
Los cartoneros también reconocen la solidaridad de los vecinos. Sólo en contadas ocasiones se han sentido discriminados o despreciados:
–A veces, nos miran como si fuésemos de otro planeta.
–Tienen miedo de que les robemos.
–Les da asco que vayamos sucios y mal vestidos.
Eloísa Cartonera
Una editorial solidaria en esta crisis ya publicó 43 títulos de autores argentinos y latinoamericanos. Javier Barilaro y Washington Cucurto nos cuentan que hacen los libros uno por uno, a mano. Cuestan cuatro pesos cada uno. Los ayuda Fernanda Laguna, artista plástica y poeta. Utilizan materiales de desecho que les compran a los cartoneros, y todos contentos. Los libros ganan. Del productor al lector. Tal como ocurre con “Eloísa” y la literatura, el fenómeno cartonero ha sido inspirador para distintas formas del arte.
Anécdotas cotidianas
“En la calle pasa de todo –nos dicen–. Se ve cada cosa.”
Algunas de las cosas que pasan son buenas:
–Un ladrón le arrancó la cartera a una señora; yo, sin pensarlo, salgo detrás del ladrón, recupero la cartera y se la devuelvo. Me sentí muy bien de ayudar a la señora.
Pero también hay de las malas:
–Una vez nos encontramos una piedra de marihuana y la fumamos toda con los pibes.
De vez en cuando, la suerte le toca a un cartonero, como le pasó a aquel que se encontró con toda la plata que tiró por error una señora. Una vecina recordaba con emoción que un cartonero encontró el cuaderno de poemas que ella había tirado a la basura y se sentó en el cordón de la vereda a leerlos, sin ningún apuro. “Me acerqué a él y nos pusimos a conversar”, contó.
Aprendiendo
Nos quedamos reflexionando y sacamos más conclusiones. En los últimos años hubo gran cantidad de pérdidas de empleo y, para sobrevivir, esta gente tuvo que salir a rebuscársela de la mejor manera posible, para poder darles por lo menos un plato de comida a sus hijos. Muchos con sus niños pequeños a cuestas, otros que deben dejarlos “en el rancho” o en jardincitos pensados para ellos. Jóvenes que debieron dejar sus estudios por falta de útiles, de tiempo, por no poder viajar hasta el colegio. Es el caso, por ejemplo, de los hermanos Carlos y Mario Gutiérrez, que tienen 15 y 17 años. La madre tiene epilepsia y le dan convulsiones muy frecuentemente. Van a cartonear a Parque Chacabuco. No quisieron contarnos más. Como muchos otros, son tímidos, reservados, tienen vergüenza que la sociedad parece no sentir.
Para nosotros, este trabajo fue una aventura de vida. Conocimos gente que lucha por seguir adelante. Estamos muy agradecidos con los cartoneros que se prestaron a nuestras preguntas, a los que nos dieron su nombre, a los que se dejaron fotografiar. Y con los que no, también. Porque de todos ellos aprendimos a compartir, a comprender una parte de nuestro país, de nuestra realidad, tan cotidiana como el pan de cada día.

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